En el año en que esta cinta fue estrenada, 1928, el sonido había llegado al cine para materializar una de las mayores revoluciones que han habido en la historia de este arte, cambiando para siempre el escenario cinematográfico, modificando las carreras de todos los directores y actores que hasta entonces habían brillado. Por consiguiente, era esta una de las películas mudas finales del gran maestro del suspenso, sus ejercicios silentes fueron casi siempre rarezas, aún buscando un sello definitivo en su lenguaje, el maestro se embarca en adaptar nuevamente un trabajo literario a la pantalla grande. Para el presente trabajo, nuevamente Hitch adapta una novela del actor y dramaturgo, Noel Coward, y retrata la historia de una fémina en la sociedad británica, que enfrentará una impensada pesadilla cuando sus errores del pasado, al haberse visto en medio de un lío entre dos hombres, costando al vida de uno de ellos, le generen una mala reputación, que la persigue hasta el final; aún cuando intente rehacer su vida, ese lastre la hostigará cuando la familia de su nueva pareja se entere de sus actividades pasadas. Inusual película del británico, como la mayoría de sus casi diez películas del periodo mudo, que ciertamente no podrá catalogarse entre lo mejor de la producción del gigante realizador, pero siendo una película muda de Alfred Hitchcock, al correcto paladar sabrá entusiasmar esta apreciable cinta.
Al iniciar la película, un juicio se está llevando a cabo, Larita Filton (Isabel Jeans) está siendo acusada, el abogado fiscal que acusa (Ian Hunter), la insta a responder, ella recuerda cómo un brillante y joven pintor estaba retratándola, cuando su celoso y borracho esposo, que la maltrataba, los interrumpió. El esposo responde mal, agrede al artista, que inesperadamente le dispara, muriendo el agresor; el abogado acusa fogosamente a la mujer, al complicarse el asunto cuando una cuantiosa herencia se le deje a ella producto del asesinato, se la acusa y el jurado la declara culpable. No es condenada, pero es expuesta ante todos los medios a la humillación y vergüenza, ante lo cual ella se marcha, lejos de todo. Ya alejada, conoce Larita a John Whittaker (Robin Irvine), un millonario que la corteja, y, tras pensarlo ella, acepta su propuesta de matrimonio. Una vez casados, se mudan a la casa de John, donde Larita conoce a su nueva suegra (Violet Farebrother), férrea mujer que desde el comienzo tiene suspicacias sobre el origen de su nuera. En esa casa la madre le hace la vida imposible, más aún cuando salga a la luz su pasado, solo la apoyan el padre de John (Frank Elliott), y la joven Sarah (Enid Stamp-Taylor), pues hasta el fiscal que la acusó aparece en fiestas de los aristócratas. La atormentada Larita no puede más, asegura a Sarah que ella debió casarse con John, y pone un fin a sus martirios en esa casa.
El inicio del filme es típico en sus ejercicios mudos, cuando la primera imagen que veamos sea un cuadro de texto, en el cual se diferencia lo que es la virtud, definiéndola como algo que es su propia recompensa, de lo que es la dudosa virtud, recompensa de la sociedad a una reputación calumniada; es un buen compendio de lo que apreciaremos detalladamente ene el filme, y es característico de varios de sus filmes mudos suyos el iniciar así la cinta. El inicio de la historia propiamente, es tratado con un lenguaje que invitaba al optimismo, con una cierta soltura positiva de la cámara, que ofrece primeros planos, planos detallados de objetos, plasmando el juicio con el que se apertura el filme, hay cierta movilidad de la lente, libertad de acercamientos, zooms, todo ordenado de manera correcta para retratar esos tensos instantes iniciales. Inclusive prontamente, en esos primeros minutos de inmediato vemos flashbacks, la acción pasada y la presente se fusionan de manera correcta, sin elaborados mecanismos ni evidentes roturas, es tranquila pero satisfactoria la forma en que se plasma esa transición, terminando de configurar un comienzo de filme que, como se dijo, invitaba al optimismo. Imágenes expresivas, monóculos que se mecen imitando la siguiente imagen del péndulo de un reloj, planos laterales de los rostros de los implicados, fiscal y acusada enfrentándose, enriquecen una narración sin palabras, algo bastante habitual en Hitch. Es lamentable que tan prometedor inicio de la cinta se haya quedado en eso, una optimista promesa. Pero siguiendo con las imágenes, logra agradables momentos como los equinos cerca el uno del otro, como Larita y John, que van alimentando su amor; y claro, la secuencia mas importante en ese sentido, narrando sin palabras, cuando Larita finalmente accede a su petición de matrimonio, es por teléfono que ella acepta, e incluso Hitch consigue el lujo de no dejarnos duda de su respuesta sin siquiera mostrarnos un solo plano, ni de ella ni de él. Es extraordinario ese instante, la recepcionista telefónica es el conducto, el vehículo narrativo e informativo, pues sus reacciones indican el desarrollo de esa conversación, cierta incertidumbre al inicio, pero su amplia sonrisa y ademán nos indican que sin duda ella aceptó; muy notable, sin mostramos a ninguno de los implicados, no cabe duda del resultado de la propuesta.
Cierto es que la cinta comienza mostrando un asesinato, pero pese a ese elemento tan usual en el cine hitchcockiano, la película se distancia mucho de casi todos los vértices artísticos principales del británico, no hay duda de que el maestro aún estaba auto descubriéndose, descubriendo el campo expresivo en el cual se convertiría en leyenda. Hablamos por supuesto del suspenso, que ya había tibiamente saboreado en su primera gran película, El enemigo de las rubias (1927), pero aún estaba el cineasta terminando de dar los pincelazos finales antes de acabar su etapa muda, y sin ser una cinta mediocre la presente -pues, como hemos visto, contiene elementos notables y apreciables-, dista todavía mucho de las más altas cotas que posteriormente alcanzaría el realizador. El maestro tardó muy poco tiempo, sin embargo, en encontrar su terreno, hay quien afirma que el escaso éxito de anteriores filmes hizo que los productores interfieran más que antes en el tema de la presente cinta; pero sea cual sea el caso, se siente que la fuerza del cineasta se diluye, al faltar la tensión, la intriga e incertidumbre del suspenso de Hitch, pierde toda su eficacia el maestro, en un campo tan inocuo como el presente, se advierte la pérdida de toda la potencia que brota a borbotones cuando realiza suspense. Interesante, eso sí, al margen de si el tema elegido obedece plenamente a la voluntad del director o no, es el tratamiento a la fémina protagonista, y es que conocida es la misoginia de la que tanto se le acusa a Hitch, y en esta oportunidad la mujer, Larita, no es ya esa mujer liviana que sin el menor miramiento desencadena desgracias a los hombres protagonistas. Ahora hay cierta variación en ello, ahora es ella la perseguida, a quien ni su reputación ni la hipócrita sociedad dejarán tranquila (vemos cómo las hermanas de John se fijan hasta en su manera de beber). Se torna todo relativamente ambiguo cuando apreciemos las actitudes de Larita, sus posturas, su constante acción de fumar copiosamente, su manera de beber, hace que uno la sienta hasta cierto punto mundana, además de la manera en que se acerca a Sarah. Ciertamente Hitch deja cierto margen a que el espectador piense un poco, lo hace debatirse al dudar de si ciertamente es una víctima, el director hace “sufrir” al espectador, algo que Hitchcock siempre defendió en la manera de hacer cine.
Ciertamente estamos ante un novedoso tratamiento de los elementos femeninos en Hitch, a lo ya comentado sobre Larita y su ambigua persona, agregamos el elemento materno, la imponente madre de John, que llega hasta eclipsarlo en protagonismo. Como casi nunca en filmes hitchcockianos, vemos un duelo femenino, Larita contra su suegra, un inédito duelo de fuerzas femeninas, interesante en un filme del británico, como lo es el empoderamiento de la madre; pero el tema materno en el cine de Hitch sería motivo de otro artículo (solo veamos a la madre de Norman Bates). Entre los elementos negativos del filme, uno viene a ser la cierta endeblez para representar muchas de las secuencias de la cinta, adoleciendo de tensión, de fuerza representativa, sintiéndose casi flojo y laxo el corazón de lo retratado. Empezando por la trifulca del esposo celoso y el joven pintor, prosiguiendo con secuencias como los primeros contactos entre Larita y John, solo por citar ejemplos en los que se siente esa falta de fuerza que en otros filmes con tanta intensidad se aprecian. Asimismo, tras el comentado despliegue inicial de la cámara, ya no veremos mucho de los elementos narrativos visuales del británico, solo atisbos de ellos, como cuando la familia Whittaker está comiendo, y los alimentos y los platos desaparezcan mediante disoluciones de planos; esa ausencia de sus recursos y elementos visuales definitivamente va en detrimento del filme. Pero no todo es malo, pues es interesante que Hitchcock desliza un estudio, una mirada a la sociedad de su tiempo, la hipocresía de la rancia aristocracia, pues apenas sepa la madre de John la verdad sobre Larita, tanto ella como casi toda la familia la condenan; pero, ante la inminente humillación y cotilleos de la sociedad, prefieren guardar silencio, ocultar la verdad. Pese a que la desprecian, en vez de ser consecuentes a ello, prefieren guardar las apariencias, prefieren mantener una postiza imagen de normalidad ante sus semejantes, se retrata la doble moral de los aristócratas, de esa sociedad. En su periodo como cineasta mudo, Hitch aún buscaba su estilo, y casi cada uno de sus filmes se constituía en una rareza, traía novedades, en 1927 produjo El Ring, inédito ejercicio pugilístico, y Declive, atractivo análisis de la decadencia física y moral de un individuo, y en 1928 viene la inusual comedia La esposa del granjero. Vendría entonces el filme ahora comentado, con ese inquietante final de ella pidiendo que le "disparen", pues ya no queda nada que matar. Años atípicos pero interesantes en Hitch, son sus filmes mudos, si bien no obras maestras, verdaderas joyas para apreciar.
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