sábado, 30 de abril de 2016

El testamento de Orfeo (1960) - Jean Cocteau

Sería esta cinta la última película de la conocida Trilogía Órfica de Jean Cocteau, y asimismo la última de toda su filmografía. Y esa es una circunstancia que, tras visionarse el filme, tiene uno la sensación de que no pasó inadvertida para el multifacético autor francés. Tras La sangre de un poeta (1932) y Orfeo (1950), primer y segundo elementos del tríptico, respectivamente, el buen Cocteau clausura su célebre trilogía y a su vez su carrera cinematográfica, en lo que es a todas luces el testamento no solamente de Orfeo, sino del creador mismo, que llega al ocaso de su carrera en el cine. Prosigue el director con la directriz principal de toda la trilogía, con el hilo conductor por el que se mueven los personajes, esto es, la búsqueda que hace el artista, la búsqueda de conocimiento, de verdades, de sí mismo, una búsqueda que le traerá hallazgos de su propia persona, sus temores, sus obsesiones. Manteniendo todas, o muchas de las pautas previas de las anteriores dos cintas, el filme continúa esa exploración, pero ahora el cineasta se pone en la piel del protagonista, inclusive interactuando con sus propias creaciones, con sus personajes de las cintas previas, configurando un compendio de toda su carrera. Recluta a toda la terna actoral de la anterior Orfeo para este filme, sigue combinando realidad con planos oníricos, y es una hermosa muestra de cómo un artista, sintiendo ya que el final es inminente y próximo, se esmera por plasmar todo el conocimiento adquirido en una gran y final obra.

              



El filme inicia con unas definiciones habladas del arte por parte de Cocteau, tras lo cual vemos al propio cineasta, el Poeta, que se traslada instantáneamente de un sitio a otro, está buscando a un profesor, a quien encuentra (Henri Crémieux), quien lo recuerda de una vivencia pasada. El poeta luego tiene onírico viaje donde ve a un hombre caballo, llega a una suerte de bar donde se reencuentra con Cégeste (Edouard Dermithe), personaje de un filme suyo. Seguido por su joven personaje, recorre algunos espacios irreales, hasta llegar a un juicio donde el tiempo y espacio no existen, y donde lo esperan dos jueces (María Casares y François Périer los interpretan). Estos jueces inmediatamente lo acusan de abandonar el mundo real, por sus fantasías, mientras el poeta define, a petición de aquellos, lo que es para él una película, el cine, además de responder muchas otras preguntas que se le hacen, en un proceso en el que participan, además de Cégeste, otros individuos. Tras muchas deliberaciones, los Jueces lo condenan a vivir, mientras Cocteau reconoce ya en los jueces intemporales a sus personajes, la Muerte y Heurtebise, dialoga directamente con éste último. Cégeste, tras revelarle algunos detalles, lo acompaña a salir de la sala de juicio, juntos ven una extraña estatua que devora autógrafos, y luego se retira. El Poeta tiene tiempo para un final trayecto, en el que encontrará más personajes estrambóticos.









En cierta versión del filme, la conexión es tan evidente y resaltada que incluso hay instantes, imágenes de las secuencias finales de Orfeo, cuando la Princesa o la Muerte parte a su condena, con lo que la conexión con el tercer y final capitulo se evidencia y refuerza. El inicio en sí de la cinta es el prólogo hablado, es perfecto reflejo de lo que es la película, de carácter ilustrativo, prologando su obra testamentaria, dándonos algunas de las más importantes definiciones, conceptos de importantes temas para el artista, directamente nos habla de su concepto del cine, de su filme, de su arte. El saliente maestro, en su obra final, comienza brindándonos sus pareceres de esos importantes conceptos, sus reflexiones en el final de su existencia como cineasta quedan elocuentemente plasmadas con el inicio de su filme. Asimismo, se nos presenta prontamente el propio cineasta como lo que es, el protagonista absoluto de su cinta despedida, nuevamente se realizará surreal viaje, pero ahora ha cambiado el protagonista del mismo; él, Cocteau, es ahora quien se desplaza de una dimensión a otra, de la realidad a la tierra de lo fantástico, de lo surreal, es quien se traslada con libertad entre ambos mundos, desplazando de ese papel a la que en Orfeo fue la casi todopoderosa Muerte o Princesa. En el inicio de su filme se nos presenta como un individuo irreverente, con una vestimenta que nos recuerda al clasicismo pasado y que tiene cierto halo que recuerda a instantes tanto de Orfeo como de La sangre de un poeta, con la vestimenta y la peluca de siglos pasados, mientras aparece el dominador individuo, que tiene como una de sus primeras acciones, esnifar cocaína. Pero tras el disparo que solicita al profesor, pierde esa actitud para volverse el personaje que veremos el resto del filme, para volverse prácticamente Cocteau mismo, enfrentándose a atemporal juicio, en un lugar donde el tiempo no se aplica, donde los jueces son sus propias creaciones, la Muerte y su chofer Heurtebise, ambos intérpretes tienen idéntico aspecto al de los personajes que encarnaran una década atrás.













Hay lirismo y parsimonia en muchas de sus imágenes, particularmente agradando el viaje donde se encuentra con el hombre equino, una figura fuerte que hace pensar quizás en una alegoría a la inmortal Guernica de su amigo Picasso -a quien por cierto homenajea en la cinta-, o también podría ser una figura proveniente de la propia imaginería del cineasta francés, una figura de su propio universo onírico. Como se mencionó líneas arriba, el cineasta llega a ser tan consciente de su viaje, de su travesía, que inclusive interactúa con sus propios personajes, con Cégeste, con Heurtebise, con la Muerte, pues esos personajes, sus creaciones, han rebasado la condición de tales, y han adquirido su propia existencia y evolución, pasando a ser de meras creaciones, a poder iluminar y dar enseñanzas a su creador (notable el instante, tras el juicio, de Cocteau hablándole al Juez, y hablándole ya a su Heurtebise, obteniendo respuestas de lo que él mismo creó). El fuerte carácter de reflexión en la cinta tiene uno de sus puntos más altos cuando vemos al cineasta pintando una maceta, pero termina auto dibujándose, deslizando la idea de que el arte es un reflejo del propio artista, de que su creación artística es en realidad un reflejo de sí mismo, una imagen de sí mismo reflejada a través de lo que se representa, incluso se dice que siempre lo hace, es ciertamente una figura muy potente y significativa, que el buen Cocteau, en el crepúsculo de su existencia como artista, nos desliza, comparte sus reflexiones con nosotros. En este momento tan especial para el creador, se auto representa ante nosotros en el juicio atemporal, kafkiana circunstancia en la que se le cuestiona por su condición de artista, por escapar de la realidad, por pensar del modo en que piensa. Pero ese juicio hermético al tiempo finalmente es casi una excusa para que el francés nos deslice abiertamente todos sus pareceres, la querella a la que se auto somete sirve para que nos exponga sus opiniones, sus reflexiones.











Otra figura muy potente y notable es la de la estatua devora autógrafos, donde juega con el concepto de la celebridad, de la fama y reconocimiento que pueden alcanzar ciertos artistas, algo postizo y que puede ser dañino en ocasiones. Cocteau nos habla con franqueza, se percibe el sentimiento de aquel que es consciente de que plasma un compendio, un testamento, tan consciente como Cocteau en su filme lo es del viaje que realiza, de que sus personajes son sus jueces. El cineasta reflexiona así sobre temas extrahumanos, temas metafísicos, sobre el lenguaje del arte, un lenguaje que entienden pocos, y que hablan todavía menos individuos. Tan adecuado como conmovedor y significativo es que Cocteau utilice para esta final cinta y reflexión a la vez a toda la plana actoral de Orfeo, en sus últimas reflexiones en el mundo del cine trabaja con todo el equipo de la anterior parte de la trilogía, y a su vez se suma directamente al esfuerzo colectivo, formando parte central del elenco actoral. Finalizando el filme, la bizarra muerte que tiene el Poeta, nuevamente con hombres caballo interviniendo, es presenciada por unas personas entre los que destaca el citado e inmortal Pablo Picasso. En cuanto a la técnica cinematográfica sigue utilizando los trucos y recursos que ya había exhibido en sus cintas previas, con esos retrocesos de cámaras que permiten lograr ciertos efectos e ilusiones de onirismo. Bella cinta de Cocteau, sería su última película, su último largometraje, el joven prodigio, amigo de los poetas surrealistas, el amigo de los dadaístas, el como muy pocos versátil artista terminaba con este trabajo su particular andadura cinematográfica, repleta de obras notables, inmortales, que algunos elevan incluso a la categoría de filmes de culto. De ese modo termina la cinta y la producción fílmica de Cocteau, con esta cinta que comienza casi lúdicamente, al aparecer en el crédito inicial, la expresión “no me pregunten por qué” tras el título del filme, a cuyo final el autor afirma que estaría triste de que no nos agrade su trabajo, pues se esforzó mucho en realizarlo, como cualquier miembro del equipo de producción. Se despediría así uno de los cineastas franceses más interesantes de décadas contemporáneas, el multifacético Jean Cocteau.








Orfeo (1950) - Jean Cocteau

Continuará el versátil Jean Cocteau su triada fílmica, su tríptico cinematográfico, la conocida Trilogía de Orfeo con la cinta ahora comentada, la misma que constituye la segunda de las tres obras, siguiendo el camino de la surrealista e iniciadora La sangre de un poeta (1933). Ahora, Cocteau básicamente prosigue con el camino trazado por la cinta antes mencionada, es decir con la búsqueda que hace el artista, el creador, una búsqueda que no siempre está clara, que parece perseguir conocimiento, quizás autoconocimiento, lo que lo impulsa, aunque, en el filme que nos ocupa, ahora esa búsqueda llevará al artista creador ante la mismísima muerte. El literato y cineasta francés escoge para enmarcar su relato al mito griego por demás conocido, el mito del héroe helénico del título, a quien los dioses arrebatan a su esposa Eurídice, pero él, aprovechando su música extremadamente sublime, baja al Hades a recuperar a su amada, misión que finalmente no cumplirá. Como en toda adaptación cinematográfica de una obra proveniente de otra disciplina artística, la historia es respetada hasta cierto punto, pero luego el director plasma y refleja sus propios sentires, modificando la historia original en función de lo que quiere transmitir. La cinta se aleja del delirante y total surrealismo de la cinta que inició el tríptico, pero es un largometraje que explora, a través de un nuevo camino, muchas de las ideas esgrimidas en esa película, y sin abandonar completamente el universo onírico del que Cocteau gustosamente impregnaba sus trabajos fílmicos.

                   


En un café, está el vate Orfeo (Jean Marais) con unos camaradas, un sitio al que llega otro poeta, el joven Cégeste (Edouard Dermithe), acompañado de una fémina conocida como la Princesa (María Casares). Se arma una trifulca en el bar, altercado en el que Cégeste muere. La Princesa, al llevarse el cadáver a la policía, solicita a Orfeo sea testigo de lo sucedido. En el trayecto conoce al chofer de ella, Heurtebise (François Périer); ella aloja al poeta en su domicilio, exasperándose la esposa de él, Eurídice (Marie Déa), por su prolongada ausencia. La Princesa es en realidad la Muerte, que trae al difunto Cégeste de vuelta a la vida, y Orfeo vuelve con Eurídice. Pero Orfeo, obseso con unas transmisiones radiales, ignora a Heurtebise cuando éste advierte que Eurídice corre peligro. Sucede que, al igual que Cégeste, Eurídice muere y es ahora sirvienta de la Princesa. Orfeo  está obsesionado con la Princesa, y con ayuda de Cégeste, va a buscarla, cruzan un espejo para llegar a su oscuro mundo. En esos extraños dominios, incluso la Muerte, la Princesa, es juzgada por sus acciones y enamorarse a su vez de Orfeo, al tiempo que Heurtebise ama a Eurídice. Ante esto, la Muerte es castigada, Eurídice puede volver con Orfeo pero éste jamás podrá volver a verla o la perderá para siempre. Orfeo vive insostenible situación con Eurídice de vuelta al mundo real, y opta finalmente por luchar por la Princesa, una lucha fuera del alcance de la propia Muerte.









Con un correcto inicio de su filme, el gran Cocteau se desliga de un contexto concreto, de una fecha o lugar en específico, y nos desvincula a nosotros en igual medida, nos insinúa con sutileza que prácticamente no importan ciertas circunstancias, comparadas con lo que se representa; no importa si fue en los fantásticos días de los héroes y dioses griegos, o en un sitio y fecha indeterminados de Francia, lo que importa es lo que observaremos. El personaje clave, la Muerte, es introducido a su vez de manera clara y contundente, siempre al lado de Cégeste, algo que se mantendrá durante el filme completo, un detalle significativo, como si fuese su protectora, cuidadora… o ama, pues siempre se muestra dominadora, de todo y de todos, haciendo que el joven poeta la siga servilmente. Ella es la Muerte, ella es letal, es la mayor presencia sobrehumana, aparece y desaparece a placer, es fría, y hábilmente Cocteau nos la presenta en marcos visuales expresivos, entre sombras, entre contrastes de luz, vestida muchas veces también lúgubremente, mientras Cégeste, cual servidor, la sigue a todos lados, atravesando espejos gracias a ella. Ella traspasa los mundos con la facilidad con que se traspasa una puerta ordinaria, y el símbolo del espejo es ideal, el reflejo invertido del otro lado, una figura tantas veces y por tantos cineastas utilizada. Pero lo fascinante del filme es la humanización de los seres sobrenaturales, empezando por supuesto por la Muerte, una de las mayores entidades existenciales ha caído en las redes del amor, ama a un hombre, y eso es algo no exclusivo de ella, pues su fiel mayordomo, Heurtebise, su emisario, su nexo con Orfeo y Eurídice (siempre está con los esposos), también ha sucumbido ante la humana; aunque lógicamente, siendo humano él, la Muerte enamorada es la declaración más fuerte en este sentido. Es de ese modo que tenemos a una agrupación de cuatro seres humanos que deambulan de un mundo a otro, como surfeando entre ambas realidades, donde seres sobrehumanos se conmueven y extrañan de los sentimientos de los mortales, asistiendo a alucinante juicio donde los jueces poseen fuerzas que van mucho más allá de la imaginación, hasta la misma Muerte debe someterse a sus dictámenes. Es en esa humanización que radica una de las variaciones que hace Cocteau del mito, y es que no son ya la música, sus canciones, lo que hace que Orfeo descuide a Eurídice, sino es la Muerte enamorada, la Muerte que, embelesada por el poeta, le distrae para arrebatarle a  su amada.








Pero no queda allí el asunto. El hecho mismo de que la Muerte se encarne en un ser humano ya va siendo indicador, y luego se nos la presenta como la fatal y hermosa Princesa, que es su otro seudónimo. Cocteau, más exacto incluso que como un ser humano, nos la presenta como una mujer, la mujer es la Muerte, y se siente aquí un evidente vínculo con la cinta iniciadora de la trilogía. Inevitable será recordar la onírica imagen en La sangre de un poeta del hermafrodita que el Poeta descubre al observar por la rendija de una puerta, y el binario ser, tras presentarse como hombre, se presenta después como mujer, dejando ver la inscripción, a la altura del sexo de la fémina, que dice “Peligro de Muerte”. La mujer y la Muerte, nuevamente ahora se ven vinculadas en el universo de Cocteau, detalle a considerar, pues para prácticamente todos es conocida la homosexualidad del cineasta francés, e incluso, sin ir más lejos, Jean Marais, el actor que interpreta a Orfeo -con suficiencia y solvencia, por cierto-, era su amante en la vida real. Eso me parece un juicio permisible y hasta cierto punto razonable, pero no para llegar al extremo de ciertas aseveraciones y artículos donde se habla de una prístina y muy poderosa presencia de su homosexualidad, insinuando un no consumado romance entre Orfeo y Cégeste. Considero que Cocteau sí ha reflejado un poco de esa parte de su personalidad, pero no de manera evidente ni burda, sino más bien elegante y conectada a su obra, algo remarcable. Viniendo de una personalidad tan versátil como la de Cocteau, era de esperar asimismo encontrar más de una disciplina artística, con la presencia de la poesía en más de una manera, y siempre de forma vital. Los versos declamados constantemente en la radio son quizás la mayor expresión de ellos, con su ritmo casi hipnótico al conocerse Orfeo y la Muerte como prediciendo en ese viaje por carretera el mundo y los sucesos que se avecinan; y claro, las constantes emisiones radiales que hacen que Orfeo se ensimisme con ello, y pierda a su amada. La radio habla de espejos, el símbolo por antonomasia en el filme del paso de un mundo a otro, incluso el espejo se rompe en determinado momento mientras fluye esa seca poesía; el simbolismo en las imágenes de Cocteau, unas veces más evidente que otras, siempre está presente. Incluso en algunos de sus diálogos se desliza cierto lirismo, oscuro, pero lirismo al fin, como Heurtebise afirmando, que para conocer a la muerte, uno debe mirarse toda la vida al espejo, y se la verá trabajando. Poderosa y perfecta figura que refuerza todavía más el símbolo del espejo como entrada y salida, conexión de un universo a otro.













En el segundo ladrillo de su construcción artística, con Orfeo, prosigue Cocteau con lo esbozado en la anterior La sangre de un poeta, el poeta en búsqueda de algo, a veces de conocimiento, a veces de autoconocimiento; esa búsqueda proseguirá en esta cinta, aunque sin embargo sin darse cuenta el poeta creador se verá obsesionado, se verá persiguiendo a la mismísima Muerte, ambos configuran un sórdido romance, en una situación que roza lo fantasmagórico. Orfeo inicia su particular viaje urbano, su particular descenso al Hades, y el inicio de ese descenso se ilustra en el mencionado viaje por carretera que realiza junto con la Muerte, donde poderosos claroscuros nos van delineando la situación, a la vez que una voz casi hipnótica y casi poética suena por la radio, declamando versos cargados de un tono aciago y funesto, terminando de ilustrar el surreal y lúgubre momento. Sobre la realización en sí, Cocteau es un cineasta que se ha enorgullecido de las técnicas cinematográficas que empleaba para sus filmes, y si bien no son excelsas esas técnicas y tampoco se le puede considerar pionero o iniciador de ninguno de esos artilugios, logra buenos resultados con pocos recursos. Esto es, con sencillos retrocesos de cámara, superposición de imágenes y desvanecimiento de las mismas, y con algunos trucos de manipulación y manejo de espacios y del agua, consigue generar esa atmósfera, esa situación de mundo surreal, de onirismo, de traslaciones entre el mundo de los sueños y el mundo real. Con esos recursos, como se dijo, sencillos, logra el francés realizador una sutil y apreciable transición, sutiles viajes del universo onírico e irreal al mundo real, amalgama ambos mundos sencilla y tranquilamente, y ahí radica uno de sus aciertos en su filme. Casi veinte años después de la cinta que inicia el tríptico de Cocteau, y tras tres notables largometrajes, el francés materializa la segunda pieza de su obra, muchos de sus lineamientos previos siguen siendo plasmados, se nota y se advierte la cohesión entre ambas obras, los ecos, los sutiles, o quizás no tanto, nexos y halos del primer filme al segundo, que explora mucho más allá esas obsesiones, amor, muerte (María Casares está extraordinaria en el papel clave del filme, sin embargo sabido es que féminas inmortales de la talla de Greta Garbo o Marlene Dietrich estuvieron entre las posibles intérpretes; cualquiera de las dos hubiese realizado un trabajo inmortal con seguridad), la mujer, es sin duda un Cocteau bastante más maduro. Notable cinta de Cocteau, y si bien no elevaría al tan versátil Jean a la altura de maestro del cine, es una seductora muestra del apreciable arte que realizaba.











martes, 19 de abril de 2016

La sangre de un poeta (1932) - Jean Cocteau

Jean Cocteau es una de las personalidades artísticas más multifacéticas y versátiles de finales del siglo XIX, y buena parte del XX, descollando en un buen número de manifestaciones artísticas. Considerado como joven prodigio de la poesía, su abanico creativo se expandió, a parte de la poesía, por la novela, la dramaturgia, pintura, y, lo que nos ocupa, el cine. Eso sí, entra al cine a edad relativamente madura, habiendo ya dado varios pasos en las otras disciplinas del arte que practicaba, siendo la cinta en este artículo comentada su ópera prima, su debut en el cine. Cocteau debuta esgrimiendo el manifiesto artístico en boga de ese entonces, el manifiesto surrealista escrito por su amigo André Bretón y seguido por los poetas franceses de entonces. Siendo así, el filme es pues un desfile surreal, un frenesí de imágenes y secuencias oníricas, de robusto contenido simbólico, donde la racionalidad y lo objetivo pierden fuerza en función del sueño, del onirismo, de cierta carga infantil; y, en general, de todos los principios que perseguía y defendía la por entonces tan fortalecida corriente artística del surrealismo. Divide Cocteau su relato, lo que algunos llamarían mediometraje, en cuatro segmentos, cuatro relatos que parecen hurgar en el fondo de la mente del artista, el artista creador y los recovecos de su mente, de la mente humana por consiguiente, explorando miedos, obsesiones, mostrando muerte, burguesía, seres bizarros, configurando la cinta que marca el inicio de su tríptico conocido como la Trilogía Órfica.

                   


La cinta comienza con el primer segmento, “la mano herida o la cicatriz del poeta”, donde un individuo, el poeta (Enrique Rivero) realiza un cuadro, un retrato, al cual tras ser interrumpido en su labor, borra la boca con la mano. Para su sorpresa, la boca parlante está en esa mano, y a continuación pasará a una estatua. Se inicia el segundo apartado, ”¿las paredes tienen oídos?”, al verse encerrado en el cuarto el poeta, la estatua indica que la escapatoria es el espejo. El poeta ingresa al espejo, a un espacio extraño donde unas puertas dispuestas juntas le dan acceso visual a habitaciones donde ve, entre otras cosas, a un hombre ser casi fusilado, unas sombras manuales, unas singulares clases de volar, y a un hermafrodita; tras esto, el hombre halla un arma, se dispara en la cabeza siguiendo indicaciones de la estatua, a la que destruye seguidamente. A continuación se inicia el tercer micro relato, el más breve, “pelea de bolas de nieve”, unos niños se encuentran jugando arronjándose bolas de nieve, se desliza una alegoría de esas bolas con dagas españolas, mortales, y uno de los infantes en efecto fenece al recibir un impacto. Se inicia el final y cuarto segmento, “la profanación del anfitrión”, en el que un hombre y una mujer juegan a las cartas sobre el cadáver del niño, y donde unos burgueses presencian todo como si de una ópera se tratase; un oscuro ángel se lleva el cadáver, y tras finalizar el juego, el caballero pierde y se suicida, ante beneplácito y aplausos de los espectadores.






Debe resaltarse sobre todo la cinta como lo que es, la obra de un artista hijo del surrealismo, que realiza, en los días del dadaísmo, una película que no se atiene a estándares convencionales, sino todo lo contrario, que ensalza la vanguardia, donde el simbolismo prima, donde lo subjetivo y lo infantil tienen importancia capital. Esta relevancia implica que no hayan lecturas correctas o incorrectas per se, implica que la cinta no debe verse con el objetivo de ser entendida, de ser comprendida, pues ante obras como esta, cada uno puede realizar su particular interpretación, cosa que efectivamente ha sucedido a lo largo de las décadas. El cineasta, muy amigo de Picasso y Stravinski (algo que ya nos va diagramando su personalidad como ser humano y como artista creador), inicia la cinta con un individuo con el rostro pintado y unas túnicas, que levanta su manto antes de presentarnos los cuatro segmentos. El primer segmento es de los más significativos a mi juicio, el artista en pleno proceso creador, frente a su caballete, de pronto atestigua cómo la obra, su creación, lo rebasa y cobra vida propia, le habla en la figura de la boca -símbolo transmisor, enunciante-; primero abandona el lienzo, se traslada a su creador, al artista, para luego aterrizar en la siempre significativa figura de la estatua, interpretada por Elizabeth Lee Miller. La belleza del clásico y albo mármol es el receptáculo desde donde la obra artística le habla ya directamente al creador, y en el segundo capítulo, le sugiere la salida del claustro. El arte fluye a través del artista, él la “manipula”. En ese sentido, nos grafica ese encierro, ese claustro del que se desea escapar, y del que el arte, en la doble figura de la estatua y la boca parlante, desliza el escape: el espejo, eterna figura de potente carga simbólica.







Se ha apuntado también la sugerente vestimenta del poeta, con el pantalón y la peluca que son una probable alegoría a la elegancia de la burguesía de siglos pasados, y claro, el encierro, ese hermético encierro del que se busca escapatoria, y del que la propia creación, el sublime arte, nos la proporciona. Cruzando el espejo, en ese denso mundo, en el corredor de un hotel, un hombre de vestimenta con cierto aire mexicano es casi fusilado, un infante realiza peculiar vuelo en una recámara, el eterno sueño y deseo humano de volar. Y también, aparece la extravagante figura de un hermafrodita, mitad realidad, mitad figuración, en el hipnótico universo donde, en medio de la desesperación de ese ser casi fantasmagórico, todo va apareciendo a retazos, y donde el sexo femenino es sinónimo de peligro de muerte, un peligro que se maternizará. Se desliza la figura del suicidio del protagonista, con instrucciones dadas por la estatua y lo que ésta representa, estatua que luego destroza el poeta; la muerte, el infinito, el sexo y la muerte vinculados, la relación erótica tanática está presente también en el surreal mundo de Cocteau, señala el sexo femenino como sinónimo de riesgo mortal, a tomar en cuenta, considerando la homosexualidad de Cocteau. La cinta es un intento de explorar lo que mueve a un artista, de explorar la sangre del poeta, la savia, el élan, el impulso vital que le sirve de motor, quizás un camino al autoconocimiento, al autodescubrimiento, y nos ofrece esas lecturas, oscuridad, muerte, arte, sexualidad, dualidad, ansiedad, desesperación, miedo (destruye la estatua, tal vez los hallazgos de ese autodescubrimiento no sean precisamente agradables).






Blanco y negro parecen hermetizarlo todo en el tercer segmento, donde la inocencia infantil se funde con la fatalidad, donde el silencio aísla aun más todo lo que sucede, y donde uno de los “peleadores”, uno de los niños muere al recibir la simbólica bola de nieve. Accedemos al cuarto segmento, el ángel de la guarda del niño (hierática presencia interpretada por Féral Benga) se lleva a su protegido, absorbiéndolo, siendo significativo que sea un hombre negro (como los brazos que finalmente le aparecen a la estatua) quien encarne a la celestial presencia que palidece al absorber al niño. El color negro irrumpe en momentos clave, como si ni siquiera en la figura de un ángel pudiese darse un ser impoluto, sino lo opuesto; el ángel negro se lleva la carta secreta que hace ganar al tramposo, que al final, tras literalmente saltarle el corazón, pierde y se suicida. La cinta fue financiada por el mecenas Charles, vizconde de Noailles, quien junto a su esposa fue parte de los burgueses que asisten a la bizarra ópera al final de la cinta -Cocteau los filmó paralelamente a la escena final, ellos aplauden sin saber qué aplauden, y una vez visto el producto final y esa secuencia que aplaudían, obligaron al cineasta a rectificar y modificar esa parte-, y quien por cierto también financió otra referencial cinta surrealista, La Edad de Oro (1930) del maestro Buñuel. La cinta fue tildada de anticristiana y eso retardó un poco su estreno, pero finalmente vio la luz y configura el inicio del tríptico órfico de Cocteau. Personalmente no elevaría al versátil francés a la categoría de maestro del cine, si bien configura una muy interesante búsqueda de sí mismo, de los impulsos del artista, convierte a Orfeo en su alter ego, tal vez motivo por el que algunos lo tildan de soberbio, nos habla del tedio mortal de la inmortalidad, coquetea con la idea de que es inmortal a través de su arte. Para los interesados en este tipo de cine, será una joya exquisita, yo particularmente, ante una personalidad tan multifacética como la de Cocteau, si bien considero apreciable su cine, no lo considero como arte mayúsculo.