Jean Cocteau es una de las
personalidades artísticas más multifacéticas y versátiles de finales del siglo
XIX, y buena parte del XX, descollando en un buen número de manifestaciones
artísticas. Considerado como joven prodigio de la poesía, su abanico creativo
se expandió, a parte de la poesía, por la novela, la dramaturgia, pintura, y,
lo que nos ocupa, el cine. Eso sí, entra al cine a edad relativamente madura,
habiendo ya dado varios pasos en las otras disciplinas del arte que practicaba,
siendo la cinta en este artículo comentada su ópera prima, su debut en el cine.
Cocteau debuta esgrimiendo el manifiesto artístico en boga de ese entonces, el
manifiesto surrealista escrito por su amigo André Bretón y seguido por los
poetas franceses de entonces. Siendo así, el filme es pues un desfile surreal, un frenesí
de imágenes y secuencias oníricas, de robusto contenido simbólico, donde la
racionalidad y lo objetivo pierden fuerza en función del sueño, del onirismo,
de cierta carga infantil; y, en general, de todos los principios que perseguía
y defendía la por entonces tan fortalecida corriente artística del surrealismo.
Divide Cocteau su relato, lo que algunos llamarían mediometraje, en cuatro
segmentos, cuatro relatos que parecen hurgar en el fondo de la mente del
artista, el artista creador y los recovecos de su mente, de la mente humana por
consiguiente, explorando miedos, obsesiones, mostrando muerte, burguesía, seres
bizarros, configurando la cinta que marca el inicio de su tríptico conocido
como la Trilogía Órfica.
La cinta comienza con el primer
segmento, “la mano herida o la cicatriz del poeta”, donde un individuo, el
poeta (Enrique Rivero) realiza un cuadro, un retrato, al cual tras ser
interrumpido en su labor, borra la boca con la mano. Para su sorpresa, la boca
parlante está en esa mano, y a continuación pasará a una estatua. Se inicia el
segundo apartado, ”¿las paredes tienen oídos?”, al verse encerrado en el cuarto
el poeta, la estatua indica que la escapatoria es el espejo. El poeta ingresa
al espejo, a un espacio extraño donde unas puertas dispuestas juntas le dan
acceso visual a habitaciones donde ve, entre otras cosas, a un hombre ser casi
fusilado, unas sombras manuales, unas singulares clases de volar, y a un
hermafrodita; tras esto, el hombre halla un arma, se dispara en la cabeza
siguiendo indicaciones de la estatua, a la que destruye seguidamente. A
continuación se inicia el tercer micro relato, el más breve, “pelea de bolas de
nieve”, unos niños se encuentran jugando arronjándose bolas de nieve, se
desliza una alegoría de esas bolas con dagas españolas, mortales, y uno de los
infantes en efecto fenece al recibir un impacto. Se inicia el final y cuarto
segmento, “la profanación del anfitrión”, en el que un hombre y una mujer
juegan a las cartas sobre el cadáver del niño, y donde unos burgueses
presencian todo como si de una ópera se tratase; un oscuro ángel se lleva el
cadáver, y tras finalizar el juego, el caballero pierde y se suicida, ante
beneplácito y aplausos de los espectadores.
Debe resaltarse sobre todo la
cinta como lo que es, la obra de un artista hijo del surrealismo, que realiza,
en los días del dadaísmo, una película que no se atiene a estándares
convencionales, sino todo lo contrario, que ensalza la vanguardia, donde el
simbolismo prima, donde lo subjetivo y lo infantil tienen importancia capital.
Esta relevancia implica que no hayan lecturas correctas o incorrectas per se,
implica que la cinta no debe verse con el objetivo de ser entendida, de ser comprendida,
pues ante obras como esta, cada uno puede realizar su particular
interpretación, cosa que efectivamente ha sucedido a lo largo de las décadas.
El cineasta, muy amigo de Picasso y Stravinski (algo que ya nos va diagramando
su personalidad como ser humano y como artista creador), inicia la cinta con un
individuo con el rostro pintado y unas túnicas, que levanta su manto antes de presentarnos
los cuatro segmentos. El primer segmento es de los más significativos a mi
juicio, el artista en pleno proceso creador, frente a su caballete, de pronto
atestigua cómo la obra, su creación, lo rebasa y cobra vida propia, le habla en la figura de la boca
-símbolo transmisor, enunciante-; primero abandona el lienzo, se traslada a su
creador, al artista, para luego aterrizar en la siempre significativa figura de
la estatua, interpretada por Elizabeth Lee Miller. La belleza del clásico y
albo mármol es el receptáculo desde donde la obra artística le habla ya
directamente al creador, y en el segundo capítulo, le sugiere la salida del
claustro. El arte fluye a través del artista, él la “manipula”. En ese sentido,
nos grafica ese encierro, ese claustro del que se desea escapar, y del que el
arte, en la doble figura de la estatua y la boca parlante, desliza el escape:
el espejo, eterna figura de potente carga simbólica.
Se ha apuntado también la
sugerente vestimenta del poeta, con el pantalón y la peluca que son una
probable alegoría a la elegancia de la burguesía de siglos pasados, y claro, el
encierro, ese hermético encierro del que se busca escapatoria, y del que la
propia creación, el sublime arte, nos la proporciona. Cruzando el espejo, en
ese denso mundo, en el corredor de un hotel, un hombre de vestimenta con cierto
aire mexicano es casi fusilado, un
infante realiza peculiar vuelo en una recámara, el eterno sueño y deseo humano
de volar. Y también, aparece la extravagante figura de un hermafrodita, mitad
realidad, mitad figuración, en el hipnótico universo donde, en medio de la
desesperación de ese ser casi fantasmagórico, todo va apareciendo a retazos, y
donde el sexo femenino es sinónimo de peligro de muerte, un peligro que se
maternizará. Se desliza la figura del suicidio del protagonista, con instrucciones dadas por la
estatua y lo que ésta representa, estatua que luego destroza el poeta; la
muerte, el infinito, el sexo y la muerte vinculados, la relación erótica
tanática está presente también en el surreal mundo de Cocteau, señala el sexo
femenino como sinónimo de riesgo mortal, a tomar en cuenta, considerando la
homosexualidad de Cocteau. La cinta es un intento de explorar lo que mueve a un
artista, de explorar la sangre del poeta, la savia, el élan, el impulso vital
que le sirve de motor, quizás un camino al autoconocimiento, al
autodescubrimiento, y nos ofrece esas lecturas, oscuridad, muerte, arte,
sexualidad, dualidad, ansiedad, desesperación, miedo (destruye la estatua, tal
vez los hallazgos de ese autodescubrimiento no sean precisamente agradables).
Blanco y negro parecen
hermetizarlo todo en el tercer segmento, donde la inocencia infantil se funde
con la fatalidad, donde el silencio aísla aun más todo lo que sucede, y donde
uno de los “peleadores”, uno de los niños muere al recibir la simbólica bola de
nieve. Accedemos al cuarto segmento, el ángel de la guarda del niño (hierática
presencia interpretada por Féral Benga) se lleva a su protegido, absorbiéndolo,
siendo significativo que sea un hombre negro (como los brazos que finalmente le
aparecen a la estatua) quien encarne a la celestial presencia que palidece al
absorber al niño. El color negro irrumpe en momentos clave, como si ni siquiera
en la figura de un ángel pudiese darse un ser impoluto, sino lo opuesto; el
ángel negro se lleva la carta secreta que hace ganar al tramposo, que al final,
tras literalmente saltarle el corazón, pierde y se suicida. La cinta fue
financiada por el mecenas Charles, vizconde de Noailles, quien junto a su
esposa fue parte de los burgueses que asisten a la bizarra ópera al final de la
cinta -Cocteau los filmó paralelamente a la escena final, ellos aplauden sin
saber qué aplauden, y una vez visto el producto final y esa secuencia que
aplaudían, obligaron al cineasta a rectificar y modificar esa parte-, y quien
por cierto también financió otra referencial cinta surrealista, La Edad de Oro (1930) del maestro
Buñuel. La cinta fue tildada de anticristiana y eso retardó un poco su estreno,
pero finalmente vio la luz y configura el inicio del tríptico órfico de
Cocteau. Personalmente no elevaría al versátil francés a la categoría de
maestro del cine, si bien configura una muy interesante búsqueda de sí mismo,
de los impulsos del artista, convierte a Orfeo en su alter ego, tal vez motivo
por el que algunos lo tildan de soberbio, nos habla del tedio mortal de la
inmortalidad, coquetea con la idea de que es inmortal a través de su arte. Para
los interesados en este tipo de cine, será una joya exquisita, yo
particularmente, ante una personalidad tan multifacética como la de Cocteau, si
bien considero apreciable su cine, no lo considero como arte mayúsculo.
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