martes, 19 de abril de 2016

La sangre de un poeta (1932) - Jean Cocteau

Jean Cocteau es una de las personalidades artísticas más multifacéticas y versátiles de finales del siglo XIX, y buena parte del XX, descollando en un buen número de manifestaciones artísticas. Considerado como joven prodigio de la poesía, su abanico creativo se expandió, a parte de la poesía, por la novela, la dramaturgia, pintura, y, lo que nos ocupa, el cine. Eso sí, entra al cine a edad relativamente madura, habiendo ya dado varios pasos en las otras disciplinas del arte que practicaba, siendo la cinta en este artículo comentada su ópera prima, su debut en el cine. Cocteau debuta esgrimiendo el manifiesto artístico en boga de ese entonces, el manifiesto surrealista escrito por su amigo André Bretón y seguido por los poetas franceses de entonces. Siendo así, el filme es pues un desfile surreal, un frenesí de imágenes y secuencias oníricas, de robusto contenido simbólico, donde la racionalidad y lo objetivo pierden fuerza en función del sueño, del onirismo, de cierta carga infantil; y, en general, de todos los principios que perseguía y defendía la por entonces tan fortalecida corriente artística del surrealismo. Divide Cocteau su relato, lo que algunos llamarían mediometraje, en cuatro segmentos, cuatro relatos que parecen hurgar en el fondo de la mente del artista, el artista creador y los recovecos de su mente, de la mente humana por consiguiente, explorando miedos, obsesiones, mostrando muerte, burguesía, seres bizarros, configurando la cinta que marca el inicio de su tríptico conocido como la Trilogía Órfica.

                   


La cinta comienza con el primer segmento, “la mano herida o la cicatriz del poeta”, donde un individuo, el poeta (Enrique Rivero) realiza un cuadro, un retrato, al cual tras ser interrumpido en su labor, borra la boca con la mano. Para su sorpresa, la boca parlante está en esa mano, y a continuación pasará a una estatua. Se inicia el segundo apartado, ”¿las paredes tienen oídos?”, al verse encerrado en el cuarto el poeta, la estatua indica que la escapatoria es el espejo. El poeta ingresa al espejo, a un espacio extraño donde unas puertas dispuestas juntas le dan acceso visual a habitaciones donde ve, entre otras cosas, a un hombre ser casi fusilado, unas sombras manuales, unas singulares clases de volar, y a un hermafrodita; tras esto, el hombre halla un arma, se dispara en la cabeza siguiendo indicaciones de la estatua, a la que destruye seguidamente. A continuación se inicia el tercer micro relato, el más breve, “pelea de bolas de nieve”, unos niños se encuentran jugando arronjándose bolas de nieve, se desliza una alegoría de esas bolas con dagas españolas, mortales, y uno de los infantes en efecto fenece al recibir un impacto. Se inicia el final y cuarto segmento, “la profanación del anfitrión”, en el que un hombre y una mujer juegan a las cartas sobre el cadáver del niño, y donde unos burgueses presencian todo como si de una ópera se tratase; un oscuro ángel se lleva el cadáver, y tras finalizar el juego, el caballero pierde y se suicida, ante beneplácito y aplausos de los espectadores.






Debe resaltarse sobre todo la cinta como lo que es, la obra de un artista hijo del surrealismo, que realiza, en los días del dadaísmo, una película que no se atiene a estándares convencionales, sino todo lo contrario, que ensalza la vanguardia, donde el simbolismo prima, donde lo subjetivo y lo infantil tienen importancia capital. Esta relevancia implica que no hayan lecturas correctas o incorrectas per se, implica que la cinta no debe verse con el objetivo de ser entendida, de ser comprendida, pues ante obras como esta, cada uno puede realizar su particular interpretación, cosa que efectivamente ha sucedido a lo largo de las décadas. El cineasta, muy amigo de Picasso y Stravinski (algo que ya nos va diagramando su personalidad como ser humano y como artista creador), inicia la cinta con un individuo con el rostro pintado y unas túnicas, que levanta su manto antes de presentarnos los cuatro segmentos. El primer segmento es de los más significativos a mi juicio, el artista en pleno proceso creador, frente a su caballete, de pronto atestigua cómo la obra, su creación, lo rebasa y cobra vida propia, le habla en la figura de la boca -símbolo transmisor, enunciante-; primero abandona el lienzo, se traslada a su creador, al artista, para luego aterrizar en la siempre significativa figura de la estatua, interpretada por Elizabeth Lee Miller. La belleza del clásico y albo mármol es el receptáculo desde donde la obra artística le habla ya directamente al creador, y en el segundo capítulo, le sugiere la salida del claustro. El arte fluye a través del artista, él la “manipula”. En ese sentido, nos grafica ese encierro, ese claustro del que se desea escapar, y del que el arte, en la doble figura de la estatua y la boca parlante, desliza el escape: el espejo, eterna figura de potente carga simbólica.







Se ha apuntado también la sugerente vestimenta del poeta, con el pantalón y la peluca que son una probable alegoría a la elegancia de la burguesía de siglos pasados, y claro, el encierro, ese hermético encierro del que se busca escapatoria, y del que la propia creación, el sublime arte, nos la proporciona. Cruzando el espejo, en ese denso mundo, en el corredor de un hotel, un hombre de vestimenta con cierto aire mexicano es casi fusilado, un infante realiza peculiar vuelo en una recámara, el eterno sueño y deseo humano de volar. Y también, aparece la extravagante figura de un hermafrodita, mitad realidad, mitad figuración, en el hipnótico universo donde, en medio de la desesperación de ese ser casi fantasmagórico, todo va apareciendo a retazos, y donde el sexo femenino es sinónimo de peligro de muerte, un peligro que se maternizará. Se desliza la figura del suicidio del protagonista, con instrucciones dadas por la estatua y lo que ésta representa, estatua que luego destroza el poeta; la muerte, el infinito, el sexo y la muerte vinculados, la relación erótica tanática está presente también en el surreal mundo de Cocteau, señala el sexo femenino como sinónimo de riesgo mortal, a tomar en cuenta, considerando la homosexualidad de Cocteau. La cinta es un intento de explorar lo que mueve a un artista, de explorar la sangre del poeta, la savia, el élan, el impulso vital que le sirve de motor, quizás un camino al autoconocimiento, al autodescubrimiento, y nos ofrece esas lecturas, oscuridad, muerte, arte, sexualidad, dualidad, ansiedad, desesperación, miedo (destruye la estatua, tal vez los hallazgos de ese autodescubrimiento no sean precisamente agradables).






Blanco y negro parecen hermetizarlo todo en el tercer segmento, donde la inocencia infantil se funde con la fatalidad, donde el silencio aísla aun más todo lo que sucede, y donde uno de los “peleadores”, uno de los niños muere al recibir la simbólica bola de nieve. Accedemos al cuarto segmento, el ángel de la guarda del niño (hierática presencia interpretada por Féral Benga) se lleva a su protegido, absorbiéndolo, siendo significativo que sea un hombre negro (como los brazos que finalmente le aparecen a la estatua) quien encarne a la celestial presencia que palidece al absorber al niño. El color negro irrumpe en momentos clave, como si ni siquiera en la figura de un ángel pudiese darse un ser impoluto, sino lo opuesto; el ángel negro se lleva la carta secreta que hace ganar al tramposo, que al final, tras literalmente saltarle el corazón, pierde y se suicida. La cinta fue financiada por el mecenas Charles, vizconde de Noailles, quien junto a su esposa fue parte de los burgueses que asisten a la bizarra ópera al final de la cinta -Cocteau los filmó paralelamente a la escena final, ellos aplauden sin saber qué aplauden, y una vez visto el producto final y esa secuencia que aplaudían, obligaron al cineasta a rectificar y modificar esa parte-, y quien por cierto también financió otra referencial cinta surrealista, La Edad de Oro (1930) del maestro Buñuel. La cinta fue tildada de anticristiana y eso retardó un poco su estreno, pero finalmente vio la luz y configura el inicio del tríptico órfico de Cocteau. Personalmente no elevaría al versátil francés a la categoría de maestro del cine, si bien configura una muy interesante búsqueda de sí mismo, de los impulsos del artista, convierte a Orfeo en su alter ego, tal vez motivo por el que algunos lo tildan de soberbio, nos habla del tedio mortal de la inmortalidad, coquetea con la idea de que es inmortal a través de su arte. Para los interesados en este tipo de cine, será una joya exquisita, yo particularmente, ante una personalidad tan multifacética como la de Cocteau, si bien considero apreciable su cine, no lo considero como arte mayúsculo.




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