Continuará el versátil Jean Cocteau su triada
fílmica, su tríptico cinematográfico, la conocida Trilogía de Orfeo con la cinta ahora comentada, la misma que
constituye la segunda de las tres obras, siguiendo el camino de la surrealista
e iniciadora La sangre de un poeta (1933).
Ahora, Cocteau básicamente prosigue con el camino trazado por la cinta antes mencionada,
es decir con la búsqueda que hace el artista, el creador, una búsqueda que no
siempre está clara, que parece perseguir conocimiento, quizás autoconocimiento,
lo que lo impulsa, aunque, en el filme que nos ocupa, ahora esa búsqueda
llevará al artista creador ante la mismísima muerte. El literato y cineasta
francés escoge para enmarcar su relato al mito griego por demás conocido, el
mito del héroe helénico del título, a quien los dioses arrebatan a su esposa
Eurídice, pero él, aprovechando su música extremadamente sublime, baja al Hades
a recuperar a su amada, misión que finalmente no cumplirá. Como en toda
adaptación cinematográfica de una obra proveniente de otra disciplina
artística, la historia es respetada hasta cierto punto, pero luego el director
plasma y refleja sus propios sentires, modificando la historia original en
función de lo que quiere transmitir. La cinta se aleja del delirante y total
surrealismo de la cinta que inició el tríptico, pero es un largometraje que
explora, a través de un nuevo camino, muchas de las ideas esgrimidas en esa
película, y sin abandonar completamente el universo onírico del que Cocteau
gustosamente impregnaba sus trabajos fílmicos.
En un café, está el vate Orfeo (Jean
Marais) con unos camaradas, un sitio al que llega otro poeta, el joven Cégeste
(Edouard Dermithe), acompañado de una fémina conocida como la Princesa (María
Casares). Se arma una trifulca en el bar, altercado en el que Cégeste muere. La
Princesa, al llevarse el cadáver a la policía, solicita a Orfeo sea testigo de
lo sucedido. En el trayecto conoce al chofer de ella, Heurtebise (François
Périer); ella aloja al poeta en su domicilio, exasperándose la esposa de él,
Eurídice (Marie Déa), por su prolongada ausencia. La Princesa es en realidad la
Muerte, que trae al difunto Cégeste de vuelta a la vida, y Orfeo vuelve con Eurídice.
Pero Orfeo, obseso con unas transmisiones radiales, ignora a Heurtebise cuando
éste advierte que Eurídice corre peligro. Sucede que, al igual que Cégeste, Eurídice
muere y es ahora sirvienta de la Princesa. Orfeo está obsesionado con la Princesa, y con ayuda
de Cégeste, va a buscarla, cruzan un espejo para llegar a su oscuro mundo. En
esos extraños dominios, incluso la Muerte, la Princesa, es juzgada por sus
acciones y enamorarse a su vez de Orfeo, al tiempo que Heurtebise ama a
Eurídice. Ante esto, la Muerte es castigada, Eurídice puede volver con Orfeo
pero éste jamás podrá volver a verla o la perderá para siempre. Orfeo vive
insostenible situación con Eurídice de vuelta al mundo real, y opta finalmente
por luchar por la Princesa, una lucha fuera del alcance de la propia Muerte.
Con un correcto inicio de su
filme, el gran Cocteau se desliga de un contexto concreto, de una fecha o
lugar en específico, y nos desvincula a nosotros en igual medida, nos insinúa
con sutileza que prácticamente no importan ciertas circunstancias, comparadas con lo que se representa; no importa si fue en los fantásticos días de los héroes y dioses griegos, o en un sitio y fecha indeterminados de Francia,
lo que importa es lo que observaremos. El personaje clave, la Muerte, es introducido
a su vez de manera clara y contundente, siempre al lado de Cégeste, algo que se
mantendrá durante el filme completo, un detalle significativo, como si fuese su
protectora, cuidadora… o ama, pues siempre se muestra dominadora, de todo y de
todos, haciendo que el joven poeta la siga servilmente. Ella es la Muerte, ella
es letal, es la mayor presencia sobrehumana, aparece y desaparece a placer, es
fría, y hábilmente Cocteau nos la presenta en marcos visuales expresivos, entre
sombras, entre contrastes de luz, vestida muchas veces también lúgubremente,
mientras Cégeste, cual servidor, la sigue a todos lados, atravesando espejos
gracias a ella. Ella traspasa los mundos con la facilidad con que se traspasa
una puerta ordinaria, y el símbolo del espejo es ideal, el reflejo invertido
del otro lado, una figura tantas veces y por tantos cineastas utilizada. Pero
lo fascinante del filme es la humanización de los seres sobrenaturales,
empezando por supuesto por la Muerte, una de las mayores entidades
existenciales ha caído en las redes del amor, ama a un hombre, y eso es algo no
exclusivo de ella, pues su fiel mayordomo, Heurtebise, su emisario, su nexo con
Orfeo y Eurídice (siempre está con los esposos), también ha sucumbido ante la
humana; aunque lógicamente, siendo humano él, la Muerte enamorada es la
declaración más fuerte en este sentido. Es de ese modo que tenemos a una
agrupación de cuatro seres humanos que deambulan de un mundo a otro, como
surfeando entre ambas realidades, donde seres sobrehumanos se conmueven y
extrañan de los sentimientos de los mortales, asistiendo a alucinante juicio
donde los jueces poseen fuerzas que van mucho más allá de la imaginación, hasta
la misma Muerte debe someterse a sus dictámenes. Es en esa humanización que
radica una de las variaciones que hace Cocteau del mito, y es que no son ya la
música, sus canciones, lo que hace que Orfeo descuide a Eurídice, sino es la
Muerte enamorada, la Muerte que, embelesada por el poeta, le distrae para
arrebatarle a su amada.
Pero no queda allí el asunto. El
hecho mismo de que la Muerte se encarne en un ser humano ya va siendo
indicador, y luego se nos la presenta como la fatal y hermosa Princesa, que es
su otro seudónimo. Cocteau, más exacto incluso que como un ser humano, nos la
presenta como una mujer, la mujer es la Muerte, y se siente aquí un evidente
vínculo con la cinta iniciadora de la trilogía. Inevitable será recordar la
onírica imagen en La sangre de un poeta del
hermafrodita que el Poeta descubre al observar por la rendija de una puerta, y
el binario ser, tras presentarse como hombre, se presenta después como mujer,
dejando ver la inscripción, a la altura del sexo de la fémina, que dice “Peligro
de Muerte”. La mujer y la Muerte, nuevamente ahora se ven vinculadas en el
universo de Cocteau, detalle a considerar, pues para prácticamente todos es
conocida la homosexualidad del cineasta francés, e incluso, sin ir más lejos, Jean
Marais, el actor que interpreta a Orfeo -con suficiencia y solvencia, por
cierto-, era su amante en la vida real. Eso me parece un juicio permisible y
hasta cierto punto razonable, pero no para llegar al extremo de ciertas
aseveraciones y artículos donde se habla de una prístina y muy poderosa
presencia de su homosexualidad, insinuando un no consumado romance entre Orfeo
y Cégeste. Considero que Cocteau sí ha reflejado un poco de esa parte de su
personalidad, pero no de manera evidente ni burda, sino más bien elegante y
conectada a su obra, algo remarcable. Viniendo de una personalidad tan versátil
como la de Cocteau, era de esperar asimismo encontrar más de una disciplina
artística, con la presencia de la poesía en más de una manera, y siempre de
forma vital. Los versos declamados constantemente en la radio son quizás la
mayor expresión de ellos, con su ritmo casi hipnótico al conocerse Orfeo y la
Muerte como prediciendo en ese viaje por carretera el mundo y los sucesos que se avecinan; y
claro, las constantes emisiones radiales que hacen que Orfeo se ensimisme con
ello, y pierda a su amada. La radio habla de espejos, el símbolo por
antonomasia en el filme del paso de un mundo a otro, incluso el espejo se rompe
en determinado momento mientras fluye esa seca poesía; el simbolismo en las
imágenes de Cocteau, unas veces más evidente que otras, siempre está presente.
Incluso en algunos de sus diálogos se desliza cierto lirismo, oscuro, pero lirismo
al fin, como Heurtebise afirmando, que
para conocer a la muerte, uno debe mirarse toda la vida al espejo, y se la verá
trabajando. Poderosa y perfecta figura que refuerza todavía más el símbolo del
espejo como entrada y salida, conexión de un universo a otro.
En el segundo ladrillo de su
construcción artística, con Orfeo,
prosigue Cocteau con lo esbozado en la anterior La sangre de un poeta, el poeta en búsqueda de algo, a veces de
conocimiento, a veces de autoconocimiento; esa búsqueda proseguirá en esta
cinta, aunque sin embargo sin darse cuenta el poeta creador se verá
obsesionado, se verá persiguiendo a la mismísima Muerte, ambos configuran un
sórdido romance, en una situación que roza lo fantasmagórico. Orfeo inicia su
particular viaje urbano, su particular descenso al Hades, y el inicio de ese
descenso se ilustra en el mencionado viaje por carretera que realiza junto con
la Muerte, donde poderosos claroscuros nos van delineando la situación, a la
vez que una voz casi hipnótica y casi poética suena por la radio, declamando
versos cargados de un tono aciago y funesto, terminando de ilustrar el surreal
y lúgubre momento. Sobre la realización en sí, Cocteau es un cineasta que se ha
enorgullecido de las técnicas cinematográficas que empleaba para sus filmes, y
si bien no son excelsas esas técnicas y tampoco se le puede considerar pionero
o iniciador de ninguno de esos artilugios, logra buenos resultados con pocos
recursos. Esto es, con sencillos retrocesos de cámara, superposición de
imágenes y desvanecimiento de las mismas, y con algunos trucos de manipulación
y manejo de espacios y del agua, consigue generar esa atmósfera, esa situación
de mundo surreal, de onirismo, de traslaciones entre el mundo de los sueños y
el mundo real. Con esos recursos, como se dijo, sencillos, logra el francés
realizador una sutil y apreciable transición, sutiles viajes del universo
onírico e irreal al mundo real, amalgama ambos mundos sencilla y
tranquilamente, y ahí radica uno de sus aciertos en su filme. Casi veinte años
después de la cinta que inicia el tríptico de Cocteau, y tras tres notables
largometrajes, el francés materializa la segunda pieza de su obra, muchos de sus
lineamientos previos siguen siendo plasmados, se nota y se advierte la cohesión
entre ambas obras, los ecos, los sutiles, o quizás no tanto, nexos y halos del
primer filme al segundo, que explora mucho más allá esas obsesiones, amor,
muerte (María Casares está extraordinaria en el papel clave del filme, sin
embargo sabido es que féminas inmortales de la talla de Greta Garbo o Marlene
Dietrich estuvieron entre las posibles intérpretes; cualquiera de las dos
hubiese realizado un trabajo inmortal con seguridad), la mujer, es sin duda un
Cocteau bastante más maduro. Notable cinta de Cocteau, y si bien no elevaría al
tan versátil Jean a la altura de maestro del cine, es una seductora muestra del
apreciable arte que realizaba.
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