miércoles, 10 de agosto de 2016

Champagne (1928) - Alfred Hitchcock

En 1927 llegaba al cine una de las mayores revoluciones con El Cantante de Jazz, llegaba el sonido, el cine mudo pasaba ya a la historia, muchos cambios, imperecederos cambios, llegarían para quedarse, desafiando a todos los dómines y maestros del cine silente. Alfred Hitchcock, el maestro del suspense, tuvo sus inicios en esos instantes cruciales para la historia del séptimo arte, iniciando su andadura en los últimos años de la etapa muda del cine, y la cinta que ahora nos ocupa es uno de sus finales ejercicios en ese estadío. Eran los momentos iniciales del gran Hitch, estaba aún descubriendo su estilo, y tras dirigir La esposa del granjero y Dudosa Virtud, ambas también de 1928, el británico retoma un camino casi inédito durante su amplio recorrido cinematográfico, Hitch vuelve a dirigir una comedia. Como fue una constante en casi toda su carrera, el cineasta adapta un relato originariamente literario, en este caso de autoría de Walter C. Mycroft, en el que una caprichosa muchacha, hija de un multimillonario, desafiando a su progenitor, huye de casa para casarse con su novio, a quien su padre desaprueba, reuniéndose con el joven en un crucero; naturalmente contrariado, el padre logra darle alcance, pero, en vez de resondrarle o castigarla, a través de un truco logrará darle una lección. Una de esas auténticas rarezas, invaluables documentos cinematográficos dentro de la filmografía del gigante cineasta inglés.

               


En el inicio de la cinta vemos a un hombre, (Gordon Harker), que malhumorado revisa unos periódicos, en uno de ellos, el titular indica que la hija de un magnate lo vuelve a desafiar volando hasta la mitad del océano a reunirse con su amante; se trata de él mismo. Así sucede, en otro sitio, entre el baile de un lujoso crucero en medio del Atlántico, una fémina se aproxima en una balsa, es su hija, que consigue abordar el barco. Esta chica (Betty Balfour), ya en el barco, oculta sus verdaderas intenciones, pues ha ido ahí a ver a su novio (Jean Bradin). Ella, sin embargo, conoce a bordo a un hombre (Ferdinand von Alten), que viene observándola, siguiendo de cerca y con discreción sus acciones. Sorpresivamente, papá llega al barco, y le dice a la chica, engañándola, que al ser él un exitoso corredor de Wall Street, ha perdido todo su dinero en un descuido, le dice que se han quedado en la total ruina económica, algo que afecta a la joven, quien intenta incluso vender sus valiosas joyas, pero éstas le son robadas. De regreso a tierra, el magnate sigue con la farsa, viven en una covacha, se privan de comodidades, la chica cuida a su padre, se aleja de su novio, y hasta consigue trabajo, en un cabaret. La chica comienza a trabajar ahí, donde encuentra al hombre que antes la observaba, que fallidamente intenta seducirla, su novio también llega hasta el lugar. Finalmente aparecerá su padre para aclarar las cosas y poner fin a sus suplicios.






En esta sencilla e inusual cinta hitchcockiana, tras las primeras imágenes del padre leyendo los diarios, la siguiente toma es notable, la cámara está situada frente a una copa de champagne, que se inclina, derramando su contenido hacia la cámara, un sencillo pero agradable truco que hace sentir como si el director se estuviese divirtiendo. Hitch comienza con ese recurso, introduciendo al tercer personaje en cuestión, el hombre, y al parecer consigue el efecto de ese truco gracias a un aparato construido para ese fin, y de paso además retrata la imagen del título, el champagne, pues la cinta es una suerte de alegoría a la aristocracia, frívola y liviana, que viene a representar esa bebida. Como se dijo es un sencillo, pero efectivo artilugio visual el esgrimido, y luego de la secuencia del baile durante el que llega la chica, observaremos en determinados momentos, una trémula cámara, meciéndose, imitando el movimiento del barco en el mar; se obtiene un resultado un poco comediesco, un poco juguetón, cambiando la perspectiva, primero desde el punto de vista del mareado protagonista de turno, a luego el enfoque general de la cinta propiamente. Luego continuará el cineasta obteniendo unos efectos de distorsión de las imágenes, triplicándolas empleando superposiciones de planos, para reforzar esa impresión de mareo ocasionado al estar en altamar, casi introduciéndonos en el barco. Efectos y trucos así se repetirán en otros momentos de la cinta y con distintas intenciones, ciertamente Hitchcock parecía ya sentirse dominador en el aspecto técnico, solo faltaba apuntalar el estilo del cineasta. Lo cierto es que, al margen de estos artilugios que engalanan un poco la cinta, la historia propiamente retratada es simple, sin mayor atractivo, Hitch adapta, como tradicionalmente hizo, una exitosa obra literaria, y participa incluso en esa adaptación misma del guión. Pero la cinta, como se apuntó en líneas anteriores, es plasmar lo frívola que es la sociedad aristocrática inglesa de entonces, con la sátira de la caprichosa hija del magnate que vuela por el Atlántico a verse con su novio para contradecir a papi, y se ríe de que ha perdido el avión del pobre; un tema nada complejo, Hitch aún estaba a la búsqueda de su tema, de su tópico, y por ende de su estilo, el del suspense.






Así, Hitch desliza su cámara por los rincones de las locaciones de la cinta, como buscando algún detalle o destello interesante de virtuosismo técnico, pues en una cinta donde ni argumento ni historia permiten grandezas, el director procura buscar y encontrar, casi fabricar esas grandezas. Como no podía ser de otra forma, algo de lujuria plasma el cineasta, mínima por supuesto considerando la época, cuando veamos a Betty Balfour lucir, reflejada en un espejo, su desnuda y bien formada espalda. La cinta viene a ser asimismo casi un lucimiento de la Balfour, pues siendo la protagonista, es su rostro lo que en buena medida la cámara enfoca durante muchas secuencias del metraje. Planos medios, bonitos primeros planos, abarcando sus sonrisas, sus gestos de aflicción, desesperación, inocencia, de sus enormes y expresivos ojos claros, la caprichosa fémina y sus vivencias son el centro del filme, incluso aparecerá en distintos trajes, distinta parafernalia, viéndosela con un elegante y atrevido atuendo en un momento, luego con ropas diametralmente opuestas. Igualmente opuestas son las caras que le vemos a la fémina, cuando deje de ser la caprichosa y jovial joven que vimos en un comienzo, para pasar a cuidar a su padre, a rechazar ayuda económica de su novio incluso, y finalmente, ante la falta de dinero, meterse a trabajar en un cabaret; ciertamente un cambio radical en su existencia. En esta, una de las finales películas mudas del gigante cineasta inglés, el director retoma la senda de la comedia, como hiciese ese mismo año, 1928, con La esposa del granjero, configura lo que para ser justos es una comedia buena, pero no brillante, en todo caso lo que queda claro es que la comedia no es el campo de Hitch, estaba ya acariciando el suspenso, como en su gran éxito El enemigo de las rubias (1927), pero aún no lo abordaba completamente. Cierto es que resulta algo extraño ver dirigir a Hitchcock un filme de esta naturaleza, de esta directriz, es algo que, con la cercana excepción de la comedia ya citada, y tal vez con otra más lejana como Pero... ¿quién mató a Harry? (1955), nunca más veríamos en la producción del inglés, pues luego encontraría su savia, el misterio, la incertidumbre, el suspense, añadiendo sus virtudes técnicas; abandonaría los temas inocuos.









Muchos críticos consideran a las películas mudas de Hitch como obras menores, cintas en las que el titán británico todavía estaba buscando su estilo; en efecto estas películas distan mucho de lo mejor del director, pero a mi juicio jamás podrán ser catalogadas como obras menores o mediocres. Si bien en este filme aún faltan casi todos los nortes o aristas principales del director (no hay muerte, misterios o intrigas, ni persecuciones, ni el tema del falso culpable o los triángulos amorosos), el solo hecho de ser una cinta muda de Hitchcock ya es aliciente, el solo hecho de ir descubriendo aquí las raíces de muchos sellos que jamás se borrarían de su impronta cinematográfica, ya la convierten en un apetitoso manjar audiovisual para el que es verdadero apreciador del cine hitchcockiano. Por ejemplo, podemos seguir descubriendo (de tratarse de un espectador versado en este tema) cómo desde un comienzo el gran Hitch fue un soberbio narrador sin palabras, es en esta etapa de cine mudo donde se distingue mejor, por obvias razones, el modo en que Hitch no requería de excesivos diálogos para sus relatos, y aunque haya filmes mudos suyos en donde esta característica está marcadamente más lograda, es pieza fundamental para el estudio del cine del británico. Sobre el final vemos que el director pareciese casi haberse animado un poco, la cámara recupera la soltura que había perdido durante casi todo el filme, luce algunos movimientos audaces, asimismo aparece la figura de la fémina debatiéndose entre dos hombres, el triángulo amoroso, pero bastante tibiamente. Era el crepúsculo del cine silente, iniciado un año antes de estrenarse este filme con la citada El Cantante de Jazz, el cine mudo dejaría de existir paulatinamente, muchos directores, inmortales titanes del cine mudo no lograrían dar el salto al cine sonoro, como el caso de Griffith; otros maestros, como Dreyer, Eisenstein, Chaplin, y el propio Hitchcock, entre otros, sí lograrían sin embargo evolucionar, y en el caso de Hitch, ciertamente que lo mejor estaba por llegar. Hitch dirigiría un último filme mudo, El Hombre de la isla de Man, antes de oficialmente dirigir solo películas sonoras, y antes de cimentar completamente su leyenda. Tenemos en la presente cinta una de las fuentes de las raíces de este inmortal director, un trabajo que no será una obra maestra, pero tiene motivos para ser apreciada y valorada.





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