El gigantesco cineasta Alfred
Hitchcock en la década de los 30, como muchos cineastas a él contemporáneos,
producía filmes adaptados a la entonces ya no tan novedosa llegada del
sonido al cine, habiéndose cumplido en ese entonces casi una década desde la
gran revolución sonora. El maestro del suspense, a diferencia de otros titanes
cinematográficos, sí pudo adaptarse muy bien al gran y revolucionario cambio, ya
habiendo producido soberbios ejercicios de cine mudo, no demoró mucho en
realizar asimismo obras maestras en sus inicios de cine sonoro. Siempre fiel a
su estilo, gustoso de las adaptaciones de obras literarias al cine, en esta
oportunidad traslada una novela de Josephine Tey, en una cinta perfectamente
enmarcada en casi todas las directrices hitchcockianas. Nos presenta el gran
Hitch una historia típica en él, cuando un joven encuentre un cadáver en una
playa, por circunstancias puntuales se piensa que él es el asesino, se le
inicia un juicio, y todo está en contra de él, siendo su única esperanza
encontrar un abrigo como prueba de su inocencia, teniendo para su desesperada
búsqueda como única aliada a la hija del jefe policial que lo busca. El filme
descolla en muchos aspectos, contiene ya las principales vértices que
acompañarán el cine del británico, es una maravillosa muestra más del genio de
este descomunal cineasta, que supo fulgurar en las dos eras principales del
cine.
La cinta se inicia con una pareja
discutiendo arduamente, en una casa, tras lo cual, el hombre parece retirarse
de la misma. A continuación en una playa, el cadáver de una chica aparece en la
ribera, Robert Tisdall (Derrick De Marney) lo encuentra, pero al salir
corriendo a pedir ayuda, un par de chicas lo ven correr, ven también el
cadáver, piensan que la asesinó él. Es llevado a la policía, donde se sabe que
la finada, una conocida suya, le ha dejado una cuantiosa cantidad de dinero en
herencia, todo lo implica aún más; en la comisaría el Coronel Burgoyne (Percy
Marmont) está a cargo del caso, y allí también Robert conoce a Erica (Nova
Pilbeam), la hija del coronel. Robert consigue ganarse su confianza, cuando se
realiza el juicio contra el supuesto asesino, todo le incrimina y parece
irreversible su condena, pero logra escapar, se encuentra con Erica, que en su
auto le brinda transporte, huyen de los policías. Robert asegura que una prenda,
un abrigo, sería capital para probar su inocencia, y se embarcan a buscar el
abrigo. Se inician diversas correrías, mientras ambos inevitablemente se
acercan más y más; van a una reunión familiar de ella, siempre tienen a la
policía a punto de atraparlos, y siempre consiguen escapar. Finalmente el tiempo
se acaba, asisten a una fiesta donde, en medio de la algazara y la música, Erica
consigue obtener un indicio que será decisivo para identificar al real asesino,
y salvar a su querido Robert.
El filme no pierde ni un segundo,
el inicial instante nos presenta a dos personajes hablando en notable acento
inglés, discutiendo airadamente, y asimismo esa inicial secuencia termina
prontamente, sin que se den mayores explicaciones al respecto. Es un gran comienzo
el del filme, el típico comienzo hitchcockiano, en el que justamente por la
ausencia de mayores pautas o indicaciones, la intriga ha quedado ya generada,
el misterio ha quedado engendrado cuando veamos al individuo retirarse de la
casa luego de la riña, voltea a mirar a la mujer, tiene un tic cerrando el ojo,
algo que recién al final, o en un segundo visionado de la cinta, entenderemos.
Notable la apertura del filme, unos primeros planos nos adentran en la historia,
la ardua discusión se realiza, y es un gran recurso que la misma se termina con
el hombre retirándose, cruza la puerta, una intensa tormenta está teniendo
lugar, algo que intensifica el efecto de la disputa observada; el hombre
voltea, mira a la cámara, apreciamos el tic en el ojo, la secuencia ha
terminado. Extraordinario y muy clásico del cineasta el arranque del filme, que
se potenciará aún más cuando inmediatamente después se presente la secuencia
del cadáver femenino en la playa, todo ha sido planteado en menos de cinco
minutos. Un filme que destila Hitchcock,
es la historia de un jovencito en el lugar equivocado, en el momento
equivocado, víctima de las circunstancias, se verá enfrascado en situación
kafkiana, cuando toda la evidencia le incrimine de un asesinato que no cometió;
es uno de los clásicos elementos hitchcockianos, el falso culpable, que de
pronto se ve inmerso en surreal pesadilla. Observaremos el romance entre los
protagonistas fluir durante la película, el idilio que se va fortaleciendo
durante la delirante situación, un elemento que el conocedor del cine del
inglés sabrá reconocer como un santo y seña perenne en casi todos los filmes
del cineasta. No pocos momentos de comicidad tiene la cinta, diseminados
durante todo el metraje y que brindan esa carga cómica característica de varios
filmes del británico, y muchos de esos instantes serán personificados por la
policía y su incompetencia, el modo en que Robert y Erica se escabullen siempre
en sus narices; los oficiales y sus absurdos errores e incapacidades, son ridiculizados,
y forman parte de esa hilaridad.
Observaremos asimismo las típicas
tomas hitchcockianas, los personajes manejando el auto, y la cámara, emplazada
delante del vehículo, obtiene un plano medio de ellos conduciendo, unas
imágenes inconfundibles para el conocedor de la obra del director, que
rememoran, solo por dar un ejemplo, a Intriga
Internacional (1959). Por estos últimos detalles mencionados, el romance,
el humor, e incluso algún recurso técnico como los planos de protagonistas
manejando el auto, la película se siente plenamente identificable como obra de
su autor. Por supuesto agregamos a eso la trama general, una intriga, una
investigación para desenmarañar ese misterio, mientras el protagonista varón
tiene la incondicional ayuda de una atractiva mujer que se vuelve más que una
cómplice, una trama casi calcada de la citada cinta de 1959. Se siente pues un
filme de Hitchcock al 100%, un filme hitchcockiano embrionario por supuesto,
pero sus principales aristas ya se encuentran aquí, muchas de sus directrices
se irán puliendo y perfeccionando, como es normal, con el paso de los años y sus
novedades, como la llegada de la Cinemascope, del color y otros avances. Pero la
semilla ya estaba bastante arraigada en el arte del director británico, como si
los planos generales de una construcción ya estuvieran debidamente diagramados.
La música que acompaña la película es más bien liviana, lo que contribuye a que,
pese a las delicadas y serias circunstancias que presenciamos, se mantenga un
ambiente fresco, como el filme mismo y como la actitud del joven protagonista,
a quien justamente Erica regaña por esa actitud ante tan riesgosa situación. Es
interesante que desde el comienzo de la cinta la cámara muestra una soltura,
una libertad en sus movimientos notables, y la primera secuencia en dar una
muestra de esto es la del juicio, recorriendo fluidamente la sala donde se
realiza el proceso; pero no solo eso, pues, a parte de los mencionados
deslizamientos, de los excelsos travellings que realiza, también apreciaremos
acercamientos y alejamientos, el zoom en acción para enriquecer su bastante
variado y nutrido lenguaje audiovisual. Tras casi una década de llegar el sonido al cine, el maestro cineasta ya da claras muestras de dominar lo que sería uno de sus sellos, la libertad de movimientos de su
cámara, de su herramienta artística.
Un buen ejemplo de la efectividad
de su recurso, viene a ser la secuencia de Erica cenando con su familia, donde unos
primeros planos de ella y esa soltura de movimientos generan un ambiente tenso,
pues ella se está enterando de detalles nada favorables hacia el joven que le
interesa. El gran corolario, el magnífico y gran compendio del enorme despliegue
de la cámara se aprecia en la secuencia final, la fiesta con la banda a la que
asiste Erica, donde el deslizamiento y la soltura de la cámara alcanzan su punto
máximo, el momento cúlmine, el momento clímax. Es ciertamente el mejor colofón
imaginable, se condensa todo lo antes apreciado, la comentada libertad en
movimientos, los travellings que llegan al menor ángulo, los acercamientos y
alejamientos, esos zooms que descollan más que nunca cuando nos aproximen, desde
un lejano plano que abarca toda la fiesta, hasta acercarnos hasta el mismísimo
ojo del asesino. Y es ahí donde deducimos el verdadero culpable, sin palabras
ya lo hemos descubierto, y Hitch a su
vez construye el severo ambiente de incertidumbre y premura, cuando la lente
inmediatamente nos lleve de vuelta con Erica, nosotros ya sabemos la verdad, lo
que nos preocupa es que ella sea capaz de descubrirlo entre toda esa confusión,
confusión alimentada por esa diversidad de perspectivas, cuando veamos el
enfoque del asesino alternado con el enfoque de ella, ciertamente un suspenso magistralmente
plasmado. Genial el querido Hitchcock, siempre sin palabras, nos informó y a la
vez generó el mayor suspenso, y clausura de gran forma cuando Erica atienda al desmayado
asesino, concuerda y conecta pues la vimos atendiendo al propio Robert cuando éste
se desmayó en la comisaría. Finalmente, el asesino tiene ese tic en el ojo, no
hay duda, es el hombre de la inicial discusión, no hay ya cabos sueltos, todo
confluyó en un final perfectamente articulado por el director, la dosificación de
información es vital y al final todo se conecta. El filme se realiza con tomas
diurnas, muy buenas tomas nocturnas asimismo, oscuras y contrastantes, que
sumadas a ese elocuente trabajo de cámara, configuran interesantes momentos
estéticos. Una escena muy importante
dentro de la cinta para el director es la secuencia del juego de la gallina
ciega, que fue censurada en su estreno en algunos países, que Hitch consideraba
clave en su filme, y que quizás pueda verse como una alegoría a los
protagonistas, huyendo constantemente de unas autoridades que aparecen tener
los ojos vendados, siempre a punto de encontrar a los buscados, siempre
quedándose a un paso. Tremenda cinta de Hitchcock, en
su dilatada filmografía, no siempre es considera entre los puntos más altos,
pero ciertamente es una joya muy apreciable, que exhibe ya casi todas las principales improntas de su creador.
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