Habiéndose acercado Buñuel tibiamente
a su retorno a trabajar con productoras europeas primero con La muerte en este jardín (1956) y luego
con Así es la aurora (1956),
abordaría el español este trabajo en el que va esbozando una de las figuras que
en sus próximos filmes se hará reincidente, el de un hombre religioso de
singulares peripecias. El genio de Talanda en esta oportunidad adaptará una
obra no muy conocida de uno de sus mayores influencias literarias, el gran coterráneo
suyo Benito Pérez Galdós, que nos narra una historia que ciertamente no
sorprende que haya seducido poderosamente al ibérico director, la historia de
un sacerdote de muy firme fe, al parecer inquebrantables principios que serán
puestos a gran prueba cuando el religioso aplique con la mayor disciplina esos
principios, cuando los ponga en práctica solo para obtener rechazo, violencia
incluso, en aquellos a quienes trata de profesar su fe. Naturalmente, la obra
original sufre algunas modificaciones por parte del realizador, adaptando
ciertos detalles a la realidad y contextos mexicanos. La cinta tuvo bifaces
resultados, cierto repudio y acusaciones de anti religión, pero a su vez
reconocimientos en el Festival de Cannes, en un trabajo plenamente
identificable como obra de este gran gran cineasta, portador de muchos de sus
más identificativos sellos, cada vez más desarrollados.
La acción comienza en un humilde
pueblo mexicano, una quinta en la que sus inquilinos, muchos de ellos
prostitutas, viven entre austeridad. Viven ahí asimismo el padre Nazario (Francisco
Rabal), quien sufre un robo, y que vive particularmente en miseria, además de Beatriz
(Marga López), sufrida mujer que piensa en matarse, y sufre por su pasado con
el Pinto (Noé Murayama); éste la abandona. Poco después, Andara (Rita Macedo),
una de las prostitutas, tiene un lío con otra mujer de esa calaña, riñen, la
policía la busca, y Nazario la esconde en su casa. Andara, buscada, tiene que
huir, incendia pruebas de su presencia, demasiados problemas para el padre
Nazario, que se ve casi expulsado de su orden, se marcha del pueblo, afirma
vivirá de limosnas. Parte Nazario, llega a una construcción, donde desea
trabajar a cambio solo de alimento, pero es ahuyentado por los otros
trabajadores; luego se reencuentra con Beatriz, en otro pueblo, ayuda a la al
parecer milagrosa recuperación de una niña grave. En otra locación, y ya otra
vez con Andara, conoce ella a Ujo (Jesús Fernández), un enano que la corteja,
mientras reaparece también el Pinto, desea llevarse a Beatriz. Pero finalmente
no pueden escapar de la policía, que los sigue y encuentra, apresan a Andara, la
separan de Ujo, Nazario también es apresado, y Beatriz termina yéndose con el
Pinto.
En esta cinta el director, según
sus propias palabras, en su libro Mi
último suspiro, prefiriendo incluso lo trivial a lo estéticamente muy
elaborado, quiso darnos un enfoque más verdadero, más próximo, algo denotado en
ese curioso inicio del filme, con esa estampilla que literalmente casi “salta”
a la vida, casi cobran vida sus protagonistas para darnos una idea de cercanía
al folklore de la tierra que se va a retratar. Y esa fue ciertamente la idea
del cineasta, de prescindir de excesivos ornamentos, la cámara con sutiles
movimientos nos va mostrando el entorno donde todo sucederá en esa inicial
secuencia, con mesurados paseos de la cámara, suaves travellings para esto. Así
se nos aproxima al mundo del padre Nazario, “soy católico, apostólico y romano”,
se define, como partiendo de la más interior fibra del cristianismo, en esos
tres rangos, con Roma como gran referencia, viviendo en la austeridad,
aguantando algunos escarnios, entre los que, inicialmente, se le dice que con
su estilo de vida pierde la dignidad. Y en efecto, vive entre gente pobre, en sitios
precarios, con seres marginales, prostitutas vulgares, ladronas, pleitos, gente
de baja calaña, este sacerdote que viene a ser una continuación del padre
Lizardi de La muerte en este jardín
(1956), con el tan referencial tema de la religión, siempre presente en la
obra del español, y siempre, por supuesto, bajo su mordaz y ácida mirada.
Nazario es un sacerdote que profesa el catolicismo con una plenitud que lo hará
inaceptable para los cánones humanos, para la existencia diaria y pragmática; su
actitud es sumisa, de entrega, resignación a su destino como servidor del
catolicismo, mientras la epifanía ocurre, mientras se divide su idea de
catolicismo, de lo que es el cristianismo en la praxis de los hombres, en la diaria
realidad. Es fascinante su dilema, expulsado por las circunstancias, rompe completamente
con todo convencionalismo religioso conocido, incluso se despoja de su
vestimenta, pues el mundo debe dejar de reconocerlo como hombre de Dios. Desde
entonces, un verdadero cambio se gesta, él se encontrará ajeno en todo sitio al
que va, será un outsider, sin lugar, ejemplificado perfectamente cuando llega a
la construcción, busca trabajo, aún a cambio solo de alimento. Las
consecuencias son nefastas, los trabajadores, amenazados, lo echan, él, que
deseaba trabajar sin ánimos de lucro, solo por subsistir, sin generar daño,
termina despertando envidia, codicia, violencia; elocuentes los disparos que se
oyen mientras él se aleja.
Es como si su sola existencia
acarreara cosas negativas, su voluntad de ayudar al prójimo, genuina, termina
paradójicamente enfureciendo al prójimo, que pareciese no estar listo para
esto, para un cristianismo tan puro; la paradoja, la ironía, están pues
servidas. Nazario afirma que se encuentra en viaje de peregrinaje, un viaje que
terminará por despedazar su fe, un quijotesco viaje que lo llevará a vivir de
limosnas, a no dejar de practicar el evangelio, pero escindiéndose de la
realidad, de un catolicismo que no corresponde a su concepción de fe, a su
praxis. Naturalmente, su viaje tiene sus particulares diferencias, como al Quijote,
su locura, su proceder, le acarrearán problemas, es su perdición, y no podrá
zafarse de ella, pero a diferencia del clásico de Cervantes, mientras Nazario imparte
su concepto de fe, el viaje suyo es distinto al del Quijote, pues no es un personaje
que deambula entre la cordura y la demencia. Este es un hombre de fe, un
religioso completamente cuerdo que realiza viaje de pasmoso descubrimiento, en
el que sus valores y creencias serán rotos, él no fenece como el autoproclamado
caballero, no físicamente, pero una parte de él parece haber muerto, una muerte
espiritual que se va anunciando -“por primera vez en mi vida, me cuesta trabajo
perdonar”, profiere, su fe se va rompiendo-. Al final, tras todo lo vivenciado,
todo lo viajado, duda en recibir la limosna, lo que predicaba, finalmente
llora, nos queda la incertidumbre, de qué hará desde ahora este resquebrajado
sujeto, pues tras el inicial rechazo, luego acepta la piña, solloza, es la
final ruptura de sus creencias, pregonando y viviendo de limosnas, la rechaza
primero, duda, la recibe, es simbólico ese accionar final. Algo de bergmaniano hay
en su dudar religioso, en ese escepticismo que acaba cerniéndose sobre él; si
en Bergman los personajes hablan a Dios, y el silencio como respuesta es lo que
los trastorna, en Buñuel la desesperación es más un amargo despertar, una
burbuja de concepciones vitales, divinas, existenciales, que se revienta. Sí,
la ruptura está consumada, camina sin rumbo definido, ni físico ni espiritual,
mientras suena el redoble de tambores, único acompañamiento musical, que Buñuel
debió añadir por compromiso con la productora. Se diagrama en él un paralelo
cristiano, él es humillado, llevado casi al extremo de Cristo, pero él no es
divino, no aguantará como Jesús, sino que cederá, se romperá, y quedará en la
incertidumbre, y efectivamente es retratado en paralelo a Jesús, lo ven
descalzo, con bastón, con mujeres que parecen hacer las veces de sus apóstoles,
hasta se le pide que realice milagros. También lo creen un curandero, es una de
las variopintas reacciones de los humanos al interactuar con el curita que
practica catolicismo, a quien llaman hereje, predicador estrafalario, es en
efecto un individuo que sufre quijotización, pero esta vez no son libros de
caballería, ahora es el evangelio. Tenemos, finalizando el filme, al sacrílego
de la cárcel, su final contacto con humanos antes de epifanía, afirmando éste, “buenos
para allá, malos para acá”, es casi la final interacción con esa sociedad y
convencionalismo de los que escapa.
Interesantes y significativos
momentos hay, como cuando Andara comienza a hacerle cuestionamientos a Nazario,
sencillas preguntas, simples cuestiones de aparentemente obvias respuestas, en
esa simbólica simpleza, el sacerdote ya va enfrentando los primeros
cuestionamientos, pero su fe está aún intacta, está apenas saliendo al entorno
que lo desmoronará. Es un detalle del cineasta el hecho de que cuando Nazario
se dispone a contestar a las preguntas de Andara, su voz gradualmente se
desvanece. Pero hay más, los personajes de Nazarín
son sórdidos, la conducta de Beatriz es ciertamente extraña, inquietante es su
bipolar comportamiento, tras primero aparentemente sufrir por la partida del
Pinto, se carcajea a mandíbula batiente, para luego tener bizarras fantasías con
él, teniendo luego inquietantes torsiones. Se horroriza cuando se le hace ver
que en el fondo, ella no desea alivio espiritual ni peregrinaje, ella solo
desea amor carnal, y la revelación la hace estallar en vergüenza y algazara, y
es que ambas mujeres buscan amor de hombre. Beatriz, al final, en su extraña
naturaleza, posa su cabeza en el hombro de Pinto, bizarro masoquismo, no puede
escapar de su infierno propio, y es que al final, ya no hay vuelta, tal como
Nazario tuvo quijotesco viaje, todos los atormentados personajes terminan peor
que como empezaron. Grandes momentos de surrealismo deja Buñuel fluir en su
filme, siendo uno de ellos la “deformación” de los planos, de la imagen, para
adentrarnos en la psiquis de Beatriz, que añora al Pìnto, que desea poseerlo,
despojarlo de su voluntad, ella desea poseer a un hombre. Su deseo es
intensamente carnal, lo que aparentemente es su perdición, el Pinto, es lo que
ella más añora poseer, pero poseer de una manera absoluta, quitarle albedrío,
ella se solaza de inquietante manera, su naturaleza es ciertamente ambivalente.
Mucho surrealismo está plenamente presente y patente en la cinta, teniendo esto
uno de sus momentos más agudos en la imagen del Cristo riente, se alcanzan
tintes delirantes cuando Andara comienza su huida. Otra de las figuras, Andara,
tras decidir huir, quema todas las pruebas de su presencia y rumbo, con un
santo en frente de todo, encabezando la incineración. Los críticos han
encontrado a lo largo de los años diversas e indescifrables figuras en el
filme, de las que se encarga de divertirse y escindirse Buñuel, aseverando que
él se encuentra tan intrigado como el público; un buen ejemplo de esto es la
piña de la secuencia final. Técnicamente, interesantes recursos visuales emplea
el realizador, usando imágenes como elementos de transición para pasar de una
secuencia a otra, correcto recurso. Asimismo, observamos en la cinta una
tonalidad oscura, cortesía de la depurada fotografía del maestro Gabriel
Figueroa, con quien es sabido que Buñuel tuvo pequeña discrepancia al corregir
algún encuadre excesivamente preciosista, pues Buñuel prefería cercanía y
simpleza en vez de ornamento gratuito. Pese a ello, Figueroa consigue producir
el oscuro entorno, los umbrosos encuadres en los que se desempeñan los
confundidos y atormentados personajes. Ejemplar es la secuencia cuando ambas
mujeres profesan su querer al sacerdote, y simbólicamente, él es incapaz de
ofrecer verdadero abrigo y respuesta, juega con un minúsculo caracol. La
composición de los encuadres, el comportamiento de la cámara y los planos
empleados en esta agradable secuencia son ejemplares, estética y visualmente de
lo más logrado en el filme por el director. De igual forma, es singular la
figura amorosa plasmada por Buñuel, algo inédito en su filmografía, la breve
pareja, el enano Ujo y una prostituta, el amor más marginal, y probablemente el
amor más hermoso que retrató, donde todas las diferencias, la física obviamente
incluida, son sorteadas. Al final vemos al enano, derrotado, solo, mirando
hacia abajo, mientras la policía aleja a su prostituta amada, el amor
buñueliano más desgarrador. Otro de los guiños de Buñuel, los pies, se
manifiesta cuando la madre de una niña muere en uno de los precarios pueblos, y
la cámara muestra sus hinchadas extremidades. Un filme de los más referenciales
de Buñuel, porta su ADN artístico, sus obsesiones, sus dudas, sus
descubrimientos, y, en suma, continúa su evolución como artista; infaltable
obra para el seguidor de la obra buñueliana.
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