domingo, 4 de febrero de 2018

Nazarín (1959) - Luis Buñuel

Habiéndose acercado Buñuel tibiamente a su retorno a trabajar con productoras europeas primero con La muerte en este jardín (1956) y luego con Así es la aurora (1956), abordaría el español este trabajo en el que va esbozando una de las figuras que en sus próximos filmes se hará reincidente, el de un hombre religioso de singulares peripecias. El genio de Talanda en esta oportunidad adaptará una obra no muy conocida de uno de sus mayores influencias literarias, el gran coterráneo suyo Benito Pérez Galdós, que nos narra una historia que ciertamente no sorprende que haya seducido poderosamente al ibérico director, la historia de un sacerdote de muy firme fe, al parecer inquebrantables principios que serán puestos a gran prueba cuando el religioso aplique con la mayor disciplina esos principios, cuando los ponga en práctica solo para obtener rechazo, violencia incluso, en aquellos a quienes trata de profesar su fe. Naturalmente, la obra original sufre algunas modificaciones por parte del realizador, adaptando ciertos detalles a la realidad y contextos mexicanos. La cinta tuvo bifaces resultados, cierto repudio y acusaciones de anti religión, pero a su vez reconocimientos en el Festival de Cannes, en un trabajo plenamente identificable como obra de este gran gran cineasta, portador de muchos de sus más identificativos sellos, cada vez más desarrollados.

                 


La acción comienza en un humilde pueblo mexicano, una quinta en la que sus inquilinos, muchos de ellos prostitutas, viven entre austeridad. Viven ahí asimismo el padre Nazario (Francisco Rabal), quien sufre un robo, y que vive particularmente en miseria, además de Beatriz (Marga López), sufrida mujer que piensa en matarse, y sufre por su pasado con el Pinto (Noé Murayama); éste la abandona. Poco después, Andara (Rita Macedo), una de las prostitutas, tiene un lío con otra mujer de esa calaña, riñen, la policía la busca, y Nazario la esconde en su casa. Andara, buscada, tiene que huir, incendia pruebas de su presencia, demasiados problemas para el padre Nazario, que se ve casi expulsado de su orden, se marcha del pueblo, afirma vivirá de limosnas. Parte Nazario, llega a una construcción, donde desea trabajar a cambio solo de alimento, pero es ahuyentado por los otros trabajadores; luego se reencuentra con Beatriz, en otro pueblo, ayuda a la al parecer milagrosa recuperación de una niña grave. En otra locación, y ya otra vez con Andara, conoce ella a Ujo (Jesús Fernández), un enano que la corteja, mientras reaparece también el Pinto, desea llevarse a Beatriz. Pero finalmente no pueden escapar de la policía, que los sigue y encuentra, apresan a Andara, la separan de Ujo, Nazario también es apresado, y Beatriz termina yéndose con el Pinto.









En esta cinta el director, según sus propias palabras, en su libro Mi último suspiro, prefiriendo incluso lo trivial a lo estéticamente muy elaborado, quiso darnos un enfoque más verdadero, más próximo, algo denotado en ese curioso inicio del filme, con esa estampilla que literalmente casi “salta” a la vida, casi cobran vida sus protagonistas para darnos una idea de cercanía al folklore de la tierra que se va a retratar. Y esa fue ciertamente la idea del cineasta, de prescindir de excesivos ornamentos, la cámara con sutiles movimientos nos va mostrando el entorno donde todo sucederá en esa inicial secuencia, con mesurados paseos de la cámara, suaves travellings para esto. Así se nos aproxima al mundo del padre Nazario, “soy católico, apostólico y romano”, se define, como partiendo de la más interior fibra del cristianismo, en esos tres rangos, con Roma como gran referencia, viviendo en la austeridad, aguantando algunos escarnios, entre los que, inicialmente, se le dice que con su estilo de vida pierde la dignidad. Y en efecto, vive entre gente pobre, en sitios precarios, con seres marginales, prostitutas vulgares, ladronas, pleitos, gente de baja calaña, este sacerdote que viene a ser una continuación del padre Lizardi de La muerte en este jardín (1956), con el tan referencial tema de la religión, siempre presente en la obra del español, y siempre, por supuesto, bajo su mordaz y ácida mirada. Nazario es un sacerdote que profesa el catolicismo con una plenitud que lo hará inaceptable para los cánones humanos, para la existencia diaria y pragmática; su actitud es sumisa, de entrega, resignación a su destino como servidor del catolicismo, mientras la epifanía ocurre, mientras se divide su idea de catolicismo, de lo que es el cristianismo en la praxis de los hombres, en la diaria realidad. Es fascinante su dilema, expulsado por las circunstancias, rompe completamente con todo convencionalismo religioso conocido, incluso se despoja de su vestimenta, pues el mundo debe dejar de reconocerlo como hombre de Dios. Desde entonces, un verdadero cambio se gesta, él se encontrará ajeno en todo sitio al que va, será un outsider, sin lugar, ejemplificado perfectamente cuando llega a la construcción, busca trabajo, aún a cambio solo de alimento. Las consecuencias son nefastas, los trabajadores, amenazados, lo echan, él, que deseaba trabajar sin ánimos de lucro, solo por subsistir, sin generar daño, termina despertando envidia, codicia, violencia; elocuentes los disparos que se oyen mientras él se aleja.









Es como si su sola existencia acarreara cosas negativas, su voluntad de ayudar al prójimo, genuina, termina paradójicamente enfureciendo al prójimo, que pareciese no estar listo para esto, para un cristianismo tan puro; la paradoja, la ironía, están pues servidas. Nazario afirma que se encuentra en viaje de peregrinaje, un viaje que terminará por despedazar su fe, un quijotesco viaje que lo llevará a vivir de limosnas, a no dejar de practicar el evangelio, pero escindiéndose de la realidad, de un catolicismo que no corresponde a su concepción de fe, a su praxis. Naturalmente, su viaje tiene sus particulares diferencias, como al Quijote, su locura, su proceder, le acarrearán problemas, es su perdición, y no podrá zafarse de ella, pero a diferencia del clásico de Cervantes, mientras Nazario imparte su concepto de fe, el viaje suyo es distinto al del Quijote, pues no es un personaje que deambula entre la cordura y la demencia. Este es un hombre de fe, un religioso completamente cuerdo que realiza viaje de pasmoso descubrimiento, en el que sus valores y creencias serán rotos, él no fenece como el autoproclamado caballero, no físicamente, pero una parte de él parece haber muerto, una muerte espiritual que se va anunciando -“por primera vez en mi vida, me cuesta trabajo perdonar”, profiere, su fe se va rompiendo-. Al final, tras todo lo vivenciado, todo lo viajado, duda en recibir la limosna, lo que predicaba, finalmente llora, nos queda la incertidumbre, de qué hará desde ahora este resquebrajado sujeto, pues tras el inicial rechazo, luego acepta la piña, solloza, es la final ruptura de sus creencias, pregonando y viviendo de limosnas, la rechaza primero, duda, la recibe, es simbólico ese accionar final. Algo de bergmaniano hay en su dudar religioso, en ese escepticismo que acaba cerniéndose sobre él; si en Bergman los personajes hablan a Dios, y el silencio como respuesta es lo que los trastorna, en Buñuel la desesperación es más un amargo despertar, una burbuja de concepciones vitales, divinas, existenciales, que se revienta. Sí, la ruptura está consumada, camina sin rumbo definido, ni físico ni espiritual, mientras suena el redoble de tambores, único acompañamiento musical, que Buñuel debió añadir por compromiso con la productora. Se diagrama en él un paralelo cristiano, él es humillado, llevado casi al extremo de Cristo, pero él no es divino, no aguantará como Jesús, sino que cederá, se romperá, y quedará en la incertidumbre, y efectivamente es retratado en paralelo a Jesús, lo ven descalzo, con bastón, con mujeres que parecen hacer las veces de sus apóstoles, hasta se le pide que realice milagros. También lo creen un curandero, es una de las variopintas reacciones de los humanos al interactuar con el curita que practica catolicismo, a quien llaman hereje, predicador estrafalario, es en efecto un individuo que sufre quijotización, pero esta vez no son libros de caballería, ahora es el evangelio. Tenemos, finalizando el filme, al sacrílego de la cárcel, su final contacto con humanos antes de epifanía, afirmando éste, “buenos para allá, malos para acá”, es casi la final interacción con esa sociedad y convencionalismo de los que escapa.










Interesantes y significativos momentos hay, como cuando Andara comienza a hacerle cuestionamientos a Nazario, sencillas preguntas, simples cuestiones de aparentemente obvias respuestas, en esa simbólica simpleza, el sacerdote ya va enfrentando los primeros cuestionamientos, pero su fe está aún intacta, está apenas saliendo al entorno que lo desmoronará. Es un detalle del cineasta el hecho de que cuando Nazario se dispone a contestar a las preguntas de Andara, su voz gradualmente se desvanece. Pero hay más, los personajes de Nazarín son sórdidos, la conducta de Beatriz es ciertamente extraña, inquietante es su bipolar comportamiento, tras primero aparentemente sufrir por la partida del Pinto, se carcajea a mandíbula batiente, para luego tener bizarras fantasías con él, teniendo luego inquietantes torsiones. Se horroriza cuando se le hace ver que en el fondo, ella no desea alivio espiritual ni peregrinaje, ella solo desea amor carnal, y la revelación la hace estallar en vergüenza y algazara, y es que ambas mujeres buscan amor de hombre. Beatriz, al final, en su extraña naturaleza, posa su cabeza en el hombro de Pinto, bizarro masoquismo, no puede escapar de su infierno propio, y es que al final, ya no hay vuelta, tal como Nazario tuvo quijotesco viaje, todos los atormentados personajes terminan peor que como empezaron. Grandes momentos de surrealismo deja Buñuel fluir en su filme, siendo uno de ellos la “deformación” de los planos, de la imagen, para adentrarnos en la psiquis de Beatriz, que añora al Pìnto, que desea poseerlo, despojarlo de su voluntad, ella desea poseer a un hombre. Su deseo es intensamente carnal, lo que aparentemente es su perdición, el Pinto, es lo que ella más añora poseer, pero poseer de una manera absoluta, quitarle albedrío, ella se solaza de inquietante manera, su naturaleza es ciertamente ambivalente. Mucho surrealismo está plenamente presente y patente en la cinta, teniendo esto uno de sus momentos más agudos en la imagen del Cristo riente, se alcanzan tintes delirantes cuando Andara comienza su huida. Otra de las figuras, Andara, tras decidir huir, quema todas las pruebas de su presencia y rumbo, con un santo en frente de todo, encabezando la incineración. Los críticos han encontrado a lo largo de los años diversas e indescifrables figuras en el filme, de las que se encarga de divertirse y escindirse Buñuel, aseverando que él se encuentra tan intrigado como el público; un buen ejemplo de esto es la piña de la secuencia final. Técnicamente, interesantes recursos visuales emplea el realizador, usando imágenes como elementos de transición para pasar de una secuencia a otra, correcto recurso. Asimismo, observamos en la cinta una tonalidad oscura, cortesía de la depurada fotografía del maestro Gabriel Figueroa, con quien es sabido que Buñuel tuvo pequeña discrepancia al corregir algún encuadre excesivamente preciosista, pues Buñuel prefería cercanía y simpleza en vez de ornamento gratuito. Pese a ello, Figueroa consigue producir el oscuro entorno, los umbrosos encuadres en los que se desempeñan los confundidos y atormentados personajes. Ejemplar es la secuencia cuando ambas mujeres profesan su querer al sacerdote, y simbólicamente, él es incapaz de ofrecer verdadero abrigo y respuesta, juega con un minúsculo caracol. La composición de los encuadres, el comportamiento de la cámara y los planos empleados en esta agradable secuencia son ejemplares, estética y visualmente de lo más logrado en el filme por el director. De igual forma, es singular la figura amorosa plasmada por Buñuel, algo inédito en su filmografía, la breve pareja, el enano Ujo y una prostituta, el amor más marginal, y probablemente el amor más hermoso que retrató, donde todas las diferencias, la física obviamente incluida, son sorteadas. Al final vemos al enano, derrotado, solo, mirando hacia abajo, mientras la policía aleja a su prostituta amada, el amor buñueliano más desgarrador. Otro de los guiños de Buñuel, los pies, se manifiesta cuando la madre de una niña muere en uno de los precarios pueblos, y la cámara muestra sus hinchadas extremidades. Un filme de los más referenciales de Buñuel, porta su ADN artístico, sus obsesiones, sus dudas, sus descubrimientos, y, en suma, continúa su evolución como artista; infaltable obra para el seguidor de la obra buñueliana.















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