miércoles, 21 de febrero de 2018

Diario de una camarera / Le journal d'une femme de chambre (1964) - Luis Buñuel

Se produciría finalmente con este filme algo por Buñuel no poco deseado, regresaba el cineasta a trabajar en tierras europeas, el hijo pródigo español era repatriado, si bien no a España, sí a Europa, tras décadas de ausencia, tras años trabajando en México y adquiriendo pericia en el oficio de cineasta. Largo camino había sido recorrido, no poca evolución y madurez ha experimentado el ibérico en este punto de su vida, y de su carrera, su crecimiento y mayor definición en sus nortes eran ya innegables, al retornar al viejo continente, tendrá finalmente la oportunidad de contar con los recursos para llevar su obra a algunas de las mayores cúspides artísticas. Vuelve el director as adaptar una historia literaria, tras dejar esta costumbre durante algunos filmes, basándose ahora en una obra de Octave Mirbeau, retratando, con corrosiva mirada, las vivencias de una atractiva mujer, que trabaja como mucama, y que al llegar a una nueva casa, generará diversas reacciones masculinas, a su vez que buscará un emparejamiento ventajoso para su condición social, mientras se desarrolla en un ambiente dominado por aristócratas plagados de deleznables defectos. Es un filme en el que Buñuel aplica mucho de todo lo que ha aprendido, desde el aspecto técnico es uno de sus filmes más brillantes, si bien ha dejado sensiblemente de lado su surrealismo.

                


Se inician las acciones con una joven mujer, que llega en tren al campo, en Francia, ella es Céléstine (Jeanne Moreau), es recogida por Joseph (Georges Géret), llevada a una residencia donde será mucama. Conoce a los señores de casa, el Sr. Monteil (Michel Piccoli) y la Sra. Monteil (Françoise Lugagne); asimismo conoce a otra sirvienta, Marianne (Muni), y al Sr. Rabour (Jean Ozenne), padre del señor de la casa, que le obsequia unas botas. Pronto va llamando la atención, el Sr. Monteil le profesa admiración y deseo, conoce luego ella al ex militar Mauger (Daniel Ivernel); ella va inquietando a la Sra. Monteil por sus maneras y ciertos refinamientos que trae de París, mientras su esposo sigue intentando seducir a la criada. Reciben la visita del cura del pueblo (Jean-Claude Carrière), a quien la Sra. Monteil pide consejo marital, y poco después descubren muerto al Sr. Rabour. Joseph en un momento viola y mata a una niña lugareña, luego intenta seducir a Céléstine; el Sr. Monteil discute arduamente con Mauger, su molestoso vecino. Céléstine, pese a sospechar de Joseph y su crimen, cede a su cortejo, pero escucha la propuesta matrimonial de Mauger. La policía investiga, identifica al asesino, lo apresan; Céléstine se casa con Mauger, pero se entera que Joseph saldrá libre al no haber pruebas en su contra, mientras una marcha política ocurre.






En este trabajo del maestro ibérico, mucho no tarda el cineasta en demostrar su pericia, en mostrar su expertiz obtenida con la cámara, en su manejo, y de paso devolverle un pequeño homenaje a la entonces efervescente y de moda corriente cinematográfica; de este modo, la cámara en mano fluirá, santo y seña de la nueva ola francesa, dejando patente la solemnidad y gran tino de Buñuel al entrar en tierras francesas, donde rodó. La cámara se comporta con extraordinaria soltura, alcanza un nuevo nivel el desempeño de la herramienta en su libertad, con enorme sobriedad se desplaza por las estancias de la residencia, es ciertamente uno de los filmes formalmente más poderosos del director, como si al hallarse por fin de vuelta en Europa, se le insuflara renovada inspiración al cineasta. Se realizan alejamientos, acercamientos, planos detalle, pero lo que más llama la atención son los planos secuencias, reiterados ejercicios nunca antes desarrollados con tanta prolijidad y sobriedad por el ibérico, todo un homenaje ciertamente a la en boga nouvelle vague y el manejo de la cámara por esa corriente profesado; el genio estaba ya ducho, estaba ya en la plenitud de sus facultades, se delecta el realizador con su cámara, al regreso tan añorado a Europa, Buñuel se muestra aplicado, se esmera, es uno de sus filmes técnicamente mayores. El retorno a Europa, por cierto, no se dio de la forma que el cineasta pensaba, pero se dio; esta cinta inicialmente quiso rodarla en México, con Silvia Pinal como protagonista, pero debido a ciertos problemas -escándalos ocasionados por Viridiana (1961), y la consecuente negativa de rodar allí Tristana-, finalmente, y con intermediación del gran Fernando Rey, Buñuel hizo los contactos para volver triunfalmente a Europa. Así, el aragonés pudo finalmente forjar indelebles amistades en su retorno, valiosas e imperecederas amistades como el guionista Jean-Claude Carrière, en este filme a su vez actor, y el productor Serge Silberman; estas genuinas amistades, sobre todo con el guionista, fueron algunos de los pilares sobre los que se apoyaría la etapa final de la carrera del director. Tras una larga espera, y tras constatar que no había ya otro camino, al fin vuelve a rodar el Calandés en Europa, nacen nuevas amistades, nacen nuevos senderos, la etapa final de Buñuel, para muchos la más brillante, estaba ya a punto de eclosionar.






Como siempre en su economía narrativa, Buñuel nos va dibujando prontamente a su protagonista femenina, ella no repara en manifestar cierto desdén por el campo a donde está llegando, pronto Joseph le hace una observación sobre sus zapatos, respondiendo ella con intentos de mostrarse inocente; es cínica, e inequívocamente arribista. Su llegada, desde el primer instante, no deja indiferente a nadie, el Sr. Monteil se muestra inquieto en su primer contacto con ella, y ni hablar del patriarca Rabour y su singular fijación fetichista, que no es otra cosa que un reflejo del mundo interior del propio cineasta. La singular fémina trastorna todo, ella, viniendo de París, inquieta a los residentes del campo, y, pese a ser una mucama, deslumbra tanto a servidumbre como a burgueses, siendo ejemplar la escena de ella despertando celos y molestia en la señora de la casa por usar perfume, algo que ni ella, aristócrata, suele hacer. Volviendo a este tema, es unos de los filmes en que más nítidamente plasma algunos de sus eternos temas obsesión, sus fetiches, su incorregible debilidad, las piernas femeninas, de Jeanne Moreau esta vez, mientras el anciano patriarca manosea sus pantorrillas, y en su libro Mi último suspiro, dícenos el director: “Siempre he sido sensible al andar de las mujeres, así como a su mirada. En Memorias de una doncella, durante la escena de los botines, tuve un verdadero placer en hacerla caminar y en filmarla. Cuando anda, su pie tiembla ligeramente sobre el tacón del zapato. Inquietante inestabilidad. Actriz maravillosa, yo me limitaba a seguirla, corrigiéndola apenas. Ella me enseñó sobre el personaje cosas que yo no sospechaba”; no es difícil advertir que Rabour en este caso se inviste de alter ego de Buñuel, admirándola caminar en una estancia. Sí, se vierte, como de costumbre, el cineasta en su cinta, advertimos su personalidad, sus imágenes personales, y en ese sentido el fetichista cineasta está más libre que nunca en otra de sus figuras por excelencia, los pies, los pies de la Moreau, ahora llegando al detalle de los botines, el anciano coleccionista; se solaza como no se había visto antes en retratar su fetiche de los pies. Luego veremos al anciano Rabour, inerte en su cama, empero aferrado con fuerza a los botines, un delirio que se permite el cineasta; el fetiche de los zapatos incluso adquiere otro cariz al ser clave para descubrir el asesinato. Se asoma asimismo nuevamente la afición del entomólogo, afición que por cierto compartía con Carrière, en la forma de una mariposa que es liquidada a balazos, o unas hormigas que fluyen en un jardín; los guiños de Buñuel nunca faltan, y vuelven a su cine coherente y reconocible.







Nos traza el director un terrible retrato de los burgueses, racistas y fascistas, no en vano cambió el escenario del libro, para llevarlo a los años veinte del siglo XX, periodo entre guerra en que nacían los regímenes totalitaristas, ultraderechistas, antisemitismo imperaba, nos ofrece el director una mirada de unos temas que conocía de primera mano. Buñuel dirige su acidísima mirada hacia la moral burguesa, que para él siempre fue inmoral, y es que todos los retratados tienen defectos, algunos severamente despreciables, no deja títere con cabeza el director, corrosivo y amargo su retrato; es un desfile de miserias de los burgueses, es desesperanzadora su mirada, como en realidad muchas veces dejó patente en sus filmes. Lujuriosos, mentirosos, antisemitas, pederastas y asesinos, amarga visión de la humanidad, antes en El ángel exterminador (1962), fue en burgueses urbanos, ahora burgueses campestres. Se corona esto en el amor retorcido de la mucama y el criminal, él es un pederasta asesino, y ella, sabedora de eso, lo acepta no como amante, sino como compañero, y él, casi como replicando, también seduce a su forma a Marianne. Singular momento es cuando Céléstine y Joseph consuman su intención de matrimonio, entonces a oscuras, en la cama, ella le exhorta inquietantemente a admitir que violó y mató a la niña, hay ciertos detalles que la hacen perturbadora. Ella es arribista, es una veleta, maquiavélica, flirtea con todos y se casa con un hombre mayor sin dudar para mejorar su condición, finalmente tiene un desenlace incierto, como las negras nubes tormentosas al final van reforzando. Simbólicamente, Joseph, el más ruin de todos, se escuda en el ejército, en la religión, ley, orden, la patria, en algunos otros pilares de la sociedad, y ella, inverosímilmente, lo besa y acepta su carnal ofrecimiento. Los personajes son típicamente buñuelianos, si bien el maniqueísmo no asoma con todo el vigor de otras oportunidades, sí son personajes complejos, algunos no completamente malos o buenos, especialmente ella, y es algo que consideró el cineasta pudo perjudicar la aceptación del público, al no haber una figura con la que puedan identificarse plenamente. Así, tenemos significativamente al cura aconsejando abstención, no debe haber placer en las relaciones maritales, que lo evite, dícele a la Sra. Montel, la languidez y neutralidad sexual de ella choca con la expresa libídine de su esposo. Tenemos una notable secuencia, sin palabras, retrata la acción más deleznable, Joseph es ruin, abyecto, ultraja y mata a la niña, Buñuel es un maestro hablándonos, sugiriendo, narrando con imágenes, y será otra de esas imágenes memorables, las piernas sangrantes de la niña, con caracoles moviéndose a paquidérmico ritmo por ellas, sugiriendo la vileza que ha sucedido, y el tiempo que lleva el cadáver ahí. En menor medida está la escena de amor, otra vez sin palabras, el coito de Céléstine y Joseph es dado a entender en la oscuridad. Las hermanas de Buñuel aseveraban lo nítido que podían ellas apreciar la vida, la infancia del director plasmada en la cinta -algo ineluctable para el conocedor de la obra buñueliana-, entre otras cosas, por esos caracoles, imagen de la niñez del director, y asimismo en su bestiario ahora se agregan, además, un jabalí y un conejo. En la cinta no hay surrealismo, es convencional la cinta, retrato espinoso de burgueses campestres, en el que relegó la parte política del primigenio libro, no salvándose empero del final ese "¡Viva Chiappe!", reivindicando su particular venganza contra el ultraderechista que vetó a La Edad de oro. El regreso a Europa finalmente se produce, nuevos rumbos se abren al ya maduro director, su filme es formalmente una de sus mejores obras, sobresale como siempre dirigiendo a sus actores -hasta habla con cierta calidez de la actriz francesa Muni-, el director ibérico estaba ya listo para dar lo mejor de su arte.







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