miércoles, 28 de febrero de 2018

La Vía Láctea (1969) - Luis Buñuel


Buñuel había comenzado para la década de los sesenta lo que era su final estadío, la etapa final de su andadura cinematográfica, finalmente había podido conseguir la por tantos años ansiada repatriación a suelo europeo, volvía el cineasta ya a rodar en Europa de manera estable y sostenida, con todos los medios que ello le significaba, era hora de alcanzar sus mayores cumbres audiovisuales. Buñuel decidió hacer este filme durante una presentación de Bella de día (1967), y junto a su entonces habitual Jean-Claude Carrière, elabora un trabajo muy suyo, y con sumo rigor en su elaboración, usual en el español, generando un guión basado en muchos textos y enciclopedias ilustres del tema, teología, herejías diversas para completar este bizarro y surreal relato. Es la singular historia de dos individuos que se embarcan en el tradicional camino de Santiago de Compostela, España, el conocido viaje de peregrinación para buscar absolución y a liberar el alma de pecados, pero en ese camino, una muy variopinta colección de personajes y acontecimientos se sucederán, muchos incluso en otro espacio y tiempo. Una de las obras más personales del director, abordando uno de sus tópicos tradicionales, la religión, el cristianismo, por supuesto desde la singularísima lupa buñueliana, con los toques de un surrealismo que el director había ya cuajado y evolucionado.

                    


Vemos una rápida introducción a la historia de Santiago de Compostela, tradicional sitio de peregrinaciones en todo el mundo. Vemos a dos vagabundos, Pierre (Paul Frankeur) y Jean (Laurent Terzieff), caminan por una autopista, reciben limosna de un individuo, luego suben a un auto del que pronto son desalojados. Dos individuos luego tienen acalorada discusión religiosa sobre eucaristía y transubstanciación, los vagabundos asisten a Roma, ven cómo Prisciliano (Jean-Claude Carrière) era restituido en su poder, en gnóstica reunión. En un hotel, el camarero principal, Richard (Julien Bertheau), habla de sus creencias cristianas, mientras el marqués de Sade (Michel Piccoli) habla con una niña sobre su herejía. Luego vemos a Jesús (Bernard Verley), a su madre María (Edith Scob), es la multiplicación de panes y vino. Pierre y Jean siguen su camino, caminan por la autopista, asisten a impensados accidente, en cuyo auto ven a un Ángel de la muerte (Pierre Clémenti), vemos a una monja someterse a martirios, es crucificada como Cristo. Después, un jesuita (Georges Marchal) y un jansenista  (Jean Piat) se baten a duelo por conceptos de la libertad. Asisten a una prédica de una historia sobre la Virgen, hay otra historia sobre despreciar lujuria, encuentran a una prostituta en la vía, la siguen, y tiene lugar una última secuencia con Cristo, que cura a unos ciegos.





Es correcto el inicio de la cinta, donde se nos traza el paralelo y se nos explica lo que es Santiago de Compostela, Campo de Estrellas, se justifica el título de La Vía Láctea del filme, el camino para buscar absolución, peregrinaje; asimismo funde de gran manera, con una gran elipsis, la antigüedad, ese añejo mapa, con la contemporaneidad, sus autos y autopistas. Se notaba que estaba fresca la realización de Bella de día, esa secuencia inicial es buen compendio, adelanto de lo que será la cinta y sus saltos temporales, sin duda esa libertad narrativa, lo libre que era para encadenar y estructurar el relato prácticamente a placer es algo que agradó al realizador. Como en aquel filme, la severa libertad narrativa desemboca en esa arrebatada libertad para plasmar y fundir espacios y tiempos diferentes, esa libertad es ciertamente la que permite la infinidad, la infinita versatilidad de posibilidades en el filme, como se hiciese antaño, colección de diversos cuentos de espacio y tiempo distintos, solo por dar un ejemplo, y con las obvias distancias de un caso a otro, tenemos Páginas del libro de Satán (1921) de Dreyer. Así, tenemos a Prisciliano y sus fieles, en el siglo IV, o el duelo entre el jansenista y el jesuita, discusión que sucede en el siglo XVII, asimismo el obispo español con sus fieles nos lleva al siglo XVI. El núcleo del filme es el desfile sutil y sereno de herejías, viaje que transgrede las barreras espacio temporales, visto esto simbólicamente en el viaje de peregrinación emprendido por Santiago de Compostela, el Campo de Estrellas, La Vía Láctea, inmejorable escenario ciertamente para las intenciones del ibérico. Y retrata el cineasta figuras clave del cristianismo, la eucaristía, la transustanciación, son plasmadas en el filme a la manera de Buñuel por supuesto, y con una naturalidad que ayuda a que el surrealismo se desarrolle justamente con mayor fluidez, de manera natural, sencilla, con mundanidad. Así, la inicial discusión sobre transustanciación, que termina en el sacerdote siendo apresado, es pues una discusión que se desarrolla anodinamente, de manera mundana, acercando esto lo retratado a la vida diaria, común. Pero aparte de figuras, también plantea interrogantes, si es Dios una sola entidad, o está fragmentada en la Santa Trinidad, por citar un ejemplo.





De ese modo, vigorosamente se funden el Siglo VI, el gnosticismo de Prisciliano, es sin duda el estilo buñueliano, un cuestionamiento tan férvido como ninguno, a la religión, fluirán copiosos esos cuestionamientos, y también naturalmente, de manera muy afín al estilo del español, simples pero ásperos cuestionamientos, casi como el padre Lizardi en La muerte en este jardín (1956), Nazarín (1959) o, desde luego, en Simón del desierto (1965). Los cuestionamientos, las preguntas inquisitivas a las que se enfrentaban sus personajes, era algo infaltable en casi todos los filmes del cineasta, pero en esta oportunidad, la naturaleza, el origen de esos cuestionamientos, es enteramente religioso, un tema ineludible para el cineasta, de rigurosa formación cristiana en su infancia; es su guión, su historia, sus obsesiones religiosas, un trabajo pues muy suyo. Nuevamente el personaje protagonista de Buñuel emprende viaje que significará descubrimiento, pero en este caso, distinto a Viridiana (1961) y a Nazario, no hay una caída, ahora son diversas peripecias, de distintos tiempos y personajes, lejos cronológicamente, pero cerca y unidos en otro aspecto: el tema de la herejía y los cuestionamientos cristianos. Ahora bien, Buñuel no se caracterizó por darnos certezas en sus filmes, por el contrario, muchos de sus más célebres finales, como el de Bella de Día, respondían, según sus propias palabras, a su propia incertidumbre, a la propia falta de certeza del cineasta respecto al desenlace para sus personajes en lo que plantea, pero también respecto a los cuestionamientos que erige; comparte el realizador, hácenos partícipes de su incertidumbre, de su ácida falta de certeza. En esta oportunidad, como el joven sacerdote que le pregunta a otro más experimentado, hay inquisitivas preguntas, que el propio cineasta se hace a sí mismo, pero nuevamente, no habrá respuestas, se plasman los debates, no las soluciones; eso sí, debates bastante bien documentados, pues el maestro hurgó en textos reconocidos, como Historia de los Heterodoxos españoles de Menéndez y Pelayo y Manuscrito hallado en Zaragoza, entre otros; el director se documentó mucho sobre el tema, en ocasiones se dice incluso que transcribió literalmente muchos de los diálogos y parlamentos de los personajes en los que se basó. Se da en el filme una constante alusión a la idea que en la tierra es mejor que en el cielo, se postula pues un pensamiento gnóstico, se prefigura asimismo un concepto muy buñueliano, el hecho de un humano meditando no ser dueño real de sus acciones, que la libertad no existe, que la libertad es un fantasma. Por odiar ciencia y tecnología, terminará por acercarse a Dios, dice un personaje, la característica ironía del español sigue reforzando la idea de gnosticismo.






Es interesante que, acorde a la temática retratada, se muestra a Cristo terrenalmente, sin su aura divina, mascando, riéndose, haciendo tonterías, caminando torpemente, en efecto, es un relato gnóstico, banalizado y mundanizado, se marca de una manera el camino de la cinta. Milagro final realiza Jesús, devuelve la vista a unos ciegos, pero dice, inquietantemente, que no trae paz, que enemistará padres e hijos, hijas y madres, lo dice a quienes lo siguen, como ciegos. Buñuel finalmente puede retratar con su corrosivo estilo la religión, el cristianismo, y no se recata, está la poderosa figura del fusilamiento al Papa, el cuestionamiento a la iglesia, algo nada extraño en Buñuel, adquiere muy fuertes carices aquí, tenemos también el disparo al rosario de la Virgen, el desparpajo usual del realizador para encarar símbolos y figuras cristianas. Algunos personajes están tibiamente esbozados, insinuados, como el joven mudo en la carretera, con cicatrices a modo de estigmas, rememorando a Cristo; otros ven en el anciano que los lleva a la antigua Roma a Satanás, y tenemos la irrupción de otro personaje histórico muy relevante en la obra buñueliana, Sade, a quien será posible ver fundido con los demás relatos gracias a otro escape de espacio y tiempo. Sus guiños nunca desaparecerán, Jesucristo, en la escena de la virgen diciéndole que no se afeite, ajusta la hojilla, a modo de Un Perro Andaluz (1929), los sacerdotes hechos esqueletos, de la Edad de oro (1930). Si bien las eternas figuras por un instante se ausentan (increíble pero cierto, en el filme no encontramos una fémina con desparpajo luciendo sus ominosos muslos y pantorrillas), tenemos claro el guiño de los pies en determinado momento. Veremos por cierto más de una vez la imagen de individuos caminando en una autopista, un camino con un azul y despejado cielo de fondo, una imagen que se haría repitente en sus ejercicios posteriores, el director había alcanzado finalmente su estética definitiva. Técnicamente no alcanza la maestría de filmes recientes, como Diario de una camarera (1964), pues el fondo, más que la forma, es todo en esta ocasión. Pero no por eso se ausenta la genialidad en el estilo del ibérico, tenemos la secuencia del sacerdote hablando a una pequeña congregación, entre ellos los vagabundos, habla a la cámara con travelling incluido, el personaje nos mira a nosotros, en un agradable recurso técnico pocas veces visto en el español. Otro recurso, otra vez el sacerdote hablando a una pareja sobre cómo contentar a la virgen repudiando la lujuria, el sacerdote está afuera pero a la vez adentro de su recámara, a los pies de sus camas. Buñuel, ya en el estadío final de su carrera, tiene un grupo consolidado de actores, que lo acompañarán hasta el final de su filmografías, tenemos a  Michel Piccoli, Georges Marchal, Delphine Seyrig, Julien Bertheau, todos siempre bien dirigidos por el maestro, y Jean-Claude Carrière, el coguionista, repite como actor en breve incursión. El final estuvo perfecto a la estructuración del trabajo, finalmente han llegado a su destino, a Santiago de Compostela, nuevamente tomamos como referencia a Bella de día, ese final que conecta perfectamente con el comienzo, convierte al largometraje en un filme capicúa, todo acaba articulado, como un ciclo que se repite, luego de todo lo presenciado, volvemos al inicio, el sujeto que dijo que hallen a una prostituta, la prostituta al final es hallada, y repite lo que dijo el sujeto inicial, quiere engendrar hijos, y llamarlos “tú no eres mi pueblo” y “no más misericordia”, frases que continúan con lo plasmado en el filme. Buñuel ya estaba en la fase final de su andadura cinematográfica, su estilo se encuentra ya casi terminado de definirse, su arte es potente, algunos de sus ejercicios mayores estaban próximos ya a realizarse, y es este un filme ejemplar de la madurez alcanzada por el maestro de Calanda.







martes, 27 de febrero de 2018

Bella de día (1967) - Luis Buñuel

Para la década de los sesenta, Buñuel había iniciado su último estadío como cineasta, y puede esto ser aseverado desde distintos enfoques. Pero vayamos por partes. Tras finalmente, luego de décadas de exilio, haber retornado el director a Europa con Diario de una camarera (1964), tener que forzosamente haber vuelto a su vez a México a rodar Simón del desierto (1965), finalmente Buñuel da un gigantesco paso hacia lo que se puede llamar su forma cinematográfica definitiva, estéticamente, narrativamente, simbólicamente, entre otras maneras de aseverar esto. El español, en uno de sus mejores filmes, y que mayor acogida comercial tuvo, adapta una novela de Joseph Kessel, donde se narra la singular historia de una mujer, mujer aristócrata, casada con un prominente individuo, parece tener una vida perfecta, rodeada de lujos y comodidades; pero ella, debido a una serie de traumas y obsesiones, no puede acercarse sexualmente a su esposo. A cambio, libera su sexualidad asistiendo clandestinamente, por las tardes, a un burdel, ejerciendo la prostitución. Iniciará así una doble vida, que la hará libre, pero a un alto precio. En un filme en el que empezaba a asomar el severo surrealismo que jamás desapareció en el español, pero alcanzando la final y sofisticada forma del cine buñueliano, como siempre hizo, coherentemente emplea sus habituales recursos audiovisuales, rozando ya su momento de mayor brillantez.

                


En un camino, una pareja de aristócratas viaja en tílburi, y luego tras ella mostrarle desdén, él hace que sus dos sirvientes en el carro la flagelen en el medio del bosque; pero todo es una fantasía, ella es Séverine Serizy (Catherine Deneuve), vive con su esposo Pierre (Jean Sorel); un día conoce ella a un singular amigo de Pierre, Henri Husson (Michel Piccoli). Una mujer le comenta a Séverine cómo una amiga en común se dedica a la prostitución, dejándola muy inquieta; ella vuelve a encontrar luego a Husson, éste le da la dirección de un burdel de la localidad, y ella va, conoce a Madame Anais (Geneviève Page), quien administra el lugar. Duda al comienzo, pero comienza a trabajar como prostituta, trabaja por las tardes, mientras su esposo trabaja, es por eso bautizada como Bella de día, atiende a un empresario, a un prominente ginecólogo, a un rudo hombre asiático que la violenta, y ella lo disfruta. Conoce luego a un extraño duque (Georges Marchal), que la hace partícipe de una compleja representación necrófila; sigue manteniendo su doble vida, y mejora sus relaciones con Pierre. Conoce en otra ocasión a otro cliente, Marcel (Pierre Clémenti), ambos se atraen, pero el viaje de aniversario de bodas de ella despierta en él muchos celos. Un buen día, al prostíbulo va Husson, se reconocen, mientras un celoso Marcel llega a casa de Séverine, y deja a balazos a Pierre en coma. Pero al parecer todo fue otra fantasía.












La cinta es, desde su enfoque exquisitamente surrealista, el viaje de liberación, de exploración, de sus impulsos más íntimos, de Séverine, y la primera imagen que veremos será de un gran simbolismo, árboles naranjas, árboles otoñales con sus oscuras hojas naranjas aperturan el filme. Bien encuadrada es esa primera imagen, y asimismo esa secuencia, simétrica, mientras sonido cinegético fluye. Lo único que escuchamos, como en una ensoñación, son los cascabeles, el sonido y los personajes van entrando lentamente a escena, crecen lentamente en tamaño e intensidad, una pequeña introducción a lo que veremos. Es una de las mejores secuencia apertura de la filmografía de Buñuel, no con demasiado margen de error podría aseverarse que es el mejor de todos incluso, en el sentido que es un extraordinario exordio, un ejemplar proemio de lo que veremos, una muestra de esa irrealidad fantasiosa -o tal vez no tan irreal-, de lo que sucede, de la incógnita que flotará sobre si es todo realidad o fantasía, y donde ya se nos diagrama nítidamente el interior de su cabeza, las palpìtantes obsesiones sexuales suyas que son el corazón del filme, fantasía tras la cual ella yace, exánime. Genial comienzo, que conecta perfectamente con el final, unión sin costuras, inédita la contundencia del filme en ese sentido. Ella primero tiene una intensa fantasía sexual, y luego evita el sexo con su esposo, ya se nos dibuja al complejo personaje femenino de turno, la contradicción está servida ya; luego fantaseará a niveles más sádicos, más humillantes, pero para ella satisfactorios, conforme evoluciona su faceta de prostituta. Su doble vida es una severa contradicción, evitando el sexo con el esposo, satisfaciéndose en la prostitución masoquista, contradicción que se suma a la de la realidad contrapuesta a la irrealidad, disímiles binomios que son una de las recurrentes directrices del manifiesto surreal. Mientras más sumergida está en su mundo de prostitución, mientras más lejos de su esposo, se siente paradójicamente más cerca de él, medita ella; los carruajes, las cenas elegantes, los juegos de tenis, toda esa comodidad es lo opuesto a lo que ella desea. Hay una renovada variedad en los recursos de la narración del director, en las vías que emplea Buñuel para salir de la linealidad en su narración, la manera hasta cierto punto brusca y violenta con que se producen esas rupturas o cambios, el paso, de lo que con muy tenue certeza se puede llamar realidad, a la fantasía, al recuerdo, o al trauma. Vuelven estas características a su vez al filme de cierto modo indescifrable, imposible discernir con plena seguridad -como si esto con Buñuel fuese algo novedoso…-, si algo es real o irreal, siendo ejemplar de esta violencia transitiva de un mundo a otro la secuencia de la niña, la sospechosa violación infantil que ha convertido a Séverine en lo que es, compleja mujer que no puede manifestar su placer y disfrute carnal de manera normal, esto es, hacia el hombre que ama, sus dos mundos, el amor y la carne, esposo y su oficio, son incompatibles.














Y esas violentas irrupciones, aparte de repentinas, separan ambos mundos sin ser indicadas convencionalmente, como un clásico flashback, en ese violento transcurso, el límite de lo real a lo onírico se desvanece, del presente a un probable pasado, al recuerdo, se diluye. Sin caer en el delirio de sus inicios de crudo y puro surrealismo, ahora el director es un artista que muestra su particular madurez, y para no perder la costumbre, entre esas muchas irrupciones, la religión asoma, e incluso Séverine mira a la cámara, a nosotros a través de sus lentes de sol, en la secuencia respectiva. Es esta una nueva forma de estructurar su relato cinematográfico, el director pule su surrealismo, puesto que esto, la disolución de límites entre onirismo y realidad, entre un tiempo y otro, es característico del surrealismo, y se sumarán elementos como tic tac de relojes, cascabeles, campanas, esos sonidos ajenos a la diegética son los hilos conductores, los vehículos a través de los cuales se articulan los acontecimientos. Así, los recursos oníricos están a completa disposición del cineasta, es la libertad plena que alcanza al no haber lineamiento divisor tangible entre realidad y sueños; por ejemplo, el singular duelo entre el esposo y amigo se produce cuando su mundo de doble vida finalmente se resquebraja, duelo del que simbólicamente -o tal vez no-, sale victorioso Pierre, mientras se sirve la ironía del amigo del esposo, con él se inicia el viaje demencial, y con él se termina la odisea de Séverine. Otros elementos propios del ensueño fluyen, la constante insinuación a los gatos, en su primera fantasía y luego con el duque necrofílico; después Pierre mira una silla de ruedas abandonada en una calle, cruda premonición. Como se dijo al inicio del párrafo anterior, ella en el filme descubre su sexualidad, madura, hasta con su esposo parece finalmente encontrar equilibrio y bienestar en su relación, si bien, obviamente, jamás copula con él; ella es un singular personaje que encuentra virtud en el vicio y exceso, lo moralmente aceptable desaparece, clásico estudio de Buñuel, el humano de extremas características, o sometido a extremas circunstancias. Luego, cuando ella va madurando, vemos a los árboles de nuevo, verdes ahora, han reverdecido, como ella, ella ha pasado del otoño que representaba vivir con su esposo a la primavera floreciente de su vida clandestina como prostituta, donde todos sus demonios y obsesiones sexuales tienen rienda suelta, simbólico éxtasis cromático. A la fuerza de esas secuencias, de esos encuadres, colaboran, y mucho, estéticamente, las vigorosamente limpias imágenes de Sacha Vierny, maestro que trabajara con Resnais, Greenaway, entre otros, quien dijo el director fue responsable de su reconciliación con el color; a nivel visual, tras decir Husson toda la verdad a Pierre, vemos imágenes de árboles y edificios superpuestas, son lo más delirante, él ha sido lisiado, licencia expresiva en preciso y significativo momento. Se advierte que el director ha alcanzado su plena madurez, y cómo no, lo realiza mientras nos desliza un nuevo estudio, una nueva aproximación al mundo burgués, nunca tan violentamente desnudados y violentados sus principios, sus convenciones constrictoras, limitantes, que generan ese viaje liberador en Séverine. Un viaje necesario para ella, descubre que ese, el mundo del burdel, es su verdadero mundo, es su verdadera naturaleza, y su maldición, “pagaré por lo que hago, pero no puedo vivir sin esto”, afirma ella, una masoquista, sádica, que encuentra satisfacción y placer en ser ordenada, en ser dominada, primero esboza sonrisa cuando Anais le ordena entrar con su primer cliente, y su respuesta a la violencia del hombre asiático confirman lo que le sucede, su metamorfosis liberada.














Como en tantos otros personajes buñuelianos, no hay maniqueísmo expreso, ella no es moralmente condenable, alcanza su liberación de las ataduras de la convencional sociedad, de la realidad, es como liberarse de los jumentos que jalan al personaje de Un Perro Andaluz (1929), jugando siempre con la religión. ¿Cómo se puede caer tan bajo?, pregunta tras ver la aberración del ginecólogo, sin darse cuenta que se encuentra rodeada ahora de ellas, sórdidas prostitutas, ella misma es una más de ellas ahora, de ese sitio y su humana fauna, inclusive, la elegante aristócrata tiene mucho más éxito que cualquier otra prostituta, las relega. Algo fascinante ocurre en el filme, uno de los tópicos, uno de sus temas de siempre en sus personajes, es el tema del deseo no cumplido en ellos, el deseo siempre frustrado -como el amor fou, el amor loco de La Edad de Oro (1930), y de tantos otros-, se rompe, finalmente es con ella el deseo consumado, y de manera brutalmente violenta, sexualmente desafiante, personaje buñueliano por demás singular, no sorprende que sea una mujer. Por supuesto, su sempiterno fetiche de los pies no se ausentará, veremos los pies de su femenina protagonista Deneuve, mientras sube con sus zapatos distinguidos el lupanar, luego una curiosa variedad con los pies de ella, y el píe de Marcel encima, con calcetín agujereado. Otro elemento fluye, y al fluir, como en otro artículo he mencionado, es como hablar con un buen camarada, conversación en la que reconoces los guiños, tics y características de tu contertulio, ahora le vemos con el palo que mueve petróleo, brea, como La Edad de Oro, y la sempiterna cajita, de Un Perro Andaluz, Ensayo de un crimen (1955), entre otros, y que las féminas especialmente le preguntaban qué había en ella, no sabiendo él mismo qué era. Técnicamente, su cámara se comporta con la acostumbrada sobriedad de esa etapa del cineasta, se desenvuelve con tranquilidad, algo más pausada que en otras ocasiones, pero recorre nuevamente con elegancia las situaciones, construye planos secuencia, breves, pero lo hace, seguimientos de los personajes, el maestro está ya ducho en ese aspecto, incluso está un plano cenital, su versatilidad con la cámara se manifiesta. Pareciese tan inspirado el cineasta que hasta se anima a realizar algo que casi nunca sucedió en su filmografía, se anima a figurar como actor, aunque muy sucintamente, en algún segmento del filme, como un comensal al conocer ella un cliente, y luego como viandante, interesante que el director emplee un recurso muy impropio en él. Añade un nuevo elemento a su repertorio de reincidentes figuras, los personajes que se ocultan bajo la mesa como veríamos en El fantasma de la libertad (1974), y trabaja con los actores europeos cuya elegancia extrañó y deseó en El Ángel Exterminador (1962), Muni ya empieza a ser su habitual, actriz que según el director se convirtió en algo así como su mascota; en el apartado actoral también había llegado al crepúsculo el director. El final es perfecto para el filme, Buñuel y Jean-Claude Carrière, que colaborara en el guión, trabajaron no poco en este final, sin palabras, casi nunca fue así, nunca sus imágenes tanto expresaron sin un solo monosílabo, frustración, rabia, humillación, la lágrima comienza a rodar al saber él la verdad, ella trata de actuar normal, imposible, y cuando alcanzamos el clímax, todo puede que haya sido una fantasía, todo puede jamás haber ocurrido, final tan prodigioso como el comienzo, quedando el largometraje como un número capicúa, ahora no hay hojas en los árboles, ahora ha llegado el invierno. Es su mayor éxito comercial, atribuyólo el cineasta más a las putas que a su buen hacer como realizador, muy típica aseveración y consideración del genio, con el tema de amor, una prostituta con un hampón, amor bizarro, amor con una prostituta, tema de efectivo impacto, situación que no pocos cineastas retrataron. Las referencias religiosas no faltan, un personaje asevera que un bar nunca es aburrido, al contrario de una iglesia “donde estás solo con tu alma”, y la escena del duque necrófilo, que fue lamentablemente mutilada por la censura, diciendo Buñuel que dicha secuencia perdió mucha de su fuerza. Es esta sin duda una de las obras mayores de Luis Buñuel, era innegable, el momento de madurez comenzaba, la etapa mexicana quedaba completamente atrás, y las más altas cimas del arte cinematográfico buñueliano finalmente verían la luz.