jueves, 30 de junio de 2016

La cruz de la humanidad (1915) - Thomas H. Ince, Raymond B. West, Reginald Barker

En la primera y segunda décadas del siglo pasado, el cine silente era amo y señor de las artes audiovisuales a nivel mundial, y era Hollywood el principal e indiscutible foco de producción y  creación cinematográficas. Eran los años de David Wark Griffith, de Chaplin, entre otros gigantes; el norteamericano Thomas H. Ince es uno de los cineastas que tuvieron el privilegio de trabajar con los mayores genios del cine de su país, que nunca alcanzaron su nivel de fama o renombre, pero que tiene su sitio ganado para los que conocen la historia del cine más allá de sus más altos e ineludibles exponentes. El cineasta Ince en esta oportunidad rueda el que sería uno de sus ejercicios más celebrados y recordados, un filme en el que plasma con apasionada fuerza su sentir hacia el contexto que le tocó vivir, el efervescente escenario bélico, años previos a la Primera Guerra Mundial. Nos narra el director la historia de un conde, distinguido individuo que participa en una guerra, al mando de un submarino, desobedece órdenes del propio rey a quien sirve, desacata la orden de bombardear un indefenso barco con civiles, muere en combate, pero Jesucristo lo resucitará, y volverá en él a la tierra para enmendar la situación. Sin utilizar rutilantes estrellas, pero sí con un elevado presupuesto, configura Ince uno de sus trabajos más respetables, pero a la vez menos conocidos, pese a que no pocos aciertos y virtudes tiene su cinta.

                       


Tras observarse unos textos hablando sobre la civilización y algunas de sus contradicciones, se nos sitúa en la ciudad de Nurma, donde sus habitantes realizan sus actividades sin mayor preocupación. Aparece asimismo el rey de la nación (Herschel Mayall), en negociaciones con mandos militares, el país se debate intensamente entre entrar directamente a una inminente guerra, o seguir iniciativas pacifistas, como aconseja el abogado Luther Rolf (J. Frank Burke). Al inventor al servicio del rey, el conde Ferdinand (Howard C. Hickman), el monarca mismo le encomienda que ponga sus inventos al servicio de la corte, prometiéndole grandes beneficios. Finalmente el rey se deja llevar por algunos de sus consejeros, aprueba el combate, el estado entra en la guerra, debiendo partir muchos jóvenes a pelear por el país, dejando esposas, madres y padres destrozados. El conde Ferdinand parte también, dejando a Katheryn Haldemann (Enid Markey), apesadumbrada, ambos se aman, pero el deber es primero para él. Ferdinand, ya en combate, dirige un submarino, y cuando recibe órdenes de destrozar sin piedad un pequeño bote que transporta civiles, desobedece ese mandato, muere en la batalla. Pero el mismísimo Jesucristo le revive, toma posesión de su cuerpo, y predica el bien en la Tierra nuevamente, teniendo interacción incluso en el propio Rey, que tomará una nueva actitud luego de una revelación.






El comienzo de la película ya nos va diagramando en gran medida la naturaleza de la cinta que estamos a punto de presenciar, cuando reiterados cuadros de texto vayan deslizándonos figuras y creencias religiosas que no se ponen en práctica; referencias a Cristo, amar a los semejantes, amar al vecino como a uno mismo, pensamientos que muchos andan pregonando, pero que no llevan a la práctica. La cinta inclusive se afirma dedicada a aquellos seres que no solo hablan de la boca para afuera, sino que lo aplican en la vida diaria; de esta forma las dos principales vertientes por donde discurrirá la cinta ya nos han sido presentadas, la corriente pacifista por un lado, y por el otro la profunda religiosidad que impregna el filme por completo. Es de las primeras cintas en presentar a Jesucristo como un personaje más de la película, en retratar al hijo de Dios como un elemento más de la historia, casi como un humano más, y como era de esperar en una representación así, obtuvo dispares resultados este recurso, alguno tildando de banal dicha representación, otros ensalzando tal positivo atrevimiento. Y es que, si se recurrió antes a ciertas alegorías (la civilización y su falta de piedad contra los débiles e indefensos de que se hablará líneas más adelante), para el tema de Cristo no hay trucos o analogías simbólicas, acá se nos presenta frontalmente, directamente lo que se desea; es Jesucristo que ha vuelto a la Tierra, ha vuelto al mundo de los hombres, ha vuelto y pregona nuevamente su mensaje, un tema ya ambicioso, y un modo de presentarlo aún más ambicioso. Por si fuera poco, de paso refuerza el sentimiento general del filme, el pacifismo, la oposición de la violencia y de la guerra, en la forma del mismísimo Redentor que habla directo al rey. El filme de Ince se distingue también por presentarnos prontamente la dualidad que desea exponer, no tomando partido irrevocablemente por un sentimiento, sin prestar atención al otro extremo, sino lo contrario. Contrapone el director ambas perspectivas, ambos enfoques, enfrenta ambas maneras de ver las cosas, primero con un rey que recibe constantes exhortaciones a iniciar la guerra, pero después lo contrapone con el pesar de las familias que ven a sus jóvenes partir. La dualidad, la bifacia del drama se presenta rápidamente, drama reforzado por imágenes fuertes, expresivas, patéticas, como la madre inválida, tirada en el suelo sobre su silla de ruedas, llorando impotente al mandar a su hijo, a todo lo que tiene en el mundo, a la guerra, a una muy probable muerte.





Vemos planos generales de la ciudad, de su muchedumbre, y a propósito de esto, planos con muchedumbres, conocida era su afición por controlar tanto escenas de ese tipo, que en ciertas cintas Ince hubo incluso de contratar extras adicionales, aparte de los numerosos con los que ya contaba su producción. Apreciaremos pues grandes planos que lo abarcan todo, pero también otros encuadres donde se retratan imágenes céntricamente concebidas, donde el centro de esas imágenes son punto de fuga, como por ejemplo el rey en los minutos iniciales, conversando y dirimiendo con las autoridades militares en la mesa. En algunos de los planos de los primeros minutos del filme ya se va apreciando esa rigurosidad y planificación en la dirección que tanto han caracterizado los filmes de Ince, en la concepción y composición de sus imágenes, y en el modo en que nos los presenta. El lenguaje narrativo y expresivo del director es más bien sobrio, como se mencionó, buena composición, buen encuadre, pero es una cámara estática, carente aún de movimientos o travellings, algo no poco coherente al año de la cinta, 1915; el riguroso cineasta brilló en otros campos de su expresión audiovisual, pues en la dinámica, la soltura y movimientos de la cámara, se mostró más bien poco dado a experimentos. Así, sin ser la estética, la belleza visual, una de las principales características de la filmografía del director norteamericano, observaremos algún bonito claroscuro, bonito y potente contraste cromático en algunas secuencias al aire libre, con el cielo y las nubes como contrapunto de la oscuridad del suelo. O también cuando Ferdinand, muerto, inicia su metafísico viaje para conocer a Jesús, otra vez veremos ese contraste; ahí apreciamos un buen trabajo en el campo de la fotografía. Para remarcar, eso sí, los recursos utilizados para secuencias oníricas o surreales, para generar desdoblamientos, con superposiciones de imágenes para lograr esos efectos, efectos de desvanecimiento asimismo de algunas imágenes. Todo configura un correcto resultado final de esas secuencias, donde también se plasma la epifánica interacción divina con el rey, tibiamente un doble plano, de interacción onírico-realista, algo apreciable para el cine de entonces. Viajamos incluso a la conciencia del personaje, del rey, con la disyuntiva moral que tiene luego de la epifanía con Jesucristo, el viaje al interior de la psiquis del personaje, un recurso apreciable y, para la época, relativamente novedoso.






En ese sentido, también notable es el hecho de que la cinta retrata un ambiente metafísico, un entorno extrahumano, una suerte de viaje dantesco, cuando el alma del conde viaje al otro mundo, viaje -luego de ese gran claroscuro citado antes- a un mundo entre almas atormentadas. Oscuro espacio donde encontrará a Cristo, umbrosa y densa representación que es su versión de esos temas metafísicos, interesante que en líneas generales la cinta sea una versión personal de Ince, tanto de ese surreal entorno, como del calvario de Cristo, visto contemporáneamente. La secuencia bélica es asimismo bien lograda, frenética y literalmente explosiva secuencia que retrata correcta y vívidamente, para entonces, el infierno bélico, la pesadilla de la guerra, el fuego de las armas, explosiones por todos lados, cuerpos volando por los aires. El filme es, como solía pasar con Ince, un filme de perfil alto, un trabajo de alto presupuesto, que aparentemente tiene en esas elaboradas y frenéticas imágenes de guerra la mayor justificación a ese presupuesto, pues fuera de ese para la época vistoso despliegue visual, no hay mayores hazañas. Entre las figuras que desarrolla la cinta tenemos la mayor paradoja de todas, con la guerra, el más patético y cruel de los logros de la civilización, cobrando vidas por doquier, tenemos a la así llamada civilización, que no tiene piedad de acabar y destrozar a los débiles e indefensos. Clara alegoría tenemos de esto en el buen conde Ferdinand desacatando órdenes, él desacata a su rey, desacata a la civilización, rechaza abusar del débil e indefenso barco que transporta civiles, figura donde vemos simbolizado el sinsentido, lo paradójico de la civilización, una manera de organizarse que procura finalmente la destrucción, la extinción de la vida. Como personaje central, el conflicto en la mente del protagonista, Ferdinand, es vital, es ejemplar vasallo del rey, pero por encima de todo es un siervo del Señor, se debate entre Dios y la inagotable sed de sangre de los hombres. Con todo, y acorde a la tónica de la cinta, hay espacio para la redención, para recapacitar, como hace el rey, moralizadora y religiosamente cristiana es por encima de todo la cinta. Es un fogoso y atrevido manifiesto, en los días en que los titanes cinematográficos como Griffith, como Chaplin -sólo por mencionar a los que brillaban en Norteamérica- eclipsaban a los colegas, el prolífico Ince resiste, no acaparará los mayores focos o elogios, pero es parte importante de la historia del cine norteamericano (se dice que el filme ayudó a Woodrow Wilson a reelegirse como presidente yanqui), en su contenido propagandístico, inclusive se retrata con frecuencia al cuerpo de paz, un equipo formado por valerosas enfermeras que ponen su grano de arena en el objetivo nacional. Algunos la catalogan de obra maestra, otros de solo una buena película; lo cierto es que es parte fundamental de la etapa del cine mudo norteamericano, una extraordinaria cinta.





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