lunes, 6 de junio de 2016

El hombre que ríe (1928) - Paul Leni

Unas de las últimas películas del periodo mudo, y una de las consideradas últimas grandes películas, uno de los grandes clásicos de aquel glorioso momento de la historia del arte cinematográfico. Todo en un año muy significativo, 1928, justo el año en que saldría a la luz la oficialmente reconocida primera película sonora, poniendo fin a la era silente, y trayendo una de las mayores revoluciones que tuvo lugar en el cine. El gran Paul Leni adapta para esta ocasión una novela del gigante literario Víctor Hugo, y ciertamente una de sus novelas más queridas para el autor francés, en la que nos retrata la historia de un individuo en la Inglaterra del Siglo XVII, hijo de un noble exiliado, y victima de lo que se llamaba “comprachico”, individuos que compraban niños, y les realizaban prácticas quirúrgicas para deformarles el rostro, dejándoles una sonrisa eterna y bizarra. La cinta narra la historia de ese desgraciado, mientras va naciendo un idilio con una chica ciega con la que se han criado juntos. Notable filme, de un cineasta que produjo no pocos ejercicios imperecederos, y que trabajó mano a mano con los grandes maestros del cine mudo, y además una adaptación que era ciertamente un desafío, con un tema tan polémico y a la vez complejo, representar la sordidez de una sonrisa tétrica, casi espeluznante. Conrad Veidt es el encargado de la complicada labor, y lo cierto es que el trabajo es extraordinario, la seriedad y expertiz del cineasta se reflejan y la interpretación del actor está a la altura, en uno de los trabajos fínales del gran Paul Leni.

               


En el año 1690, en Inglaterra, vemos al monarca, James II (Sam DeGrasse), descansando, atendido por su sirviente Barkilphedro (Brandon Hurst), recibe la noticia de que un noble, que anteriormente se rehusó a brindar pleitesía al rey, vuelve de su exilio, está buscando a su hijo. Se entera que fue a parar con “comprachicos”, fue vendido a individuos que practican extrañas cirugías faciales, deformando rostros de niños. El cirujano en cuestión es el Dr. Hardquanonne (George Siegmann), el niño se llama Gwynplaine, y es acogido por Ursus (Cesare Gravina), viven ambos con Dea, una bebé que el niño salvó de la calle. Gwynplaine (Veidt), desfigurado desde niño con una sonrisa, ya adulto es una atracción circense ambulante, y es muy conocido por las multitudes, junto a una Dea ya mujer (Mary Philbin). El rey ha muerto, un gran espectáculo se realiza en la corte, y Dea y Gwynplaine van teniendo acercamientos. Al hombre que ríe, como se le conoce, se le piensa restaurar su herencia nobiliaria, teniendo que desposarse para ello con la duquesa Josiana (Olga Baclanova), pero la futura esposa se ríe de él. Entonces el hombre que ríe y Dea se declaran ya su amor, se corresponden, pero al fracasar la boda, hay orden de capturar a Gwynplaine, la boda se intenta realizar, la duquesa lo necesita para recibir herencia. Él se rehúsa sin embargo, no se casa, es perseguido, pero finalmente tendrá una oportunidad de quedarse con Dea.








El contexto nos es delineado pronto, se nos sitúa en Inglaterra, siglo XVII, los llamados “comprachicos” y sus aberrantes prácticas, la sola idea es pesadillesca, propia de una pesadilla, traficando con niños pero lo que es más, desfigurándolos de por vida, convirtiéndolos en esperpentos, en atracciones de circo, fenómenos ambulantes que son condenados a una existencia patética. Es esa persona nuestro protagonista, un ser torturado, atormentado, que encontrará el amor pese a todo en la humanidad de una ciega, la única mujer que paradójicamente ve lo que nadie más ve, ve y ama su forma de ser, ignora su rostro, ella, la ciega que lo ama, que nos es presentada en muchas ocasiones vestida significativamente de blanco. Gwynplaine vive en medio de gente de circo, gente de comedia, pero curiosamente la mayor de las comedias es su vida propia, un individuo que despierta burlas y mofas, pero que jamás perderá la sonrisa, reforzándose poderosamente la ironía, pero reforzando a su vez la presencia y patetismo del personaje, que pareciera reír por no llorar. La idea en sí de adaptar una novela al cine es siempre una tarea compleja, y si se trata de una obra de Víctor Hugo, tocando cierto particular tema, lo es aún más, pues como se dijo, la imagen es sórdida de inicio, representar un hombre que tiene una sonrisa para siempre grabada en el rostro, un rostro desfigurado que adquiere un aspecto ciertamente bizarro, perturbador incluso; conocido es el detalle que inclusive el autor de Batman, Bob Kane, se inspiró en el personaje de Gwynplaine y su espeluznante sonrisa para crear al archi villano por excelencia del Hombre Murciélago, El Guasón. El intérprete para tan complejo papel viene a ser Conrad Veidt, uno de los grandes nombres actorales de la Alemania de entonces, protagonista de la legendaria El Gabinete del Dr. Caligari (1920) de Robert Wiene, piedra angular del expresionismo alemán, además de haber trabajado también en cintas norteamericanas cuando le tocó emigrar de Alemania con el ascenso de Hitler -sin ir más lejos, la mítica Casablanca (1942) también lo tiene entre sus créditos-, dada su postura anti nazi. Se trata pues de uno de los nombres mayores del cine mudo y que supo adaptarse a la llegada del cine sonoro, una auténtica leyenda actoral, y su interpretación queda para el recuerdo, con esa espeluznante y perturbadora sonrisa que durante buena parte del filme le vemos esconder, mientras sus ojos gravitan desesperadamente, mientras su ceño se frunce extremadamente y mientras se producen gestos extraños en su  siniestro rostro. Sin duda una de las grandes interpretaciones de este legendario actor.
















La cinta evidencia la experiencia y recorrido de un cineasta curtido en el cine mudo, todo un expresionista curtido en la utilización del blanco y negro como recursos de narración y de expresión a la vez, manifestándose esto en algunos de sus planos, conteniendo potentes claroscuros, se nota la comodidad del creador en este tipo de situaciones, su comodidad para fluir y narrar con esos recursos, observándose a veces un contraste más bien suave, y en otras ocasiones es filoso el mismo efecto. El montaje asimismo tendrá momentos de variación, mostrándose la cinta con un ritmo relativamente frenético por momentos, para adquirir un paso más bien pausado y parsimonioso, acorde por supuesto cada momento a las circunstancia del filme. El dominio y categoría del director alemán quedan muy patentes en esta cinta, uno de sus trabajos de madurez, donde apreciaremos que era un cineasta muy técnico, que brillaba en el aspecto técnico, y entre otras técnicas de su puesta en escena observaremos superposiciones de planos, múltiples variaciones de este recurso apreciaremos durante el metraje, plasmando enajenación y delirio: visualmente es lo más distinto a todo, lo más irreal, es en esos momentos donde se advierte al gran expresionista que fue Paul Leni, un cineasta de la etapa dorada del cine alemán, además de algunos encuadres que ciertamente tienen mucha fuerza en su composición. Por aquellas décadas del siglo pasado, el cine en Norteamérica comenzaba a decaer, dejaba paulatinamente de ser un arte para ir siendo un producto industrial, los grandes baluartes David Wrk Griffith y Mack Sennet  estaban ya en declive, los extranjeros, emigrados de diversas partes de Europa, eran los que rescataban el contenido artístico del cine, eran los años de Von Stroheim, del soberbio Von Sternberg, del húngaro Paul Fiejos, y de Paul Leni. El acompañamiento musical es asimismo notable, y lo es particularmente en las secuencias del idilio de Gwynplaine y Dea, con delicadas y casi etéreas notas que ambientan correctamente los sublimes momentos en el que traumatizado hombre que ríe se acerca a su amada ciega. Inclusive notas de canto, perfectamente coherentes a la música, terminarán por crear un ambiente etéreo, cuando ambos individuos, ajenos a la sociedad normal, hallen en su mutua compañía el amor. Ese tipo de “experimentos” -junto a lo recién mencionado, hay momentos del filme en que se insertan sonidos, no de manera definitiva aún, de modo embrionario, pero eran aproximaciones, atisbos ya del uso del sonido en el cine- en una película muda es uno de los detalles a resaltar del filme, no en vano considerado por expertos en cine mudo como una genuina obra maestra, si bien algunos trabajos de Leni quizá sean más conocidos, como El hombre de las figuras de cera (1924), La última advertencia (1929) o La voluntad del muerto.











Para la secuencia final tenemos uno de los pasajes visualmente más poderosos del filme, esa algazara nocturna lo domina todo, coronado por la estrambótica sonrisa del hombre que ríe; la secuencia sucede de noche, plagando la oscuridad toda la barahúnda, apreciándose algunos de los momentos de mayor soltura en la narrativa de la cámara del alemán, y configurando asimismo algunos de los instantes cromáticamente más atractivos por la fuerza de los contrastes que se generan. Leni, si bien respetando en gran medida la obra literaria francesa, en el final sí que se tomó una licencia, aplicando considerables cambios y opta por ese final repleto de esperanza, con los amantes abrazándose juntos, con Gwynplaine que finalmente se queda con su invidente amada -personaje femenino que en el libro tiene un final bastante diferente-; el atormentado Gwynplaine, que vuelve sórdido identificar sus sonrisas, si son genuinas o mezcladas con terror y humillación, encuentra el amor, el sosiego, la felicidad. La figura de lo representado puede ser vista como una alegoría, esa sórdida sonrisa puede ser un símbolo de burla al rey que desterró al noble, que vendió al hijo de éste a un “comprachicos”, solo para que el infante recupere sus beneficios nobiliarios, y lo que es más, rechace incluso la mano de una duquesa en la mismísima casa de los Lords. La puesta en escena es pues descomunal, repleta de aciertos notables, la actuación particularmente de Conrad Veidt es también acorde, pero está además Mary Philbin, Dea, de gran aporte al filme, dulce, inocente, frágil, algún crítico inclusive emparentando su representación con las de Lilian Gish, la musa de Griffith; las distancias al margen entre un caso y otro, la aportación de la Philbin es correcta y apreciable. Gran película que, como se apuntó inicialmente, vio la luz en un año de gran relevancia en la historia del cine, El cantante de jazz en 1928 se estrenó, y si bien el éxito del mismo fuese discutible, o si es un filme mediocre como algunos consideran, es en efecto la cinta que trajo el sonido al cine; El hombre que ríe es considerada por cierto sector de la crítica como la última gran obra maestra del cine mudo, Paul Leni solo dirigiría un filme más después de este trabajo, La última advertencia (1929), que sería el colofón a una filmografía no demasiado prolífica, con muchos cortometrajes en su contenido, pero que es en efecto una notable andadura artística. En los años en que empezaba a suceder lo que ahora es una aplastante y aberrante realidad, cuando el cine dejaba de ser un arte en Estados Unidos, y cuando el nazismo expulsó a tantos talentos de sus tierras natales europeas, fue en tierras yanquis que esos talentos florecieron, tal es el caso del gran Paul Leni, de los más brillantes directores del cine mudo, y tenemos en este trabajo uno de sus mayores logros cinematográficos.










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