lunes, 20 de junio de 2016

Gorriones (1926) - William Beaudine

William Beaudine fue un cineasta neoyorkino que tuvo entre sus características como creador artístico una prolificidad casi irrepetible, con centenares de ejercicios fílmicos en su curriculum, es ciertamente uno de los cineastas yanquis más prolíficos. Pero sin lugar a dudas, entre semejante cantidad de producción artística, la cinta ahora comentada tiene un lugar particular un lugar especial, pues es ciertamente una creación cinematográfica notable, desde muchos puntos de vista. Adapta Beaudine la obra literaria cuya autoría es de Winifred Dunn, en la cual nos presenta la entrañable historia de Molly, una huérfana que vive, junto a otros infantes de su misma condición, en un lugar apartado, un inhóspito pantano, en el que un abyecto individuo se encarga supuestamente de cuidar a los huérfanos, pero lo que en realidad hace es matarlos de hambre, quedarse con el dinero que los familiares de éstos envían para sus cuidados, solo les provee hambre y de enfermedades; todo cambiará cuando Mamá Molly, como la llaman sus compañeros, decida guiarlos a una escapatoria de ese infierno. Para interpretar al célebre personaje tenemos a una de las mayores musas de la etapa silente del cine hollywoodense, la gran Mary Pickford, que, a esas alturas de su carrera no era ya nada ajena, ni mucho menos, a ser la protagonista principal de casi todos los filmes que estelarizaba, y nos obsequia una de sus interpretaciones más memorables. Esto, sumado a una puesta en escena bastante apreciable por parte del director neoyorquino, completa una cinta bastante apetitosa y disfrutable.

               


El filme comienza con imágenes de una rústica casa en medio del pantano, obra del mismísimo demonio al parecer, donde vemos al Sr. Grimes (Gustav von Seyffertitz), hombre cruel que se deshace de una carta y un juguete para una huérfana. Vemos luego a Molly (Pickford), la mayor de un grupo de huérfanos hospedados en medio de ese árido terreno, a cargo de Grimes, que vive con su mujer, la Sra. Grimes (Charlotte Mineau), en un muladar donde todos padecen hambre, enfermedades, donde rezan y piden a Dios que los saque de ese suplicio. Así transcurre la vida en ese apartado sitio, el viejo tirano incluso vende a uno de los niños sin pensar al ofrecérsele buen precio. Todo cambia cuando llegue una nueva bebé a la casa del pantano, Doris, una bebé que le ha sido robada a Dennis Wayne (Roy Stewart), acomodado individuo que no demora en dar búsqueda a su vástago, iniciando pesquisas policiales. El viejo Grimes al inicio quiere deshacerse de la bebé, pero una recompensa se ofrece por la niña, y pronto se entera de ese botín, pretendiendo obtener esa impensada ganancia. Molly naturalmente no permite que el viejo ponga sus manos en la niña, se refugia en un granero. Todo dependerá de la valerosa Molly, que buscará sacar a todos sus compañeros y hermanos del infierno, pero encontrará en la figura del Sr. Wayne un punto de escape perfecto a todos los suplicios vividos.






El inicio de la cinta es potente y elocuente, con el texto sobre de una suerte de pasaje bíblico, en el que se habla de cómo el demonio tuvo su participación en la creación del mundo, su aporte fue crear un pantano, infernal obra maestra del terror, y que Dios, al observar tan buen trabajo, lo dejó existir. A esa idea o concepto, ya bastante fuerte, suma el cineasta como siguiente imagen la del infernal pantano citado, un gran encuadre, un notable plano general que nos muestra casi a modo de mapa el citado lugar propio del averno, vemos dos vetustas casas, rústicas construcciones en medio pues de pantanosas tierras, inhóspito y cenagoso sitio, que, expuesto luego de lo que informa el texto inicial, ya nos va delineando lo que veremos. Tras generar ese doblemente elocuente comienzo, el prólogo continúa, y nos dice que el diablo se superó a sí mismo llevando al Sr. Grimes a ese sitio. La figura, que pareciese exagerada, se justifica luego con igual contundencia cuando veamos al susodicho individuo, leyendo amorosa carta de familiares a una niña, pero él, lejos de enternecerse, arruga la hoja de papel, y arroja la muñeca, obsequio destinado a la infante, a las arenas movedizas que rodean el pantano; su presentación es efectivamente infernal, es casi un demonio lo que vemos, cruel y desalmado, se deshace sin miramientos de los cariñosos efectos personales. Muy efectiva la presentación, el delineado que se nos hace de uno de los personajes centrales del filme, un ruin anciano que mata de hambre a los niños, roba bebés inclusive, todo para ver su propio beneficio, es un ser demoniaco, que vive en un lugar demoniaco, el pantano plagado de insania y rodeado de arenas movedizas. El escenario que consigue retratar el director es asimismo notable, el modo en que se plasma ese territorio inhóspito, salvaje, es uno de los puntos fuertes del filme, y se aprecian frondosos y poderosos árboles, de formas impactantes y dignas del escenario, tenebroso pantano inmisericorde, con la mencionada arena movediza como perenne amenaza, elemento que es omnipresente. Mención aparte merecen los cocodrilos, letales reptiles que aparecen asimismo en notables primeros planos con toda su intimidante presencia, prácticamente interactuando con los intérpretes -por supuesto, esto gracias a un eficiente y loable trabajo de montaje-, constituyendo mucha de la fuerza que despide esa infernal locación. Todo configura un soberbio ejercicio de cine rodado en exteriores, una labor tan titánica como soberbios son los resultados, una cinta memorable.








Es asimismo muy apreciable el trabajo de narración visual, pues para la época, y comparando con otros ejercicios contemporáneos, se observa un dinamismo de la cámara notable, una variedad de sus registros expresivos muy apreciable y disfrutable. Observaremos, concatenados de hábil forma, primeros planos, planos generales, picados, contrapicados, encuadres -como aquel que apertura el filme- fuertes y expresivos, que reposan en composiciones en muchos casos impactantes. Esto es algo que siempre, siempre, un gran cineasta consigue generar desde el comienzo, desde sus iniciales imágenes, sencillamente así es su lenguaje cinematográfico, y así es el lenguaje de William Beaudine, ese dinamismo en su narrativa visual, apreciando la gran mayoría de ejercicios yanquis contemporáneos, ciertamente es digno de apreciación y valoración. Se aprecia bastante este aspecto cuando tomamos en cuenta el contexto hollywoodense, y es que para la época, década de los veinte, hablamos de unos momentos en que la industria cinematográfica yanqui se vuelve cada vez más eso, una industria, un negocio, y no un arte. Sus grandes luminarias y emblemas, encabezadas por David Wark Griffith, y con Mack Sennet como otro gran exponente, comenzaban un gradual declive artístico, los cineastas más brillantes en Hollywood no eran, paradójicamente, norteamericanos; brillaban en suelo estadounidense los talentos europeos que migraban, brillaban Erich von Stroheim, Josef von Sternberg, Paul Fiejos, Paul Leni, entre otros grandes talentos. Beaudine es pues una cálida y valiosa excepción, cuando sus coterráneos colegas generaban cine en masa, producían películas como mercancías comerciales -sin ir más lejos, varios de los mayores filmes de la Pickford, que se citarán en líneas posteriores, brillan más por la interpretación de ella, que como realizaciones cinematográficas propiamente-, el neoyorkino es capaz de sorprender gratamente con este filme; ahora, no nos engañemos, Beaudine, en su extensísima filmografía, entre numerosos cortometrajes y episodios televisivos, no pocos largometrajes de las citadas características a buen seguro produjo, pero esta filme es una imperecedera piedra angular que lleva su impronta.






Un rasgo interesante del filme es la llamativa variedad de tonalidades dramáticas en su contenido, pues más de un género, o algún rasgo de diversos géneros observaremos. A la cinta no la falta cierta dosis cómica, a la que colabora la buena actuación de la Pickford, pero el mérito en ese apartado es ciertamente para el cineasta, que consigue impregnar a su filme de ese tibio halo cómico. Naturalmente tiene mucho drama la cinta, equilibrando debidamente el toque de hilaridad de ciertas secuencias con toda la potencia y fuerza del drama presentado, un ruin anciano que tiene  muchos huérfanos en un cuchitril de hogar, engañando a los familiares, que creen que el viejo los cuida, pero lo que hace es quedarse el dinero, solo para tenerlos a todos muriendo de hambre y padeciendo enfermedades; hasta roba bebés, para cobrar rescates, es pues abyecto. A esa mescolanza de drama y comedia, se suma quizás la más evidente y potente directriz, la directriz religiosa, pues es la cinta una suerte de parábola, de historia cristiana, en la que incluso vemos oníricamente a Molly interactuar con Jesucristo. Pero además están las evidentes alegorías, tras ver a Cristo mismo, podríase ver a Moisés en la figura de Molly, que saca no a los judíos, sino a los huérfanos, no de Egipto, sino de la casa infernal de Grimes, los lleva no a través del desierto, sino del terrible y mortal pantano, para llegar no al Mar Rojo, pero sí a otra concentración de agua. Como podemos ver, Beaudine consigue en efecto configurar una película notable, variada, rica y a la vez enriquecedora, no es complicado entender el tremendo entusiasmo de un grande como Ernst Lubitsch, que llamó a la cinta “una de las ocho maravillas del mundo”. Exagerada o no la aserción, definitivamente estamos ante una cinta sobresaliente, con no demasiadas cintas yanquis contemporáneas que le puedan hacer parangón. El cineasta consigue, como ha dicho, generar imágenes agradable, como las manos de los huérfanos despidiéndose, a través de una resquebrajada puerta, del niño que acaba de vender Grimes, configurando tierna imagen, expresiva y elocuente.







Y está, obviamente, la máxima baza actoral, la Pickford, encarnando como generalmente un rol eran sus papeles, una fémina inmaculada, intachable y devota de Dios, detalle este último que en este filme se verá más reforzado que nunca. Es como una madre superiora, madre salvadora para todos los infantes, más notable aún considerando que básicamente ella es uno más de ellos, se trata de uno de los papeles más entrañables de la canadiense, la niña matriarca que guía a sus niños a la salvación. Asimismo, también de símil forma a otros notables largometrajes estelarizados por Mary, veremos a la canadiense actriz beneficiándose de su menuda figura, de su escasa estatura, y veremos a la estrella, que para el año de estreno contaba ya 34 años, interpretando a una niña huérfana. El auxilio de la cámara, y del maquillaje por supuesto, sin dejar de lado jamás la pequeñez de la intérprete, posibilitan tal proeza, y lo cierto es que los resultados no defraudan, algo que no extraña al conocedor de los filmes de la Pickford, pues en El pequeño Lord Fauntleroy (1921), dirigida por Alfred E. Green y su hermano Jack Pickford, incluso encarnó a un niño; de igual modo, en Tess en el país de las tempestades (1922), de John S. Robertson, si bien no a un infante, también encarna a un personaje femenino de edad bastante inferior a la suya real. Ese era el panorama normal de Hollywood entonces, la Pickford, parte del cuarteto de figuras fundadoras de la United Artists, era ciertamente una fulgurante estrella, era dueña absoluta de la mayoría de sus filmes, descollante, adorada por el público y la mejor pagada de entonces. Tenía igual o mayor protagonismo y poder hollywoodense que muchos intérpretes varones, junto a Mabel Normand y Lillian Gish eran las musas mayores, y este filme es simplemente otro lucimiento más de la rutilante actriz. Excelente filme, de uno de los cineasta norteamericanos más prolíficos que ha habido, si bien no considerado entre los más brillantes, pero que en este caso, dirigiendo a una de las diosas mayores hollywoodenses, articula una película imperecedera, que para el conocedor de cine mudo tiene múltiples motivos para considerarse necesaria e imprescindible.




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