La década de los setenta del
siglo pasado significó el último par de lustros en la filmografía del gigante
cineasta español Buñuel, que había recorrido ya largo camino, de Europa a
México, y tras muchos años allí, se dio definitivamente su retorno al viejo continente.
La Vía Láctea (1969), corrosiva
mirada al mundo religioso cristiano, fue su anterior ejercicio, se había
asentado ya definitivamente a rodar producciones europeas, empezó la etapa
final de su carrera, la etapa francesa, con actores en su mayoría de esa
nacionalidad y repitiendo la bella Catherine Denueve como su protagonista,
tras Bella de día (1967). Una de las
mayores referencias confesas en el cine del director, Benito Pérez Galdós, es
el autor de la novela que inspira el filme buñueliano en esta ocasión, la
bizarra y trágica historia de una atractiva joven mujer, huérfana al cuidado de
un hombre mayor que ella, que se enamora y obsesiona con la joven, la hace su
esposa, a la vez que casi su cuidadora; pero esa unión, siendo ella proclive a
otros romances, y él sumamente celoso, traerá trágicas consecuencias, para
ambos personajes, mutilaciones físicas y psicológicas. Contaría entre sus
actores asimismo Buñuel al gran Fernando Rey nuevamente, en un filme que si
bien no suele contarse entre sus más encumbrados trabajos, es sin duda una pieza
importante dentro de su obra.
Dos mujeres se acercan a un
internado, ellas son Saturna (Lola Gaos) y Tristana (Deneuve), van a ver al
hijo de la primera, Saturno (Jesús Fernández), sordomudo. Regresan a casa, donde
Saturna es la sirvienta, el señor es Don Lope (Fernando Rey), tutor de Tristana,
cuya madre, fallecida, se la encomendó. El aristócrata Don Lope, en problemas
económicos, corteja a su protegida, que parece corresponderle. Enfermedades
comienzan a atormentar a Don Lope, Tristana lo cuida, pero anhela mayor
libertad, desea salir, lo hace furtivamente, y conoce a un pintor, Horacio
(Franco Nero), con quien se concreta un idilio. Pero al enterarse el artista
que ella tiene esposo, su tutor, se enfurece; Don Lope por su parte sospecha de
los amoríos de Tristana, pero la chica ya actúa tozudamente, desafiando al
tutor, e inclusive planea escapar, irse con Horacio. Tras confrontarse ellos,
Horacio y la chica se van, pasan rápidamente dos años, hasta que un día, sin
previo aviso, vuelve Tristana, con Horacio, pero gravemente enferma, una
enfermedad que hace necesario amputarle una pierna, y en ese estado, ella
vuelve a la residencia de Don Lope. Horacio procura estar con ella, pero su
temperamento la ha vuelto frío, distante, le hace reproches mientras la salud
de su esposo decae. Sobre el final, un grave Don Lope requiere del doctor,
Tristana solo simula llamar al galeno, él muere.
El filme se basa en los avatares
de una atractiva jovencita que se queda al cuidado de un tutor, un personaje
femenino que ha quedado huérfano, al cuidado de un hombre mayor, tema símil que
ya le habíamos apreciado a Buñuel en La
Joven (1960), y tibiamente en Viridiana
(1961), parece pues haberle agradado ese origen para su personaje al
cineasta. Y por el otro lado, Don Lope, individuo que es capaz de dejar escapar
a un ladrón, a quien asigna el papel de el
débil, a quien debe ayudar sea en la situación que sea, y en esa excusa fundamenta
una anarquía a la larga estéril. El viejo es punto de contradicciones, en contra
de la policía, pues representan el sistema, en contra del clero, la iglesia
cristiana y otros cánones de la sociedad, algo que tiene que ver obviamente con
las propias filiaciones del director. Esa postura ajena a la realidad se plasma
en la pírrica renuencia a regatear costos al rematar sus propiedades, a aceptar
su realidad, que está en banca rota, lo oímos proferir “curas en mi casa,
nunca”, “sé que Cristo fue el primer socialista”, lo oímos renegar del vil
dinero y la esclavitud del humano a éste, pero finalmente veremos que no se
desliga nunca de lo que intenta repudiar. Rechaza un duelo por ser a primera
sangre, algo que considera poco serio e indigno de su apadrinamiento, es un individuo
chapado a la antigua, aspirando a rebelde, a progresista, sin mucho éxito en
serlo. Es un personaje mayor, su edad y
su actitud quedan plasmadas desde su primera aparición, cuando dirija piropos a
una muchacha, ella llamándolo viejo; se establece desde un inicio el papel, la
condición de viejo que pesará sobre Don Lope en todo el filme. Asimismo, la
caracterización y el trabajo de maquillaje acentúan ese carácter de casi
senectud. Naturalmente, Fernando Rey, siempre distinguido, siempre espléndido,
como diría Buñuel, se había convertido en un alter ego del director, que
refleja a través del actor su alma de cierto impulso anarquista, de
inconformismo, con todo lo que la sociedad representa, tiene una particular
idea de libertad que irá tomando forma en el director, hasta alcanzar el
delirante estado de El fantasma de la
libertad (1974). Los celos son ahora uno de los pulsores de la cinta, tema
no muy asiduo en el director en realidad, celos que vuelven loco al viejo, que
se siente engañado por dos jóvenes -es enfermizo su camino, sobre una al
parecer agonizante Tristana dice “ya no se me escapa, si entra de nuevo a mi
casa ya no sale”-, y que tendrá, indirectamente, la trágica consecuencia de la
amputación de la pierna. “Mujer honrada, con pierna quebrada y en su casa”, dice
él, el cineasta juega con el simbolismo, que es brutalmente plasmado en el
filme.
Emplea el director el recurso
de conectar una secuencia y otra, una
realidad o momento con otro, entre sus dos personajes centrales, como cuando
vemos a Don Lope, reunido con sus camaradas aristócratas, dedicando loas a la
mujer, apareciendo a continuación la motivación de las loas, Tristana; luego,
mientras la muchacha se besa con su amante artista, vemos al viejo tutor
levantarse súbitamente de su cama, inquieto y alertado, como si sintiera que el
objeto de su deseo se encuentra engañándolo. Contrapone de ese modo las
acciones de uno y de otro, Tristana y Don Lope, siguiendo a acciones de uno,
acciones del otro personaje, vinculando y trazando paralelos entre sus caminos,
sus caracteres que opuestamente van variando. Y es que hay un viaje opuesto en los
caminos de los protagonistas, cuyo contraste se refuerza con ese recurso narrativo,
el carácter de ella va adquiriendo vigor, se defiende, responde ya a las
constricciones de Lope; hay cambios severos en sus humanidades, ella ya no es
la sumisa jovencita inicial, su carácter, tras la mutilación, se ha agriado. Él
en cambio hasta invita sacerdotes a su hogar a disfrutar de chocolate, un tema que decía Buñuel era muy suyo en la vida
real; incluso el pintor, inicialmente sin mayor elegancia, aparece bien
trajeado en el tramo final. En ese sentido igualmente, será interesante
apreciar uno de los sempiternos santos y seña en el lenguaje audiovisual del
cineasta, los pies, adoptando nuevos carices ahora. Las pantuflas -una obvia alegoría
buñueliana para el conocedor de su obra- se vuelven un hilo conductor, vehículo
a través del cual evoluciona la relación de protegida y tutor, de esposa y
esposo. Ella lo cuida primero, llevando sus pantuflas y poniéndoselas, pero
cuando va alcanzando independencia, cuando su nuevo carácter y temperamento van
manifestándose, ella arroja las pantuflas a la basura. Como se había ya hecho
habitual por entonces, la cámara de Buñuel ha adquirido sobriedad, madurez
podríamos llamarla, deslizándose tranquilamente, recorriendo los ambientes y
siguiendo las acciones, muchas veces adquiere la perspectiva de los personajes
mismos, otras veces enfocando detalles, como más de una vez veremos, con la
comida. La cámara se comporta particularmente con donosura en la secuencia de
Tristana en las rodillas de Don Lope, como una niña, cada vez más alejada del
viejo. Tenemos en la cinta cero música, cero acompañamiento musical, solo unos
sucintos sonidos de goteos, y sonidos diegéticos son el acompañamiento auditivo
del filme. Y tenemos un nuevo integrante en el acervo animal del director, los
cánidos, que reiteradamente aparecerán, teniendo uno de ellos rabia, tal vez un guiño al can del final de Los Olvidados (1950).
Retorna la figura de la pierna
ortopédica, como la muñeca de Miroslava en Ensayo
de un crimen (1954), es muy apreciable poder notar, siempre, una
cinematografía tan compacta como la de Buñuel, siempre coherente y siempre continuando
fielmente el camino de su lenguaje audiovisual. Plásticamente se manifiesta
otra de las obsesiones del director, sus particulares retratos de figuras
cristianas, que ahora tendremos en la imagen representada de Tristana,
recostándose sugestivamente sobre una estatua, al parecer de un sumo pontífice,
una característica representación cristiana del realizador. El director deseaba
rodar inequívocamente en Toledo, territorio para él conocido, se solaza el
realizador en mostramos las calles, plásticamente sinuosas, zigzagueantes, como
los caminos interiores de los personajes, inclusive Buñuel aseveraba que era
ésta la única de sus películas que no podría haber sido filmada en ninguna otra
parte que en España. De día, con luz, y a oscuras en la noche, umbrosamente, las
calles de Toledo, con su añeja arquitectura, alojan a los personajes, siendo
ejemplar aquel oscuro encuadre del viejo Don Lope retirándose, golpeado,
humillado, privado de su juguete, de su objeto de deseo. Así, tenemos el detalle,
y volviendo con Tristana, de ella siempre decidiendo entre dos opciones, generando
ambivalencias con uvas, columnas, calles, ella rechaza reiteradamente ofertas
de matrimonio de Horacio, ella tiene incierta relación con el sordomudo Saturno;
sí, son sinuosas sus acciones, como las calles toledanas, siempre encrucijadas,
dos caminos, como Tristana y su gusto por elegir entre dos opciones. Es
asimismo ambivalente la relación de ellos, siendo él tutor y esposo a la vez,
siendo ella esposa pero a la vez casi una fámula, en una historia donde las
sirvientas tienen importancia en sus respectivos y sórdidos universos, ahora es
Saturna, como en su momento lo fue Ramona, en Viridiana. Buñuel aseveraba que, pensándolo años después, le
hubiese gustado contar con dos actrices diferentes para encarnar los dos
momentos de Tristana, antes y después de la pérdida de su pierna, un deseo que
luego se concretará en Ese oscuro objeto
del deseo (1977). El surrealismo se despliega recién en la secuencia final,
el único momento donde fractura la linealidad de su relato, todo se ha
consumado, tenemos un manojo de secuencias rápidamente concatenadas que resumen
buena parte del filme -novedoso en el director este recurso-, y terminando con
nuevamente la cabeza de Don Lope en la campana, campana que adquiere otro
sentido, pues sonó al comienzo, es prólogo y epílogo a la vez. En el final,
Don Lope llama a los clérigos a su hogar, toman chocolate, ella, completamente
despiadada, llega a provocar su muerte, y en la novela, por cierto, no lo mató,
es un detalle del director, que plasma su personal toque de individuos degustando
chocolate, como el propio director en su vida gustaba hacer, con los
azucarillos, pues para variar, el personaje masculino es un reflejo, hasta
cierto punto un alter ego del cineasta. Los actores, tanto Rey como Deneuve,
están desde luego a la altura del realizador, demostrando porqué eran en esos
años sus habituales intérpretes, en un filme plenamente incrustado ya en la etapa final
del español, su etapa francesa, filme que quiso rodar una década atrás en
México, algo que se frustró tras el escándalo suscitado por Viridiana, pero que llegó entonces a ver
la luz. El gran Buñuel había ya alcanzado su final madurez, su estilo alcanzaba
forma definitiva, vendrían ya los ejercicios finales del genio de Calanda.
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