sábado, 24 de marzo de 2018

Ese oscuro objeto del deseo (1977) - Luis Buñuel

Llega con este filme el desenlace, el corolario a la que es con suma probabilidad la más importante carrera fílmica española, finaliza con esta cinta la filmografía del genio aragonés, Luis Buñuel pone punto final a su andadura cinemática con este notable largometraje. Todo el camino recorrido por el cineasta, toda su evolución llegaba aquí a la culminación, Buñuel no volvería a dirigir una película, muchos de sus tópicos de toda la vida, de sus obsesiones se encontraban naturalmente aquí contenidas, mantiene las constantes de la etapa final de su andadura artística, esto es, siendo guionista, trabajar con su camarada coguionista Jean-Claude Carrière, inspirados ambos a su vez en una obra literaria de Pierre Louÿs, donde se narran las bizarras peripecias de un hombre de mediana edad, que se enamora perdidamente de su joven y atractiva sirvienta, hasta el extremo de obsesionarse con ella, pero, al no consumar jamás esa desbordante pasión, el individuo pierde la dignidad, siendo presa de los caprichos y humillaciones de los que la chica le hace objeto. Memorable filme, que significaba pues la despedida de uno de los mayores cineastas surrealistas, el iniciador en realidad de esa corriente, un director europeo referencial, que se mantiene hasta el último instante coherente y fiel con sus principales aristas artísticas, el mayor realizador español dirigía por última vez.

                    


Vemos a Mathieu (Fernando Rey), compra un pasaje en tren de España a París, aborda su transporte, pero antes de partir, le arroja un balde con agua a una muchacha (Carole Bouquet). Despierta la curiosidad de sus compañeros viajantes, entre ellos otra mujer (Milena Vukotic), y un enano profesor de psicología (Piéral), a quienes relata porqué hizo eso. Recuerda que viajó a visitar a su primo Edouard (Julien Bertheau), donde conoce a la sirvienta Conchita, la fémina inicial. Intenta cortejarla (ahora es Ángela Molina), pero ella al día siguiente se ha marchado. Tiempo después, vuelve a encontrarla, llega hasta la casa de ella, vive precariamente con su madre, Encarnación (María Asquerino), pronto les da dinero para ayudarlas. Repite con frecuencia sus visitas, la ve practicar bailes andaluces, y de pronto, Conchita vuelve a marcharse. Mathieu vive con su mayordomo, Martin (André Weber), vuelve a hallarla, viven juntos, pero ella, afirmando ser virgen, no accede al acto sexual, desespera a Mathieu, y cuando descubre que ella metió a su casa a otro hombre, los echa a ambos. Martin escucha sus lamentos, nuevamente él la encuentra, fuera de París ya, va a verla trabajar, baila desnuda para unos turistas. Mathieu sufre más humillaciones, la golpea, los recuerdos han terminado, ella, también en el tren, le arroja ahora un balde con agua. Al final, ambos se van juntos.







Así es como termina la última película del director español, una genuina referencia de cine arte ibérico, a diferencia de tantos otros coterráneos directores suyos contemporáneos, ciertamente a mucha distancia de quien en algún momento ha sido influencia suya, y de muchos otros realizadores, un director cuya ausencia no parece haber encontrado aún un digno sucesor. En éste, su filme corolario, el maestro del surrealismo parece finalmente haber saciado su apetito onírico, ahora deja de lado el mundo del ensueño, de la fantasía delirante, de los absurdos y contradicciones apreciados en los dos ejercicios previos, El discreto encanto de la burguesía (1972) y El fantasma de la libertad (1974), que dejan lugar a un relato convencional, lineal, y no se romperá esa linealidad, una presentación un tanto más formal, pero que pareciera insinuar la final forma de un maduro, envejecido maestro, que no se solaza ya en contar un delirio tras otro. Ahora observamos, nuevamente, y de manera reincidente, una de las figuras que exhibió en el final de su carrera, esto es, terrorismo, atentados terroristas que habíamos ya visto en los dos filmes precedentes antes mencionados, al parecer una obsesión tardía en su carrera, hasta el punto que esa explosión final, es un leitmotiv de la explosión del atentado que apreciamos en el comienzo del filme; esa imagen, ese fuego, es la que clausura toda una filmografía. De igual manera, al  igual que en Bella de día (1967), vemos el detalle de los pies, otro elemento siempre buñueliano, los pies de Mathieu subiendo una escalera, en una muy evidente insinuación, casi un eco de lo visto en Catherine Deneuve y la arrebatada cinta sobre la doble vida de una aristócrata insatisfecha de su vida marital. Nuevamente aparece asimismo el tema de los celos, si bien no en plano central, como fue en Tristana (1970), ahora uno de los temas son los celos e impotencia ante una mujer que simplemente se divierte y solaza jugando con un hombre que sabe obsesionado con su cuerpo. Tenemos también el detalle de la cajita, observada desde el inicio fílmico del realizador, con la delirante Un perro andaluz (1929), y que veríamos repetidamente en sus filmes, como en, solo por dar un ejemplo, nuevamente Bella de día; en su peroración cinematográfica, el cineasta recolecta algunas de sus obsesiones, y finalmente esa cajita, uno de los más misteriosos elementos buñuelianos, es abierta, dejando ver algunas chucherías sin mayor importancia. El director dijo en alguna oportunidad que él mismo no sabía qué había en su interior, y en su cinta final, el misterio se termina.






La última imagen de un filme buñueliano.

Uno de los detalles más fascinantes del filme, y misteriosos a la vez, indudablemente es el empleo de las dos actrices para interpretar a Conchita, y es notable que desde las primeras secuencias aparezcan ya ambas mujeres, siendo la primera en fluir la francesa Bouquet, siendo empapada al seguir el tren donde va Mathieu. Pero no tarda demasiado en aparecer la española Molina, investida como sirvienta, en el pasado, es indistinto ciertamente el uso de una y otra actriz, queda incierto el tema de la certera utilización, los motivos para una u otra intérprete. Queda pues en el misterio el real origen y mecánica del recurso de Buñuel de las dos féminas para interpretar a Conchita, no parece ser algo fácil de explicar, como que una mujer encarna las partes más cargadas sexualmente, y la otra las partes más moderadas o frías; tampoco es el caso de que una interprete una parte del filme, y la otra actriz se encargue de una segunda parte, donde el personaje sufre un sustancial cambio -tales circunstancias hubiesen sido más idóneas probablemente para Tristana, inclusive el director refiere en una entrevista que, años después, le hubiese gustado aplicar este principio interpretativo en ese filme-, y el cambio de mujer resalte esa variación. Con singular y abrupta arbitrariedad el director cambia de una actriz a otra, ambas mujeres aparecen indistintamente, sus incursiones en la pantalla se funden como indivisible trenza, volviendo realmente complejo advertir las intenciones del cineasta a ese respecto; inclusive apoyándose en testimonios de los involucrados en el rodaje, coguionista, asistente de producción, demás actores, no se esclarece del todo el origen, naturaleza y mecánica de funcionamiento del recurso. Buñuel dijo que simplemente fue un detalle incidental, algo no planeado y espontáneo, una explicación que, de un modo u otro, no termina de convencer. Lo que sí sabemos a ciencia cierta es que la actriz originalmente seleccionada para hacer de Conchita fue Maria Schneider, esto como consecuencia del éxito internacional de El último tango en París (1972) de Bertolucci, una elección que terminó siendo fallida, y Buñuel manifiesta que propuso, casi sin quererlo, a Serge Silberman la posibilidad de usar dos actrices, sugerencia que convenció al productor; una vez más, esta es la versión del aragonés. De cualquier modo, por un lado tenemos a la Molina, fogosa, férvida, hispana, frente a la fría y más hierática Bouquet, una rubia, bermeja, la otra morena; una más sofisticada y distante, la otra más visceral y popular, pues es Molina, naturalmente, un homenaje del director a su tierra en el final de su carrera, danzando, hablando en español, la vena hispana, Andalucía, discurre a través de ella y su fogosa naturaleza. Curiosamente, incluso el viaje que emprende Mathieu es de España a Francia, las dos naciones de donde provienen las actrices que encarnan al objeto de deseo.








Encontramos estructurado el relato fílmico en flashback, recurso narrativo bastante inusual en el cineasta, inédita en su filmografía la manera en que el meollo principal está abordado como un vistazo atrás del protagonista, constituyendo esto una sustancial diferencia con sus dos ejercicios previos ya mencionados, diametralmente opuestos en su estructuración narrativa. Podemos mencionar también lo inusualmente colorida que es su paleta, su amplitud cromática, especialmente en exteriores, breves pero bellas secuencias donde ese abanico de colores, sus encuadres, y la composición de sus fotogramas, así como el movimiento de la cámara en esos instantes, vuelven esas sucintas secuencias en algunas de las más apreciables muestras estéticas del realizador. En ese sentido, la cámara se muestra algo más precisa que en otras oportunidades, con mayor determinación siguiendo las acciones de los personajes, pero también realizando aproximaciones, zooms para acercarnos a primeros planos de los protagonistas, intensificando las representaciones, es ciertamente una cámara más expresiva, que nos introduce más efectivamente en los personajes. Es perfecto el título para el largometraje, la fémina es ciertamente un oscuro objeto de deseo, inalcanzable objeto obsesivo, indescifrable, lejano, inasible para su admirador. Acorde a lo antes mencionado, solo basta ver la obra cinematográfica de Buñuel para darse cuenta que, una de las mayores constantes en su cine es la frustración, la frustración en diferentes variedades, el amour fou no consumado en La edad de oro (1930), la cena de los aristócratas que nunca se da, primero en El ángel exterminador (1962), y luego en El discreto encanto de la burguesía. Confesamente, la frustración fue una de sus sempiternas obsesiones, ahora veremos la enésima y máxima frustración, ahora abordada y plasmada como nunca, en la forma de la frustración sexual del hombre maduro; por cierto, el erotismo -otro de sus eternos tópicos- y la frustración, dos de sus grandes temas, se funden ahora. En su final, el maestro amalgama ambas obsesiones, naturalmente condimentadas con sus demás particulares guiños. Así, por ejemplo tenemos el símbolo del pantalón de castidad, el filme completo puede condensarse en esa imagen, esa figura, todo el martirio, toda la frustración se imprime, se resume en ese insalvable impedimento, es la obsesión que jamás se consumará. Fluye asimismo el final detalle de las manchas de sangre, manchas de sangre que aparecen al inicio, cuando Mathieu pregunta por Conchita a su mayordomo Martin, luego cuando ella es golpeada por él, y aparece nuevamente al final, cuando él observa a través de un escaparate a una fémina bordando, cosiendo una tela, otra vez, ensangrentada. Tal vez se pueda interpretar como un símbolo, una imagen referente a la virginidad de Conchita, el sangrado virginal de una pureza sexual que ella siempre clama, pero visto su comportamiento, termina por ser un tremendo enigma su castidad. En la despedida de Buñuel del cine, la misoginia se asoma, citando a filósofos el mayordomo dice que uno, si se va a encontrar con una mujer, no debe olvidar el látigo, o palo; se la define como un obstáculo para la total evolución del hombre, pocas veces tan ejemplarmente impresa su idea. Tenemos al alter ego del cineasta, en el final de su carrera, indiscutiblemente Fernando Rey se vuelve su actor fetiche, en efecto su alter ego actoral, ahora lo vemos sometido a los caprichos y devaneos de la candente jovencita, frustrado, humillado, solloza cual niño ante la veleta e indescifrable Conchita, que con su pantalón de castidad, lo despoja de toda su dignidad, de toda su virilidad. Como se dijo, el surrealismo deja sitio ahora a nuevas obsesiones, uno de los pocos elementos surrealistas es el detalle del lechón, el bebé cerdo, envuelto de una manera como un auténtico bebé humano, cargado por una mujer, y tratado con naturalidad por todos. Es curioso apreciar que el filme en realidad por momentos no se advierte como clausura a su carrera, sino como un eslabón que pudiese haber sido continuado en esa larga cadena que fue su andadura cinematográfica. Buñuel se despide del cine, se apagaba una de las grandes luminarias del séptimo arte europeo, aparecen sus leales Fernando Rey, Milena Vukotic, Julien Bertheau, y hasta brevemente Muni; desde luego que faltaron otros, su gran amigo Michel Piccoli viene a la mente, pero sigue el cineasta la línea del final de su carrera. Termina así una filmografía brillante, la filmografía del probablemente mayor cineasta español, sitio que puede debatirse junto a Segundo de Chomón, o Luis García Berlanga, pero en todo caso a ese grupo pertenece Buñuel, a los más grandes, influencia de otros maestros como Víctor Erice o Carlos Saura. Buñuel fenecería seis años después de estrenarse esta cinta, desapareció el humano, pero su legado nos queda para siempre, apreciar su arte, su cine, es un beneplácito al que podemos acceder tan sencillamente como apreciando alguno de sus notables largometrajes. Gracias al maestro.







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