La última triada de filmes de Buñuel, que se inicia con el filme ahora comentado, conforma un tríptico entre lo más conocido del cineasta, el ocaso del director, con el que alcanzaría la forma final en la larga evolución de su estilo cinematográfico. En esta oportunidad Buñuel se encarga de la elaboración del guión, él mismo con la colaboración, claro, de su siempre leal Jean-Claude Carrière, un guión que postuló a Mejor Guión Original en los Oscar de aquel año, un filme que ganó la estatuilla a Mejor Película Extranjera, probablemente su trabajo internacionalmente más galardonado y uno de los de mayor difusión. Vigoroso surrealismo fluye por todo el filme, en el que se vale nuevamente el cineasta de una estructura narrativa fracturada en la que combina indistintamente y casi de manera imposible de discernir, realidad y sueño, fantasía y realidad, recuerdos o presente. Siempre siendo leal a sus guiños, a sus figuras, a su lenguaje, nos presenta el cineasta la sencilla historia de un grupo de burgueses que, debido a motivos, reales o irreales, no pueden llevar a cabo una cena, y el filme será sencillamente la travesía por esas delirantes peripecias. Un Buñuel ya completamente asentado de nuevo en Europa, con toda la libertad y amplitud de recursos en suelo francés, trabajando ya con su terna actoral final, entrega uno de sus trabajos más reputados.
A una residencia, llegan un grupo de aristócratas, Don Rafael Acosta (Fernando Rey), François (Paul Frankeur) y Simone Thévenot (Delphine Seyrig), y Florence (Bulle Ogier), la anfitriona es Alice Sénéchal (Stéphane Audran), van a cenar, pero por un malentendido, deben irse. Intentan cenar en un restaurante, topándose con un velorio, se marchan. Don Rafael, embajador de Miranda, recibe a Henri Sénéchal (Jean-Pierre Cassel), el otro anfitrión, y a Thévenot, negocian cocaína. A la residencia Sénéchal llega luego el Monseñor Dufour (Julien Bertheau), que pide ser jardinero de la casa, siendo aceptado. Las tres mujeres van a otro restaurante, donde todas las bebidas se han acabado, y donde un militar les refiere un recuerdo. Simone y Rafael mantienen adulterio. Una cena de distinguida gente se realiza, también interrumpida, ahora por un regimiento de militares, uno de los cuales les refiere otro sueño, hay tiroteos, la cena nunca se concreta. Otro intento de merienda termina en una obra teatral, no logran concretar nada; en otra reunión elegante, Don Rafael mata a un hombre que lo insulta, es otro sueño. El Monseñor sigue trabajando en el jardín de los Sénéchal, y un día, siendo huérfano desde niño, le toca confesar al asesino de sus padres en su lecho de muerte, lo mata. Tras ser todos arrestados, otra vez intervienen militares, la cena nunca se concreta, caminan por una pista.
El filme es una auténtica referencia buñueliana, probablemente su trabajo mejor conocido a nivel internacional, eso claro en buena medida debido a su éxito en los Premios de la Academia, un filme plenamente surreal, pero con un surrealismo ya no delirante a la manera de sus inicios, sino a la manera de la madurez del director. Así, lo surreal, lo inverosímil, se plasma desde la secuencia inicial, los burgueses se acercan a la casa de uno de sus camaradas, solo para encontrarse con que el anfitrión no está, solo encuentran a su esposa, ella ignorando que la cena era esa noche, pues pensaba era todavía a la noche siguiente. El delirante desfile de demencia entonces ya no se detendrá, a continuación van a un restaurante, lo encuentran vacío, y lo que es más, encuentran en pleno desarrollo un velorio, el cadáver combinado con la cena; si bien la ruptura del límite entre realidad y sueño o fantasía aún no se manifiesta, las situaciones ya van denotando delirio. Entre las inauditas situaciones, en un elegante restaurante no hay nada de beber, ni café, ni té, ni agua, ni infusiones, luego un teniente narra la sórdida historia de ver a su madre muerta, que le habla y da unas directrices para eliminar a quien él erradamente cree su padre. En otro momento de los más delirantes y mejor logrados, tenemos otro intento de cena, otra vez frustrado, esta vez apareciendo todos en medio de una obra teatral, que a su vez terminará siendo un sueño de Thévenot; un delirio total. Vemos la extraordinaria secuencia de la incursión de la milicia, en uno de los enésimos intentos de cena, tras lo cual, surrealmente, Fernando Rey se oculta debajo de la mesa, y cuando lo encaran los militares, con singular indiferencia come un pan con jamón, siempre debajo de la mesa, en una figura que parece haberse insinuado en Bella de día (1967). Una imagen representativamente surreal del filme es la reincidente figura de los seis protagonistas caminando, elegantemente ataviados y caminando por una vía abierta, sin rumbo o destino cercano ni aparente, sin sentido, como el sentido mismo del filme, que no busca tener lógica, sino mostrarnos un compilado de oníricas situaciones, con los matices propios del cineasta. Buñuel incluso inserta eventos o secuencias que no tienen conexión directa con los demás sucesos, como el teniente y su relato de su madre muerta. En ese sentido, la muerte siempre fue uno de los recurrentes temas en el cine del español, pero en esta oportunidad adquiere otros carices, la madre muerta del teniente aparece con mortecina lividez, el padre asimismo aparece con la flagrante herida del duelo que acabó con su vida. El sargento hará nuevamente reincidir en el tema de los muertos que contactan directamente con seres vivos, el oficial militar que diariamente pena, otro enfoque inusual de la muerte que regresa, muerto entre los vivos, sobrenatural tema que ciertamente será una llamativa y paranormal novedad en el trabajo del realizador, sorprendiendo tanto a propios como extraños, es el estilo final del español que termina de pulir todas sus aristas.
Ahora, otra de las figuras de toda la vida en Buñuel, los aristócratas, vuelven a ser centro del filme, pero con nuevos y particulares matices suyos, finales preocupaciones o tópicos surgen en el cineasta, ahora hay también políticos, políticos que trafican cocaína. En esta ocasión, la policía vuelve a plasmarse en el filme de Buñuel, ya no con la aversión de Don Lope en Tristana (1970), pero no se salva de ser ridiculizado su oficio con el inverosímil arresto de todos los aristócratas; de igual manera, hay otros temas, hay terrorismo, en el caso de la chica, crecimiento y explosión demográfica, quiméricas libertades que alcanzarían su cúspide en el siguiente filme, El fantasma de la libertad (1974), se diversifican en el final los tópicos de siempre del realizador. Pero volviendo a los burgueses, éstos se muestran, en sus acciones, ruines, despreciables, de dudosa moral, pavoneándose de su artificial sofisticación, de su discreto encanto, como cuando Thévenot presume de sus conocimientos en el consumo y preparación de bebidas. Traficantes, seres que practican adulterio entre ellos mismos, alcanza el clímax el tópico de los burgueses, ya esbozado en La Edad de Oro (1930), en El Ángel Exterminador (1962), mezclado con el delirio surreal de la etapa final, de la madurez final del ibérico. Veremos divertidos momentos de las vivencias de estos burgueses, tenemos a Florence, siempre ávida de vicios, de alcohol, de marihuana, negando su afición, pero siempre con sus borracheras, es por momentos un desfile vodevilesco de las miserias y absurdos, delirios de estos aristócratas; pero ojo, que ese divertimento no es el quid del filme. De igual manera, la muy particular visión religiosa de Buñuel volverá a plasmarse en la figura del Monseñor, destacado religioso que se desempeña como jardinero, olvidando incluso su patrona en determinado momento su condición de clérigo. Para continuar enriqueciendo su siempre particular óptica de la religión cristiana, tenemos la potente figura del Monseñor, conociendo de manera impensada al mismísimo asesino de sus padres, cuando era un niño, ahora siendo jardinero -como el cegador de la vida de sus progenitores-, y el sacerdote, en una muestra de que su humanidad sobrepasa a su figura de hombre de Dios, le dispara a quien lo hizo huérfano. Y claro, tenemos la muy breve pero presente secuencia de Muni -la actriz de quien Buñuel dijo que en Francia se convirtió en algo así como su mascota, una asidua en sus filmes finales- aseverando que odia a Cristo, una aseveración a la que no se le da respuesta, el sacerdote la aparta, dejando esa puerta abierta. Buñuel era un cineasta que en su cine, casi por encima de todas las cosas, plasmó siempre frustraciones, le interesaron siempre las frustraciones, no tuvo problema en afirmarlo en alguna de sus tantas entrevistas, y en ese sentido es ejemplar y referencial el amour fou nunca consumado en La Edad de Oro, ahora tenemos la frustración del acto sexual que no se consuma en dos oportunidades, los Thévenot, y los adúlteros Simone y Rafael. Además de por supuesto, la cena, la cena que jamás llega a darse.
Es probablemente el filme de Buñuel en el que la estructura narrativa se encuentra más fracturada, un constante dislocamiento de la perspectiva enmaraña la articulación narrativa, a través de inserciones, inserciones de sueños, sueños que se presentan como tales, o de recuerdos, o juegos con visiones de muertos, todo se teje y funde con la realidad; ni policía ni milicia están a salvo del corrosivo surrealismo buñueliano, los militares interrumpen otra cena, fuman marihuana, y luego todo se interrumpe nuevamente, todo es parte al parecer de otro sueño. El comisario, Thévenot, el sargento, el teniente, Don Rafael, otro militar, todos ellos, gracias a la libertad de referir sueños, se convierten en vías de escape de la linealidad del relato, un universo donde existe la imaginaria y sudamericana Miranda, a donde se apuntan algunas ignorancias, otros vilipendios, por parte de los aristócratas. Buñuel era ya ducho, experimentado en romper esa fina línea divisora de realidad y onirismo, en mezclar ambos mundos, siendo pionera en su filmografía en este aspecto, Bella de día, pero nunca mostró la maestría que exhibe ahora en ese particular apartado de su estilo narrativo. Sueños, fantasías, recuerdos sórdidos, y todo enrevesado, sueños dentro de sueños, es sin duda una de las puestas en escena más valientes y desafiantes del director, que pone a prueba al espectador mismo, definitivamente no pudo ya despegarse de ese tipo de narración, y de la libertad casi total que otorgaba estructurar de ese modo su relato audiovisual. Así, todo sucede sin explicar nada, pues ciertamente no es necesario, no nos adentramos en las psicologías de los personajes, pues Buñuel nunca se caracterizó por profundizar en las psiquis de sus protagonistas; las circunstancias, el contexto, muchas veces adquieren preponderancia por encima de los humanos en el cine buñueliano. Técnicamente, hubo ciertas comodidades que la tecnología por vez primera permitió, fue un rodaje más plácido para Buñuel y que por entonces, con 72 años a cuestas, no le vino mal, pudo tener mayor control de la cámara gracias a controles de video novedosos, pudo controlar el audio mediante auriculares, pudo rodar sentado. Emplea asimismo un recurso, distintos sonidos en distintas situaciones nos interrumpirán el visionado, no nos permitirán escuchar a cabalidad diálogos de personajes, diálogos que podrían ayudarnos a entender sus humanidades, especialmente en el tramo final, con los políticos de por medio, un recurso que incrementa el interés del espectador, y que es ciertamente novedoso de apreciar en el cineasta. Igualmente apreciamos una cámara que se comporta con mucha sobriedad, recorre serenamente con travellings algunas estancias pero no tiene abruptos movimientos ni seguimientos de cámara en mano, como en ejercicios anteriores; se desarrolla ahora con parsimoniosa sobriedad. Se asentó finalmente ya también con su compañía actoral, el formidable Fernando Rey a la cabeza, la hermosa musa de Chabrol, Stéphane Audran, también brevemente de nuevo aparece su leal amigo Michel Piccoli como Primer Ministro, la elegancia actoral que extrañó el director en El Ángel Exterminador, la tiene finalmente ya a plenitud. En el final, vuelven todos a caminar, es como se clausura el filme, caminando sin rumbo, sin destino ni mayor explicación, todo podría haber sido tranquilamente el sueño de algún protagonista. No faltará quien diga que es la película mayor del director, cuya obra es tan gigantesca, en abundancia tanto cuantitativa como cualitativa, que es un poco azarosa esa aseveración, pero de lo que no cabe duda es que es una muestra mayúscula del cine que este extraordinario arista supo producir. Sencillamente infaltable ejercicio fílmico.
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