martes, 20 de marzo de 2018

El fantasma de la libertad (1974) - Luis Buñuel


Se acercaba el final para la carrera fílmica del gran Luis Buñuel, su estilo cinematográfico se encontraba ya plenamente desarrollado, y tenía la potestad, a esas alturas, de poder rodar sus preocupaciones artísticas sin mayores constricciones. Manteniendo las constantes de sus últimos años de trabajo, esto es, trabajando en colaboración con Jean-Claude Carrière como su coguionista, y los actores franceses que se convirtieron en sus continuos acompañantes en esa etapa final, elabora uno de sus cintas más libres, sino el mayor en ese sentido, donde toda su fuerza surrealista vigorosamente fluirá. Se trata de un filme que prácticamente carece de trama, carece de una sinopsis convencional, pues, titulándose El Fantasma de la Libertad, lo que hace Buñuel es mostramos una serie de situaciones delirantes, de situaciones sobre el papel absurdas, ilógicas, completamente contrastadas situaciones que en el fondo van deslizando los tópicos de siempre del cineasta, una sociedad artificial e hipócrita en sus postulados morales, en las leyes, entre otros temas. Uno de los filmes más entrañables del director, que, si bien asimismo fue uno de los que mayor trabajo y sacrificio le significó, debió ser sin duda uno de los que mayor satisfacción le brindó al español, que se encontraba ya clausurando su brillante andadura artística, a la espera de su último filme.

                    


En 1808, vemos soldados napoleónicos invadiendo suelo español y realizando fusilamientos, tras lo cual, ya en el presente, unas niñas reciben fotografías indecentes. El padre de una de ellas es Foucauld (Jean-Claude Brialy), descubre las fotos, de monumentos famosos, luego va al doctor. La enfermera del galeno (Milena Vukotic), debe viajar a ver a su padre enfermo, llega a una posada, donde conoce a unos monjes, y al joven François (Pierre-François Pistorio), que llega con su tía (Hélène Perdrière). Conocen todos al sombrerero Berman (Michael Lonsdale), que ejecuta masoquista sesión. A la mañana siguiente, ella se despide del posadero (Paul Frankeur), y lleva en su auto a un profesor, (François Maistre), es maestro de unos gendarmes, a quienes refiere una singular historia sobre un almuerzo, defecando en una sala, comiendo en privado. Luego, al Sr. Legendre (Jean Rochefort) se le diagnostica cáncer, lo oculta a su mujer, se le informa que su hija ha desaparecido, y pese a estar la niña en su presencia, se realiza la denuncia respectiva en la policía, se inicia la búsqueda. Luego, un hombre (Pierre Lary) dispara desde lo alto de un edificio, mata numerosas personas, es enjuiciado, condenado y liberado. El prefecto de policía (Julien Bertheau) conoce una mujer idéntica a su difunta hermana, hay un episodio de cercana necrofilia, es encarcelado, tras lo cual se oyen disparos en un zoológico.






De esa forma finaliza uno de los filmes mejor conocidos y que mayor consideración tiene de Buñuel, completamente adscrito a su etapa final, un surrealismo de cierta sofisticación, un conjunto de eventos aparentemente sin la menor conexión o punto común, y que curiosamente, al inicio de la película se dice que está basada en un relato del célebre literato español Bécquer, aunque ciertamente solo el segmento inicial lo está. Ese proemio nos sitúa en Toledo, 1808, año de invasión napoleónica, uno de los personajes invasores, en llanto, intenta besar una estatua femenina, recibiendo correctivo físico de la contraparte masculina, como corrigiendo los excesos de los invasores, sutil figura la deslizada, que algo de política puede tener. Adecuada apertura, pues en este filme encontraremos, por momentos, a opinión del coguionista Carrière, plasmadas algunas de las mayores preocupaciones y aspiraciones del surrealismo, pues Bretón definía, en el manifiesto surrealista, el momento en que las contradicciones desaparecían, como una de las mayores cimas de este movimiento. Lo negro y lo blanco, el día y la noche, la defecación en una sala de estar, ingerir alimentos en la privacidad de lo que a todas luces es un cuarto de baño, lo convencional se hace pedazos, las oposiciones pierden sentido en la cinta buñueliana. “Odio la simetría”, afirma un hombre, el mismo que dice a su esposa “volviste”, respondiendo ella que ni siquiera salió; “el mar ya no es el mar”, asevera después, se van deslizando ya situaciones absurdas, ridículas, coronadas perfectamente con la secuencia del descubrimiento de las fotos, delicioso apreciar la indignación de los libidinosos esposos al revelarse finalmente las imágenes. Uno de los mayores delirios del filme, uno de los mayores divertimentos, es sin duda cuando el sombrerero da rienda suelta a sus mórbidas aficiones, delirio tan exquisito como divertido, cuando su entusiasmo va creciendo conforme se incremente el grupo de invitados a su habitación, quienes no imaginan lo que viene a continuación. La demencia de esa secuencia alcanza su clímax cuando todos ven a su mujer propinándole azotes, y al retirarse raudamente todos al ver la masoquista situación, el anfitrión profiere “¡al menos que se queden los monjes!”, humor buñueliano en su máxima expresión.







Un doctor afirma a su paciente que tiene cáncer de hígado, y tras la fulminante noticia, le ofrece un cigarrillo, el delirio no se detiene. “Aquí estoy” indica posteriormente la hija del enfermo, que se acaba de perder, y por quien se dará intensa búsqueda, está en las narices de los adultos todo el tiempo; una figura, una situación, confesamente deseada por el cineasta, un deseo de juventud que no pudo rodar, y que finalmente puede ahora plasmar. Otra de las situaciones absurdas, el asesino francotirador, es condenado en juicio, a continuación liberado de las esposas, sale a la calle, para recibir aclamaciones y solicitudes de autógrafos; es sin duda la cinta en el que las oposiciones, los absurdos, alcanzan clímax en la filmografía del español, un mundo donde se enciende una vela y entonces llega la luz, entre tantas otras contradicciones. El referencial evento, por cierto, de la defecación grupal, pública, en un grupo de retretes, sucede tras el prolegómeno del profesor con sus alumnos gendarmes, a quienes va explicando lo complejo y relativo de las leyes humanas, convenciones que se supone deben buscar la armonía social, pero es justamente ese uno de los tópicos que más tenazmente atacó Buñuel durante su carrera, la hipocresía y doble moral de la sociedad, que subyuga al individuo, suprime su libertad, volviéndola un fantasma. El surrealismo de Buñuel ha alcanzado en el crepúsculo su punto cúlmine, no destila el desenfreno de sus primeros años, desaparece ese desparpajo, ahora ese surrealismo parece estilizado, se inserta dentro de situaciones “lógicas”, y de esas antítesis es de donde surge la potencia, la fuerza del surrealismo de la final etapa del cineasta, una suerte de desorganización dentro de lo organizado, desestructura lo ya estructurado. Ahora contamos con numerosos personajes, no ya seis a cuyo alrededor fluirán, gravitarán los inverosímiles acontecimientos, como sucedió en el caso de El discreto encanto de la burguesía (1972), ahora son más de una decena, de mayor o menor importancia, pero numerosos, es un desfile de delirios, de situaciones absurdas, aunque el cineasta en alguna ocasión haya desmentido esto último. Lustradas de zapatos, aventones en automóvil, esas sutiles acciones se convierten ahora en vehículos para pasar de una circunstancia a otra, conectando los hechos, y es que ciertamente serían todos eventos inconexos, sin un vínculo natural, eventos completamente desvinculados a no ser porque un personaje lleva, conecta con la siguiente situación, articulando el relato, estructurando un poco lo relatado; por ejemplo, la posada se convierte en uno de los puntos comunes, tanto para los personajes como para que se conecten las historias.







Desliza también su infaltable erotismo, la enfermera que se cambia discretamente no pudiendo dejar de mostrar el director algún detalle reconocible; veremos asimismo a la anciana tía, desnuda, y a la mujer masoquista cambiándose de ropa. Sin duda, los años, las décadas han pasado, y las libertades para ese tipo de imágenes en un filme han crecido, para beneplácito de Buñuel. El entomólogo que lleva dentro tampoco se ausentará, en la figura de las tarántulas mostradas, y la pequeña del inicio asimismo cambiará sus fotos por otras de arácnidos. Crecerá nuevamente su bestiario, aparece la gallina, en forma de gallo ahora, elemento buñueliano resaltante desde siempre, luego una oscura figura con una vela, después un cartero en bicicleta, un avestruz, y todo en el dormitorio de los esposos, todo de noche, es el primer delirio, lo onírico ya se plasma completamente, en un escenario escindido del tiempo, como lo marca el reloj que avanza arbitrariamente. La religión, otro ineludible santo y seña en el cineasta ateo gracias a Dios, se plasma de igual manera en el ácido retrato de los monjes, seguidores de San José discutiendo sobre la santidad, si es condecoración o no, son carmelitas que juegan a las cartas, usan escapularios y vírgenes como fichas de apuesta, un delirio que fluye tranquilamente, sin aspavientos, casi naturalmente, el cineasta está ya maduro. Otra curiosa incursión de la muerte en el filme se apreciará, con el personaje que desea a su hermana, el prefecto de policía a quien nadie reconoce como tal, protagonista de necrofílica y potente insinuación, que ya habíamos visto esbozada con el duque y sus mórbidas adicciones en Bella de día (1967), la triste y célebremente censurada secuencia, ahora presentada algo más atenuada. Técnicamente, se ha llegado también al final estadío del director, con su cámara que se comporta sin mayor espectacularidad ni ostentaciones, solo con tranquilos travellings que hacen los seguimientos de las acciones, deslizándose con resuelta serenidad. Se solaza finalmente en los animales del zoológico Buñuel, afloran finales intereses del español, finales figuras, en la secuencia desenlace escuchamos disparos, una naturaleza para su cierre fílmico no visto por primera vez en el director. Quiso plasmar cierto aire perturbador en ese final dice el ibérico, con esa avestruz cuyas alargadas pestañas le parecían postizas, femeninas, un final surrealista, un final como el filme. Un septuagenario Buñuel parece ya rodar libre de ataduras, de constricciones, sin compromisos ni obligaciones, como si rodara por propia satisfacción, para plasmar sus obsesiones de juventud no consumadas; desde luego, genera esto debates, sobre las reales intenciones del director. No faltan quienes se indignan ante una actitud en el realizador con la que consideran juega en exceso con el espectador, enfureciendo a algunos críticos. Lo cierto es que, al filme, una vez más, no debe buscársele una explicación o hilo lógico. Es la película que más trabajo costó a director y guionista, más de dos años de ardua labor, pero a su vez probablemente una de las más gratificantes para ambos artistas. El gigante Buñuel realiza su penúltima película, el final se encontraba ya a la vuelta de la esquina, sigue trabajando con sus leales actores franceses, los ya conocidos Paul Frankeur, Julien Bertheau, Milena Vukotic y Michel Piccoli, a quienes se suman los distinguidos Michael Lonsdale, Jean Rochefort, entre otros. El ocaso de un genio se acercaba, algunas de sus mayores, y finales joyas cinematográficas van ya tomando forma, era ya hora del gran colofón a su obra, Ese oscuro objeto del deseo (1977).















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