miércoles, 30 de mayo de 2018

Pagar las deudas (1922) - Frank Borzage


Gran filme del director norteamericano Frank Borzage, cineasta no demasiado reconocido pero que con razón se tiene ganado el respeto como director de la época solemne del cine, el cine mudo, periodo en el que algunas obras de gran factura realizó. Para este momento, Borzage, el director conocido como uno de los mayores exponentes cinematográficos del melodrama, adapta una novela de Fannie Hurst, una historia trágica, de arribismo, de amor frustrado, de remordimientos, e incluso algo de elementos supernaturales, una película en la que el cineasta iba ya puliendo su definitivo estilo. Algunos críticos aseveran que aún no alcanzaría su cima mayor, cúspide que asimismo se afirma no llegaría hasta El séptimo cielo (1927), u Hombres de mañana (1934), pero lo cierto es que este director tenía ya bastante definidos no pocos de sus nortes audiovisuales. Es la historia de Hester Bevins, una bella jovencita provinciana, que anhela cambiar su pueblo por la ciudad, rechaza a un pretendiente que la ama, va a buscar trabajo a Nueva York, convirtiéndose en amante de un adinerado hombre mayor; pero la felicidad no era tan simple de conseguir, y cuando regrese a su pueblo, encontrará a su antiguo amor, ciego, que vuelve de la guerra, y ella deberá elegir qué hacer. Sin ser una obra maestra, ni un ejercicio extraordinario, es un bastante decente filme mudo.



En Demopolis, un apartado pueblo, vive Hester Bevins (Seena Owen), que con empeño desea salir del campo, de la insípida pensión donde vive, e ir a vivir a la ciudad. Ella es cortejada por Jerry Newcombe (Matt Moore), él va a verla, y le propone que se casen, recibiendo una negativa, pues ella ambiciona una vida de lujos y solvencia económica, algo que Jerry no puede ofrecerle. Hester consigue su cometido, se va a Nueva York, cinco años pasan rápidamente, tiene un muy lujoso departamento, donde ofrece ostentosas fiestas, conoce al magnate Charles G. Wheeler (J. Barney Sherry), se vuelve su amante, y él la rodea de autos, viajes, y todo el lujo que Hester siempre deseó. Pero en su soledad, ella se preguntaba si en realidad esa era la felicidad que deseaba, y se acuerda de Jerry; luego de viajar muy cerca de Demopolis, ella decide volver a su pueblo, encuentra a Jerry, se reúnen, pero ella pronto vuelve a Nueva York. Hester sigue con su vida desenfrenada, Jerry va a la guerra, donde pierde la visión, y ella, descorazonada al regresar y encontrarlo ciego, e incluso con poco tiempo de vida por delante, se casa con él -que ignora su situación-, con consentimiento de Charles. Jerry muere, y Hester tiene alucinaciones con él, está atormentada, ella regresa a vivir a Demopolis, retoma su antigua vida, trabajo y amigos, y terminan los tormentos, ella recupera tranquilidad.




Es un muy apreciable filme mudo, y aunque como se dijo al comienzo, casi consensualmente se considera los mayores logros artísticos de Borzage a El séptimo cielo y Hombres de mañana, tenemos en el presente ejercicio ya mucha de la identidad cinematográfica del director, su estilo, sus temas, su expresión técnica. En ese sentido, el fotograma inicial ya se muestra notable, notable la fotografía de ese inicial segmento, donde la soledad de ella queda ejemplarmente plasmada, la soledad, la ausencia de lo que ella añora, la sofisticación y lujos que ella nunca encontrará en el campo; y la silente imagen es elocuente, con ella de espaldas observando a la locomotora (símbolo por excelencia de lo industrial, de la tecnología) que se aleja con el rumbo que ella añora, la ciudad. Es magistral, una fotografía plagada de esa falta, de esa frustración, la ausencia que lo gobierna todo. Personalmente, incluso hizo recordar a quien escribe a algunas secuencias del maestro Dreyer, herederas e impregnadas de las herméticas imágenes pictóricas de Vilhelm Hammershøi; habrá que esperar buen rato para volver a apreciar instantes de semejante naturaleza en el filme. El conocido como uno de los maestros del melodrama hace honor a su reputación, y presenta una típica historia de desamor, en la que los protagonistas se debaten entre dos mundos opuestos, la brillante y lujosa ciudad, con su seductor fulgor, excesos y lujuria, contra el simple y humilde campo, pleno de sencillez, y en el final, de redención; es un escenario en el que el amor complicará todo, pero a la vez será la salvación para ella. Así, tenemos al viejo ricachón que seduce a una arribista fémina, hambrienta de opulencia y boato, indecisa mujer que se verá acorralada al tener que elegir entre su verdadero amor, lisiado y al borde de la muerte, y la lujosa vida que siempre deseó; pero ella, con su alma de crepé y satín, gracias a su amado reencontrará la tranquilidad y felicidad, una felicidad por la que abandonó su natal tierra para buscarla en la ciudad, solo para descubrir que esa felicidad siempre estuvo en su hogar.




En cuanto al filme propiamente y su contenido, nos encontraremos con una cinta en la que hay marcadamente dos lenguajes diferenciados, y es que cuando Borzage se desenvuelve en exteriores, se libera todo su potencial con las tomas en el campo, consiguientes tomas de gran fuerza visual, poesía audiovisual por momentos, la abundante vegetación que enmarca esos instantes y el gran espejo acuoso de un arroyo. Así, intercala el director planos donde los seres humanos abarcan toda la jerarquía de un plano, con otros donde la desbordante naturaleza, la verde vida, el luminoso sol, relegan a los humanos a casi un elemento más del plano. Notable y diferenciable, aprovecha Borzage esos ambientes, no muestra solo planos cercanos de la pareja, sino que mayormente aprovecha todo ese escenario y muestra secuencias donde la naturaleza tiene importante participación, pues esos planos, los de exteriores, son vida, muy contrapuestos a la fría ciudad, con sus luces, asfalto, autos y grandes edificios. Ciertamente es en los exteriores donde brilla la libertad creadora del director, el dominio estético se manifiesta en todo su esplendor, siempre en notable contraposición a los estériles planos de interiores, de la ciudad, donde se siente como si se ahogara toda esa capacidad estética desperdiciada, pero desde luego es un desperdicio que tiene un norte. Esto se plasma hasta el punto que, visualmente, pareciesen dos filmes diferentes, uno en el campo, con la luminosidad, frondosidad, la amplitud y la vida propias del área, y el otro, citadino, privado de esas libertades, reducido, confinado, frío. Asimismo, la cámara se muestra durante la gran mayoría del filme estática, quietud es lo que domina en un desenvolvimiento sin mayores movimientos ni ambiciones, centrándose de esa manera la atención en la acción, en el drama que observamos, en las peripecias de los personajes. Y es que no se encuentran destrezas técnicas, no hay zooms, no hay travellings, y solo al final observaremos unas superposiciones de planos; la linealidad narrativa, el realismo no se rompe en casi todo el filme.




Es Borzage de hecho un maestro del melodrama, y lo deja patente, sacrifica el virtuosismo técnico en su película, como ya hemos visto, una obra sin mayores trucajes ni artilugios técnicos, -al menos durante casi todo el filme, a excepción del final-, dando preponderancia, otra vez, al drama, sin distraer la atención de lo retratado. Solamente al final se quebrará esa planicie narrativa, con los planos superpuestos, un recurso plenamente perteneciente al cine mudo, plasmando la locura, el horror, lo fantasmagórico, el alma de Jerry vuelve, reclama a Hester que regrese a lo que ella realmente es, ella, con su alma de crepé y satín, en el fondo nunca dejó de ser la chica del campo, de provincia, probó las pecaminosas mieles de Babilonia, para luego volver a su hogar. Como dice la leyenda que se aprecia en el filme, ella viajó a las entrañas de Babilonia, y escapó de ella, escapó gracias a Jerry, a su verdadero amor, el amor que lo cambió todo, tanto que ella al volver a Babilonia, a Nueva York y a sus excesos, no volvió ya como la misma mujer, las orgías y fiestas salvajes habían quedado atrás, el amor la redimió. Tenemos asimismo una virtud narrativa, contrapone el cineasta dos momentos claves y opuestos, el goce, el boato, el desenfreno de la vida de Hester en Nueba York, contra las penurias bélicas de Jerry, esa contraposición narrativa, ese contraste entre un momento y otro, paralelamente mostrados, es un siempre apreciable y efectivo recurso narrativo y expresivo, pues al plasmar dos momentos opuestos de modo simultáneo se multiplica el efecto conseguido de lo que se retrata, gracias a la antítesis; un recurso esgrimido por distintos cineastas, en distintos momentos de la historia. Muy agradables e interesantes son algunas composiciones, a parte de la primera ya mencionada, el plano que apertura el filme, está la secuencia de ella, en el hospital, clamando en una ventana a Dios por lo que considera una injusticia al tener a Jerry en tan lamentable situación; nuevamente una ausencia, ahora potenciada por incluirse en el plano a un lisiado Jerry, él hacia nosotros, mientras ella, de espaldas, clama ante un Dios que parece ausente, nuevamente la ausencia se apodera del plano, en esas secuencias de una composición y fuerza notables, distintas a las demás. Nuevamente una superposición de planos cierra el filme, otra de las pocas excepciones donde se rompe la linealidad técnica que gobierna el filme en general, aunque se siente algo simple el final sin embargo, ella “paga su deuda”, paga su compromiso con Jerry, injustamente desperdiciado ese amor, y si bien es algo tarde, pues él ha muerto, ella puede recobrar su tranquilidad. Culmina de este modo un correcto filme mudo, de muy poca circulación mediática, que sin ser una obra maestra, es una obra seria, de un cineasta que se especializó en el melodrama, y tenemos aquí un buen ejemplo de su arte, poco antes de alcanzar las que muchos consideran sus mayores cumbres artísticas.








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