miércoles, 20 de septiembre de 2017

La muerte en este jardín (1956) - Luis Buñuel

Continuaría Buñuel su evolución como cineasta, y siendo el particular el año de estreno de esta cinta, 1956, un año coyuntural dentro de su carrera, un gran cambio se empezaba a gestar en el director, un cambio que se había iniciado con Así es la aurora, poco antes estrenada. Prosiguiendo con su personal tradición, adapta el español una obra literaria al cine, obra de José-André Lacour, adaptada al guión por su célebre colaborador, Luis Alcoriza, y con participación suya también, un tándem ya muchas veces repetido, generalmente con éxito. En el filme Buñuel va fusionando algunos de sus viejos tópicos y obsesiones, con algunas nuevas filiaciones artísticas y temáticas, sin duda va madurando para alcanzar ya su plenitud en tierras europeas, en filmes posteriores. La historia retratada nos muestra un grupo de individuos, viviendo en un lugar no determinado, donde abundan diamantes, a donde llega un aventurero, encontrando ambiente de rebelión entre los trabajadores diamantíferos y militares que los desalojan; al producirse violento choque entre los grupos, el aventurero, un sacerdote, un anciano y su hija, además de una prostituta, emprenderán desesperada huida por la jungla. Buñuel sigue la línea de filmes como Robinson Crusoe (1954), pero sobre todo de la cinta arriba mencionada, va explorando ya nuevos caminos, y ve que el sendero de coproducciones fílmicas europeas es ya un camino ineludible e indefectible.

                  

En un país no determinado, tierras diamantíferas, un grupo de lugareños, extractores de diamantes, son informados que serán desalojados por fuerzas militares, intentan protestar, pero son reprimidos. Allí vive Castin (Charles Vanel), con su hija sordomuda María (Michèle Girardon), llega luego el forastero Shark (Georges Marchal); en medio del turbulento ambiente, el padre Lizardi (Michel Piccoli) intenta persuadir a todos que no se rebelen. Conoce Shark a Djin (Simone Signoret), atractiva prostituta que lo entrega a los militares, quienes lo acusan de un robo. Pero Shark consigue escapar del calabozo, los militares matan a muchos de los lugareños, se acusa a Castin de exhortar a la revuelta, éste se esconde en casa de Djin y le propone matrimonio, quien acepta pensando en el dinero del viejo. Emprenden la huida, Shark, Djin, Lizardi, Castin y su hija, ayudados asimismo por Chenko (Tito Junco). La inmisericorde selva los castiga, mientras los soldados les van siguiendo el rastro, Djin, y luego Castin van perdiendo entereza, escasea alimento y llueve copiosamente. Shark encuentra entonces alimento y hasta joyas, parece que ha llegado la salvación, deben construir una balsa y atravesar un lago. Pero de pronto Castin es presa de la demencia, mientras planean la huida, y mientras Shark y la prostituta se enamoran, mientras otros pelean por las muchas joyas encontradas, toma un rifle y mata a Djin y a Lizardi. Shark lo liquida y se va finalmente con María.








En este filme, Buñuel articula la estructura narrativa en partes bien diferenciadas, la primera, con el mundo supuestamente civilizado, pero en el que a la vez impera la violencia y los balazos; la segunda en la que la selva se encargará de sacar el lado más desesperado de los desgraciados, hasta hacerlos perder la calma, la cordura, y eventualmente hasta la vida; y luego tibiamente retorna la lucidez, pero a la vez, y de la mano con esa lucidez en algunos casos, sus ambiciones y maldad, encuentran salvamento, comida, y hasta bienestar superfluo, joyas. Pero con las joyas retorna a ellos mucho de lo malo en su humanidad, un antagonismo que pareciese ser un eco de lo acariciado en Robinson Crusoe, el retorno a lo más básico del hombre, el cuestionamiento de los principios más elementales, de los mayores convencionalismos de la civilización (si bien no se llega al extremo de la soledad y aislamiento total del aristócrata aventurero inglés, cuyo viaje al interior fue mucho más profundo). En uno de los filmes donde más vigorosamente plasma el cineasta una de sus filiaciones, el interés político y hasta cierto punto con lineamientos revolucionarios, desde el comienzo de la cinta, pronta e inmediatamente retrata una cruda confrontación, confrontación clasista que adquirirá carices violentos. Los explotadores, en la forma del opresor gobierno, los militares, contra los explotados, los humildes y esforzados trabajadores diamantíferos, que ven su estilo de vida, su modus vivendi y única fuente de ingresos, abruptamente cortados. Así, una de las primeras cosas que vemos es la violencia, el violento choque del comienzo, los militares reprimiendo a los trabajadores, una clara variedad del tradicional choque clasista, y la figura que inmediatamente muestra, tras esa confrontación, es alegóricamente un tablero de ajedrez. En el aspecto de puesta en escena, algunos encuadres, algunos planos, aunque no en abundancia, dejan evidencia de la madurez, del dominio técnico que ha ido adquiriendo el director, ya curtido, y que entraba de lleno ya a los filmes en color; pero, en el análisis general, es este un filme en el que el surrealismo brilla por su ausencia (el único momento en que se rompe esto, es cuando aparece una foto, asoman sonidos de automóviles, autos y luces, inverosímil cuadro que se desvanece al alejarse el enfoque de la foto), un filme lineal, plano, en el que Buñuel más bien explora otros tópicos que van llamando su atención poderosamente. Recupera el director en ese sentido uno de los temas que impregnarían sus directrices en más de un filme aquellos años, el inverosímil infierno creado al que se enfrentan unos seres humanos, en espacio y situaciones que se vuelven mínimas. Ahora, como en Robinson, hay una lenta y gradual ruina y degradación, ante una situación extrema, una voraz jungla que abre sus fauces amenazantes, los sujetos son presa de la desesperación, siendo el anciano Castin el más inútil, el más indefenso.







En adelante no habría marcha atrás, el nuevo tópico ciertamente fascinaba a Buñuel, probablemente iniciado con la ya mencionada Robinson, continuada con Así es la aurora, y luego llevaría ya esto a su cúspide, y en distintas variaciones, con El Ángel Exterminador (1962). Siendo Buñuel un cineasta con su temperamento y obsesiones, se advierte nuevamente al entomólogo que se solaza en lo que plasma, con los humanos enfrentándose a pruebas inverosímiles, que colindan con lo absurdo e irreal, con el director que se inclina como un entomólogo, curioso y científico, analizando a sus sujetos de  prueba, como si de un experimento se tratara (siendo justos, para el cineasta ciertamente lo fue). Llegaba asimismo otro gran cambio, usaba Buñuel después de mucho tiempo, desde su exilio en tierras aztecas, actores europeos, actores franceses tras décadas de separación, y si bien habla el cineasta de lo tortuoso que fue trabajar con Simone Signoret y sus aires de diva, estrechó vínculos con Michel Piccoli, a quien gran amistad le uniría. Si bien el filme se diferencia de otros trabajos más a lo Buñuel, se advierten de todas maneras sus temas obsesión, como la infaltable muerte, sempiterna amenaza en la forma de la inmisericorde jungla, aunque es finalmente la demencia humana la que termina con la mitad del grupo, es Castin quien se desquicia y liquida a todos; está la relativa novedad ahora, la nueva obsesión, un grupo de individuos, que por una u otra circunstancia, más o menos realista, con mayor o menor verosimilitud, se ven inmersos en situaciones demenciales, que llevarán su humanidad al límite, al romper toda convención de vida en un mundo civilizado. Las circunstancias, de un caso a otro, de un filme a otro, variarán, y tiene Buñuel ahora el olfato de deslindarse de tener que encuadrar su historia en un espacio geográfico determinado, simplemente nos desliza que es un país sudamericano, que comparte frontera con Brasil. Un siempre ineludible tópico buñueliano, religión por supuesto, no se ausenta, otro de los temas capitales en la filmografía del genio de Talanda, comienza a prefigurar variaciones que en posteriores filmes trataría con mucho mayor detalle y libertad. Esto se basa en el padre Lizardi, una figura ambigua, diametralmente opuesto a sacerdotes anteriormente vistos en Buñuel, como el padre de Él (1953), y que hasta cierto punto se insinuaba en el irreverente sacerdote de El río y la muerte (1954), ambos tan convencionales -por ponerlo de una manera-, comparados con lo que ahora podríamos llamar un sacerdote indefinido, ambiguo en su actitud, siempre adoptando responsabilidades por otros (“yo respondo por él”, o “yo me responsabilizo”, le oiremos decir), que inconscientemente forma parte del bando opresor, que se ve superado por las circunstancias, nos va ya anunciando lo que será el padre en Nazarín (1959).








El padre Lizardi, desde su primera aparición, desde sus primeras palabras, va delineando ya claramente de qué personaje se trata, quiere apagar la revuelta, “quien a hierro mata, a hierro muere”, dice serena pero determinadamente. El sacerdote es un personaje clave, que transita en cierto modo, de un bando a otro, en ese sentido su evolución lo hace uno de los personajes más interesantes: si bien al comienzo instaba a Castin a que se entregue y termine con las matanzas y violencia, luego colabora a ocultarlo, no lo delata, ayuda a que se esconda de la milicia. Va renunciando a su fe, simbólicamente arranca las hojas de la biblia para encender el fuego, ha sacrificado su fe por lo material, por la supervivencia, la carne le ha ganado a la fe, ciertamente es el personaje más atractivo, en el que Buñuel parece haber vertido más su curiosidad e interés. Delirantemente cuenta una anécdota sobre huevos duros, sin que nadie preste la menor atención, una anécdota inconexa con lo que se vive, y, a mi juicio, muy probablemente una anécdota íntimamente vinculada a Buñuel mismo; en el final significativamente le dice a Shark que su opinión sobre él ha cambiado. Shark es una especie de hereje, no cree en Dios, no se arrodilla ante la imagen de Cristo en una capilla, sino hasta que a la fuerza, con un golpe de rifle en sus piernas, lo obligan. Y se complementa al final, cuando llega la embarcación, diciendo “es curioso, tuvieron que morir 60 hombres para que Dios nos salve” (Castin añade también algo a esto, cuando presa ya de la demencia, se apresta a matar a todos, diciendo “la justicia de Dios hablará”). Como siempre, en sus personajes va volcando el cineasta rasgos humanos, la inocencia de la muda, el comportamiento comedido de la prostituta, el anciano cándido, y ese indescifrable sacerdote, todos conforman lo que se podría considerar la totalidad de los matices humanos a los ojos de Buñuel. En el violento final, tras todo lo vivido -y sobrevivido-, Djin y Lizardi son muertos por Castin, el más fuerte y la más débil finalmente son los sobrevivientes, Shark y María, la inocencia de ella es lo que la salva, y respecto a esa dualidad de los supervivientes, Buñuel afirma no saber por qué ese par fue el que resistió al final, “la naturaleza no actúa según las leyes humanas: es ciega”, nos dice. El filme se desarrolló en un momento trascendental en Buñuel, que ya estaba bien asentado en México, que había alcanzado fama, notoriedad y reconocimiento, tanto de público como de crítica, pero al que las puertas del escenario cinematográfico mexicano empezaban a cerrársele. Comienza ya el gran cambio, las coproducciones con Europa eran un camino más que asequible, se iban haciendo el único camino a seguir, y los productores europeos empezaban a mirar con deseo al joven y prometedor cineasta español, que más que una promesa, era entonces ya una realidad, presintiendo que su gran explosión estaba próxima a llegar; era el momento indicado, el punto de inflexión en su carrera había llegado. Atípica y coyuntural, muy de Buñuel pero a la vez distinta a sus más tradicionales trabajos, digna e indispensable para los estudiosos de su obra, una cinta no de sus más conocidas, y reconocidas, pero necesaria para el entendimiento global de su obra.











jueves, 7 de septiembre de 2017

Ensayo de un crimen (1954) - Luis Buñuel

Nuevo ejercicio cinematográfico buñueliano en tierras mexicanas, la época de su exilio donde fructíferamente seguía cimentando su carrera, su estilo y su reputación a nivel internacional, a la vez que por supuesto continuaba plasmando su indeleble impronta en los filmes que producía. En esta oportunidad, y como tantas otras veces hizo, nuevamente adaptará una novela, ahora de autoría de Rodolfo Usigli, en cuya adaptación al guión participó el propio cineasta con la colaboración de  Eduardo Ugarte. Es un proyecto cuyo nacimiento se afirma tuvo mucho que ver el actor protagonista, Ernesto Alonso, en el que se retrata la singular historia de un individuo, de mediana edad, sin demasiados carices extraordinarios en su vida, que vive convencido de que tiene poder sobre la vida humana, en la forma de una caja musical que tuvo en su infancia; el personaje piensa y está seguro que esa caja le permite, con el pensamiento, decidir sobre vidas de las mujeres, y ya de adulto, aunque desea cometer reales asesinatos, nunca los consuma, salvo, según su juicio, cuando la caja se lo permite. Un filme que continúa desarrollando muchos de los tópicos más recurrentes en la filmografía del director, en el que tuvo ciertos inconvenientes con el literato autor del trabajo original, que entorpeció no poco la realización, pero sin embargo se configura una cinta de las más reconocidas del cineasta, que seguía madurando artísticamente.


                    


En tiempos convulsos de la revolución en México, vive el niño Archibaldo de la Cruz, engreído hijo de aristócratas, a quien su madre obsequia una caja de música. Esa misma noche, a Archibaldo se le relata un cuento, que esa caja permite liquidar a los enemigos, y poco después, su institutriz cae abatida por una bala. Tras recordar el evento, un ya adulto Archibaldo (Alonso) cuenta todo a una monja, luego intenta asesinarla, fracasa, pero la monja cae de lo alto de un edificio y muere. Archibaldo acude a la comisaría, donde asevera haber matado a la religiosa, y comienza a relatar cómo, en su adultez, recuperó la caja musical obsequio de su madre, recuerda conocer a Patricia Terrazas (Rita Macedo), recuerda que admiraba a Carlota Cervantes (Ariadna Welter), amante del casado Alejandro (Rodolfo Landa). La coqueta Patricia intenta seducirlo, son detenidos ambos por Willy Corduran (J.M. Linares Rivas), esposo de ella; al día siguiente, Patricia ha sido asesinada, la policía está investigando. Archibaldo le propone matrimonio a Carlota, que dice lo pensará, y conoce después a la hermosa Lavinia (Miroslava Stern), con quien tiene fugaz idilio en su estudio de artesano, y donde a su vez tiene un maniquí, muñeca idéntica a ella. Carlota acepta la propuesta de matrimonio, pero sigue viendo a Alejandro, que la asesina el día mismo de la boda. Archibaldo termina de recordar, y finalmente se va con su bella y querida Lavinia.







La naturaleza satírica del filme va siendo definida ya desde el comienzo del mismo, con unos gráficos de cierto decoro en los créditos que van fluyendo, mientras una música socarrona de órgano acompaña dichos gráficos, y ese tibio contraste ya va delineando lo que será la cinta. En ese soberbio inicio fílmico, agradable y relativamente novedosas maneras apreciamos, en el que se funde de repente todo, pasado y presente, gracias a esa voz en off narradora, más de una perspectiva temporal de ese modo se fusiona en ese comienzo, estructurando de inmediato el doble hilo narrativo que veremos, y estructurando un relato dentro del relato. A su vez, pocas veces dos tópicos buñuelianos se plasmaron tan prontamente en un filme, en las secuencias iniciales, y de modo tan eficiente, cuando veamos a un infante Archibaldo, tras ser asesinada su institutriz, mirar con ojos muy abiertos, con expresión de excitación, a la institutriz en el suelo. Su expresión es representación, como el mismo protagonista dice, de satisfacción, de placer y morbo, el morbo desatado por el asesinato, pero a su vez por los túrgidos muslos descubiertos de la muchacha -guiño buñueliano por excelencia-, no sabemos a ciencia cierta si esa mirada responde a la muerte, al erotismo de las carnes de la chica, o probablemente a ambos. Pocas veces encontramos tan contundentemente amalgamados dos de los más recurrentes temas de la producción del ibérico, sexo y muerte; erotismo, libídine y fenecimiento. Prontamente también se plasman otras de sus filiaciones, sus personales matices, la política, enmarcando todo en el violento contexto de los días revolucionarios en México, una tibia pero siempre presente directriz que el español deja patente en casi todos sus filmes. Como se dijo, uno de sus nortes principales, la muerte, es punto crucial de las acciones, pues nuestro protagonista es un asesino, un asesino frustrado, asesino frustrado de mujeres, con muertes truncadas, pero no por eso desaparecen los deseos de matar, con una bizarra ironía, pues finalmente las frustradas víctimas terminan por efectivamente fenecer (el ardiente deseo frustrado, otro de los temas buñuelianos por excelencia, no falta). Curiosa y significativamente, sus deseos de matar se centran exclusivamente en mujeres, alimentando esa aura de pusilánime, cobarde y estéril asesino, ciertamente es inicuo, bebiendo vasos de leche en vez de licor, resultando casi absurda su figura, como si nunca hubiese desaparecido algo del niño que descubrió la caja de música, y ciertamente tiene un aire infantil la acertada interpretación de Ernesto Alonso.








Como no podía ser de otro modo, el cineasta sigue deslizando sus guiños, sus detalles personales, sus fetiches, como el conocido fetiche de los pies, y así, muestra sus zapatos Patricia en plena mesa de apuestas, y reiterados comentarios le dedica. Y continuarán sus tibios, pero perceptibles guiños para el conocedor de la obra buñueliana, como Archibaldo agitando frenéticamente el pie mientras hace sus artesanías; o la pierna del maniquí que se desprende mientras es arrastrado a la caldera; y el zapato de la muñeca que luego se asoma, cuando Carlota y su madre anuncian la aceptación de la propuesta de matrimonio, como su culpabilidad, como su impulso que también se asoma. El erotismo, naturalmente, nunca deja de fluir con Buñuel, con detalles como Archibaldo revisando los muslos de la muñeca, casi patológicamente, mientras busca encender el deseo de su hermana de carne, Lavinia. En esa misma secuencia, recupera, tan tibia como exquisitamente, el detalle del intercambio de personajes, en otros filmes plasmado, Archibaldo besa los gélidos labios del maniquí, pensando en Lavinia, para despertar celos en Lavinia, y tiene éxito en su cometido. La parte surreal colabora asimismo con esto, en la primera fantasía de Archibaldo, se nos muestra los turgentes muslos de la institutriz teñidos de sangre, la lujuria se funde, literalmente, con la muerte, con lo oscuro y sanguíneo, con el morbo, gracias a esas superposiciones de planos, de los muslos de la muchacha, invadidos por el líquido sanguíneo. Se hace presente también la religión, con esa oración que Carlota recita férvidamente. La infancia, otro de los temas capitales también de Buñuel, una de las fuentes de donde bebe su inspiración, se hace presente, con ese personaje que, como se dijo, en buena medida nunca pierde algo de infancia, con el símbolo de la caja musical, y a su vez tenemos en ella el leitmotiv con el que reincidentemente se vuelve a la infancia de Archibaldo. Es un individuo con inclinaciones narcisistas, “soy un hombre distinto a todos los demás”, clama, un sujeto con algo de sátiro (como el cineasta…), revisando furtivamente prendas femeninas. Se le define como un “artista original que no sigue reglas”, ciertamente el protagonista tiene mucho de alter ego del propio cineasta, que plasma sin desparpajo sus propios rasgos en su personaje. Archibaldo asesina, y goza, ríe, aunque sea solo en fantasías, deseos truncados, acaso un reprimido y curioso -por llamarlo de una manera- instinto dormido del propio director. Algo de suyo, mucho en realidad, tiene el artesano personaje, el alfarero, sí, al que insufla Buñuel sus propias pasiones, complejos, obsesiones.








Así, tenemos un típico protagonista buñueliano, que puede ser un villano, por sus frustrados intentos de asesinato, un héroe, por su final bondad y deseo de redención, o un antihéroe, así de indefinido viene a ser el protagonista, que resulta casi ridículo intentando perpetrar crímenes, asesinar, y siempre fracasando. Se nos presenta un personaje, con su aspecto y naturaleza ciertamente inicua, creyendo indudablemente que tiene poder sobre la vida humana, que puede terminar una existencia simplemente con desearlo, pero particularmente, de mujeres. Buñuel, como siempre, presenta su personaje sin severos cuestionamientos morales, nos lo presenta tal cual es, casi un reflejo de sí mismo. Ávido retratista del mundo que le rodeaba, en este caso, el México que le acogía en su exilio, no pierde oportunidad el realizador de delinear y criticar a la aristocracia, como más de una ocasión hizo. Y lo hace por supuesto con los recursos de su arte, con los recursos cinematográficos, con esos agudos diálogos que van fluyendo, como la frase “decente y pobre es peor que granuja y rico”, severa acidez para plasmar la frivolidad, lo superficial que pueden ser los aristócratas, que tantas veces condenaban los filmes del aragonés. El retratista Buñuel siempre se da tiempo para plasmar México, su México que lo acoge, con ciertos tintes folklóricos, las guitarras, y sus gentes, sus costumbres. Esos diálogos, que con el maestro Alcoriza siempre fueron parte fundamental y vital dentro de los filmes del genio de Talanda, en esta oportunidad, y ya sin su célebre colaborador guionista, los diálogos, agudos, ingeniosos, disminuyen su poder, pero no desaparecen. El filme a su vez se funde con la leyenda, con el mito, que supera una vez más a la realidad, morbosísimamente tenemos el maniquí que es incinerado, tal como el cadáver de Miroslava sería cremado después, además de las espadas de torero que también se presentan, como acariciando el aciago futuro, el torero desencadenante del suicidio de la actriz checa; “mi pequeña Juana de arco” la llama Archibaldo, y por superposición de planos, vemos incluso a las llamas consumiendo a la bella Miroslava, escalofriante y sórdida premonición. El aspecto onírico está mermado respecto a otros ejercicios del español, pero los sueños o alucinaciones se manifiestan más de una vez, la niebla que asoma y la música algo socarrona también, y por muchos pasajes del filme la fotografía dota a la cinta de un ambiente lóbrego, umbroso, que alimenta más la naturaleza mórbida del filme, del sujeto que piensa tiene poder sobre la vida y la muerte.  Al final, termina el relato dentro del filme, en el que uno termina preguntándose si todo esto ha sido solo un sueño en el que no falta, cómo no, el guiño entomológico del director. Es un interesante filme, donde se plasman íntimos deseos, pasiones, fantasías, aspectos psicológicos, donde un sujeto desea crecer, dejar atrás sus traumas, se deshace de la caja, fluye una música triunfal, y aparece Lavinia, en formidable final, casi inexplicablemente juntos se retiran, ya viudo él, acaso está curado, acaso la matará y finalmente consumará su patología, es algo que queda por definir. Sin alcanzar la maestría de otras obras mexicanas de su autor, como Él, tenemos un atractivo ejercicio del aragonés, personal, poderoso, buen ejemplar de cine buñueliano.