jueves, 7 de septiembre de 2017

Ensayo de un crimen (1954) - Luis Buñuel

Nuevo ejercicio cinematográfico buñueliano en tierras mexicanas, la época de su exilio donde fructíferamente seguía cimentando su carrera, su estilo y su reputación a nivel internacional, a la vez que por supuesto continuaba plasmando su indeleble impronta en los filmes que producía. En esta oportunidad, y como tantas otras veces hizo, nuevamente adaptará una novela, ahora de autoría de Rodolfo Usigli, en cuya adaptación al guión participó el propio cineasta con la colaboración de  Eduardo Ugarte. Es un proyecto cuyo nacimiento se afirma tuvo mucho que ver el actor protagonista, Ernesto Alonso, en el que se retrata la singular historia de un individuo, de mediana edad, sin demasiados carices extraordinarios en su vida, que vive convencido de que tiene poder sobre la vida humana, en la forma de una caja musical que tuvo en su infancia; el personaje piensa y está seguro que esa caja le permite, con el pensamiento, decidir sobre vidas de las mujeres, y ya de adulto, aunque desea cometer reales asesinatos, nunca los consuma, salvo, según su juicio, cuando la caja se lo permite. Un filme que continúa desarrollando muchos de los tópicos más recurrentes en la filmografía del director, en el que tuvo ciertos inconvenientes con el literato autor del trabajo original, que entorpeció no poco la realización, pero sin embargo se configura una cinta de las más reconocidas del cineasta, que seguía madurando artísticamente.


                    


En tiempos convulsos de la revolución en México, vive el niño Archibaldo de la Cruz, engreído hijo de aristócratas, a quien su madre obsequia una caja de música. Esa misma noche, a Archibaldo se le relata un cuento, que esa caja permite liquidar a los enemigos, y poco después, su institutriz cae abatida por una bala. Tras recordar el evento, un ya adulto Archibaldo (Alonso) cuenta todo a una monja, luego intenta asesinarla, fracasa, pero la monja cae de lo alto de un edificio y muere. Archibaldo acude a la comisaría, donde asevera haber matado a la religiosa, y comienza a relatar cómo, en su adultez, recuperó la caja musical obsequio de su madre, recuerda conocer a Patricia Terrazas (Rita Macedo), recuerda que admiraba a Carlota Cervantes (Ariadna Welter), amante del casado Alejandro (Rodolfo Landa). La coqueta Patricia intenta seducirlo, son detenidos ambos por Willy Corduran (J.M. Linares Rivas), esposo de ella; al día siguiente, Patricia ha sido asesinada, la policía está investigando. Archibaldo le propone matrimonio a Carlota, que dice lo pensará, y conoce después a la hermosa Lavinia (Miroslava Stern), con quien tiene fugaz idilio en su estudio de artesano, y donde a su vez tiene un maniquí, muñeca idéntica a ella. Carlota acepta la propuesta de matrimonio, pero sigue viendo a Alejandro, que la asesina el día mismo de la boda. Archibaldo termina de recordar, y finalmente se va con su bella y querida Lavinia.







La naturaleza satírica del filme va siendo definida ya desde el comienzo del mismo, con unos gráficos de cierto decoro en los créditos que van fluyendo, mientras una música socarrona de órgano acompaña dichos gráficos, y ese tibio contraste ya va delineando lo que será la cinta. En ese soberbio inicio fílmico, agradable y relativamente novedosas maneras apreciamos, en el que se funde de repente todo, pasado y presente, gracias a esa voz en off narradora, más de una perspectiva temporal de ese modo se fusiona en ese comienzo, estructurando de inmediato el doble hilo narrativo que veremos, y estructurando un relato dentro del relato. A su vez, pocas veces dos tópicos buñuelianos se plasmaron tan prontamente en un filme, en las secuencias iniciales, y de modo tan eficiente, cuando veamos a un infante Archibaldo, tras ser asesinada su institutriz, mirar con ojos muy abiertos, con expresión de excitación, a la institutriz en el suelo. Su expresión es representación, como el mismo protagonista dice, de satisfacción, de placer y morbo, el morbo desatado por el asesinato, pero a su vez por los túrgidos muslos descubiertos de la muchacha -guiño buñueliano por excelencia-, no sabemos a ciencia cierta si esa mirada responde a la muerte, al erotismo de las carnes de la chica, o probablemente a ambos. Pocas veces encontramos tan contundentemente amalgamados dos de los más recurrentes temas de la producción del ibérico, sexo y muerte; erotismo, libídine y fenecimiento. Prontamente también se plasman otras de sus filiaciones, sus personales matices, la política, enmarcando todo en el violento contexto de los días revolucionarios en México, una tibia pero siempre presente directriz que el español deja patente en casi todos sus filmes. Como se dijo, uno de sus nortes principales, la muerte, es punto crucial de las acciones, pues nuestro protagonista es un asesino, un asesino frustrado, asesino frustrado de mujeres, con muertes truncadas, pero no por eso desaparecen los deseos de matar, con una bizarra ironía, pues finalmente las frustradas víctimas terminan por efectivamente fenecer (el ardiente deseo frustrado, otro de los temas buñuelianos por excelencia, no falta). Curiosa y significativamente, sus deseos de matar se centran exclusivamente en mujeres, alimentando esa aura de pusilánime, cobarde y estéril asesino, ciertamente es inicuo, bebiendo vasos de leche en vez de licor, resultando casi absurda su figura, como si nunca hubiese desaparecido algo del niño que descubrió la caja de música, y ciertamente tiene un aire infantil la acertada interpretación de Ernesto Alonso.








Como no podía ser de otro modo, el cineasta sigue deslizando sus guiños, sus detalles personales, sus fetiches, como el conocido fetiche de los pies, y así, muestra sus zapatos Patricia en plena mesa de apuestas, y reiterados comentarios le dedica. Y continuarán sus tibios, pero perceptibles guiños para el conocedor de la obra buñueliana, como Archibaldo agitando frenéticamente el pie mientras hace sus artesanías; o la pierna del maniquí que se desprende mientras es arrastrado a la caldera; y el zapato de la muñeca que luego se asoma, cuando Carlota y su madre anuncian la aceptación de la propuesta de matrimonio, como su culpabilidad, como su impulso que también se asoma. El erotismo, naturalmente, nunca deja de fluir con Buñuel, con detalles como Archibaldo revisando los muslos de la muñeca, casi patológicamente, mientras busca encender el deseo de su hermana de carne, Lavinia. En esa misma secuencia, recupera, tan tibia como exquisitamente, el detalle del intercambio de personajes, en otros filmes plasmado, Archibaldo besa los gélidos labios del maniquí, pensando en Lavinia, para despertar celos en Lavinia, y tiene éxito en su cometido. La parte surreal colabora asimismo con esto, en la primera fantasía de Archibaldo, se nos muestra los turgentes muslos de la institutriz teñidos de sangre, la lujuria se funde, literalmente, con la muerte, con lo oscuro y sanguíneo, con el morbo, gracias a esas superposiciones de planos, de los muslos de la muchacha, invadidos por el líquido sanguíneo. Se hace presente también la religión, con esa oración que Carlota recita férvidamente. La infancia, otro de los temas capitales también de Buñuel, una de las fuentes de donde bebe su inspiración, se hace presente, con ese personaje que, como se dijo, en buena medida nunca pierde algo de infancia, con el símbolo de la caja musical, y a su vez tenemos en ella el leitmotiv con el que reincidentemente se vuelve a la infancia de Archibaldo. Es un individuo con inclinaciones narcisistas, “soy un hombre distinto a todos los demás”, clama, un sujeto con algo de sátiro (como el cineasta…), revisando furtivamente prendas femeninas. Se le define como un “artista original que no sigue reglas”, ciertamente el protagonista tiene mucho de alter ego del propio cineasta, que plasma sin desparpajo sus propios rasgos en su personaje. Archibaldo asesina, y goza, ríe, aunque sea solo en fantasías, deseos truncados, acaso un reprimido y curioso -por llamarlo de una manera- instinto dormido del propio director. Algo de suyo, mucho en realidad, tiene el artesano personaje, el alfarero, sí, al que insufla Buñuel sus propias pasiones, complejos, obsesiones.








Así, tenemos un típico protagonista buñueliano, que puede ser un villano, por sus frustrados intentos de asesinato, un héroe, por su final bondad y deseo de redención, o un antihéroe, así de indefinido viene a ser el protagonista, que resulta casi ridículo intentando perpetrar crímenes, asesinar, y siempre fracasando. Se nos presenta un personaje, con su aspecto y naturaleza ciertamente inicua, creyendo indudablemente que tiene poder sobre la vida humana, que puede terminar una existencia simplemente con desearlo, pero particularmente, de mujeres. Buñuel, como siempre, presenta su personaje sin severos cuestionamientos morales, nos lo presenta tal cual es, casi un reflejo de sí mismo. Ávido retratista del mundo que le rodeaba, en este caso, el México que le acogía en su exilio, no pierde oportunidad el realizador de delinear y criticar a la aristocracia, como más de una ocasión hizo. Y lo hace por supuesto con los recursos de su arte, con los recursos cinematográficos, con esos agudos diálogos que van fluyendo, como la frase “decente y pobre es peor que granuja y rico”, severa acidez para plasmar la frivolidad, lo superficial que pueden ser los aristócratas, que tantas veces condenaban los filmes del aragonés. El retratista Buñuel siempre se da tiempo para plasmar México, su México que lo acoge, con ciertos tintes folklóricos, las guitarras, y sus gentes, sus costumbres. Esos diálogos, que con el maestro Alcoriza siempre fueron parte fundamental y vital dentro de los filmes del genio de Talanda, en esta oportunidad, y ya sin su célebre colaborador guionista, los diálogos, agudos, ingeniosos, disminuyen su poder, pero no desaparecen. El filme a su vez se funde con la leyenda, con el mito, que supera una vez más a la realidad, morbosísimamente tenemos el maniquí que es incinerado, tal como el cadáver de Miroslava sería cremado después, además de las espadas de torero que también se presentan, como acariciando el aciago futuro, el torero desencadenante del suicidio de la actriz checa; “mi pequeña Juana de arco” la llama Archibaldo, y por superposición de planos, vemos incluso a las llamas consumiendo a la bella Miroslava, escalofriante y sórdida premonición. El aspecto onírico está mermado respecto a otros ejercicios del español, pero los sueños o alucinaciones se manifiestan más de una vez, la niebla que asoma y la música algo socarrona también, y por muchos pasajes del filme la fotografía dota a la cinta de un ambiente lóbrego, umbroso, que alimenta más la naturaleza mórbida del filme, del sujeto que piensa tiene poder sobre la vida y la muerte.  Al final, termina el relato dentro del filme, en el que uno termina preguntándose si todo esto ha sido solo un sueño en el que no falta, cómo no, el guiño entomológico del director. Es un interesante filme, donde se plasman íntimos deseos, pasiones, fantasías, aspectos psicológicos, donde un sujeto desea crecer, dejar atrás sus traumas, se deshace de la caja, fluye una música triunfal, y aparece Lavinia, en formidable final, casi inexplicablemente juntos se retiran, ya viudo él, acaso está curado, acaso la matará y finalmente consumará su patología, es algo que queda por definir. Sin alcanzar la maestría de otras obras mexicanas de su autor, como Él, tenemos un atractivo ejercicio del aragonés, personal, poderoso, buen ejemplar de cine buñueliano.






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