Como muchas de las producciones
del gran Buñuel en tierras mexicanas, tenemos en este filme un trabajo muy
atípico respecto a lo que alguien no muy conocedor de toda su filmografía,
podría esperar, a la que convencionalmente se conoce como las aristas del cine
del aragonés. Buñuel lleva a cabo algo ciertamente sorprendente dentro de su
obra, adapta la historia mundialmente conocida de Daniel Defoe sobre el
aventurero inglés perdido en una isla durante décadas, una historia a su vez
adaptada al guión por Hugo Butler, guión en el que colaboró el propio cineasta,
con las naturales distancias y cercanías de un arte a otro, de la literatura al
ámbito cinematográfico. El aventurero e impetuoso Robinson Crusoe, inglés de
cierto abolengo, contradiciendo a su padre, viaja por el mundo en busca de
esclavos, aventuras, y termina extraviándose en una isla, aparentemente
inhabitada, en la que va venciendo su soledad, su angustia, hasta encontrarse
con otro ser humano, un indígena a quien llama Viernes, que se convierte en su
criado; juntos se enfrentarán a caníbales, peligros, hasta que finalmente
llegan otros aventureros a la isla, y consigue volver a la civilización. Buñuel
expresa no pocos pensamientos respecto a una obra que asevera nunca le interesó
en demasía, pues lo que le sedujo, afirmó, era la historia en sí de Robinson,
su aventura, su soledad, su circunstancia.
El protagonista habla de su
pasado y cómo llegó a la isla, para luego ver una tempestad marina, y a
Robinson (Dan O'Herlihy) en la isla, solo. Temeroso, aislado, avista los restos
de su barco naufragado, y rescata algunos elementos. Encuentra otros
acompañantes animales, un felino y un cánido, y va adaptándose a su entrono,
cazando, descubriendo por accidente la agricultura, obtiene un rebaño de
cabras, los meses van pasando rápidamente. Un día cae enfermo, sueña con su
padre, que le recrimina haberse ido, y le niega agua. Sigue pasando el tiempo,
va construyendo más cosas, se va independizando, hasta construye una balsa,
intenta zarpar, sin demasiado éxito, y con sorpresa ve que su gata ha parido.
Al cumplirse una efemérides, celebra bebiendo ron, se emborracha, alucina. Los
años se suceden, deja de buscar ya barcos salvadores, su perro muere, va
perdiendo la cordura, hasta que un día encuentra una huella humana en la playa.
Avista caníbales y de entre ellos rescata a un nativo, a quien llama Viernes (Jaime
Fernández), lo convierte en su criado, le enseña conceptos occidentales, lo
civiliza un poco, va venciendo su desconfianza en el indígena, se vuelven
amigos. Más tiempo pasa, se enfrentan a otro grupo de caníbales, hasta que un
día, llega otra embarcación, con hombres blancos. Tras crearles una emboscada, Robinson
logra hacerse con el poder del barco, y regresa a tierra firme, con Viernes.
El comienzo del filme, bastante cinematográfico,
muy a las claras, con esa voz en off,
ya nos va indicando la naturaleza de lo que será la primera parte de la película.
La inmensidad de la literatura en este caso resulta insalvable, y la voz en off abruptamente se manifiesta
reiteradamente, un recurso casi antagónico, considerando la soledad del
protagonista, y la reincidencia constante del recurso ciertamente va en
detrimento de la ilusión o efecto de total aislamiento y soledad, de hermetismo
que se buscaba. Buñuel, podríamos decir, fue vencido, por la enorme distancia
de un mundo artístico a otro, usando esa voz en off, un excelente recurso, cuando bien esgrimido, en otras
oportunidades; aquí, el gigantesco desafío hizo que el cineasta se rindiera, y
empleara en exceso ese recurso atípico en él, enemigo del cine más auténtico,
como el genio Hitchcock aseverara. Aquí, lamentablemente, y durante toda la
primera parte de filme, cuando Robinson no tiene con quién intercambiar
diálogos, al parecer el cineasta no encontró otra forma de plasmar el universo
mental de Robinson, sus acciones, sus evoluciones y descubrimiento. En esa
primera parte, por si fuera poco, a la reiterada intromisión de la voz, se suma
una igualmente reiterada música, que en efecto considero sobra, terminando de
despedazar el hermetismo de la soledad de Robinson, uno de los pocos defectos
que se le encuentran al filme. Por cierto, al ser, sobre el papel, un filme en
su primera parte “mudo” (Robinson no puede cruzar palabra con nadie), el doble
idioma en que es rodada la cinta fluye con inusitada facilidad, y es pertinente
señalar que la presente reseña se basa en la versión inglesa, que no pocos
cambios hubieron, imprevistos, habiéndose dado incluso al parecer la situación
que Buñuel no llegó a ver el filme terminado. Es el primer filme a color rodado
por Buñuel, y que curiosamente, sin embargo, asevera no tuvo demasiado que ver
en las elecciones de ciertos encuadres, colores propiamente, temas vinculados a
la cámara, viéndose obligado a comentar, respecto a un artículo sobre él publicado,
que no era su palette (colores) la
que fluye en la cinta, era la palette
de Alex Philips, camarógrafo. Al usarse en su materialización un novedoso sistema, tuvieron
que enviarse los rollos y tomas diariamente a Hollywood para que sean procesadas,
generando esto un jamás experimentado retardo, dilatación en el tiempo de
rodaje para el español.
Como se indicó al inicio, a
Buñuel no le atrajo nunca la novela, le atrajo la historia de Robinson, su
extraordinario caso de soledad, donde todo convencionalismo desaparece, donde
todo previo concepto se va desvaneciendo, y nuevos conceptos fluyen, donde se
descubre la fibra más interior e íntima del desdichado -¿o afortunado?-
náufrago. El tema lo sedujo, el aristócrata que cambió lujos por exilio total, una
isla donde su angustia, su desesperación, van aumentando, intenta hallar alivio
en la biblia, hasta alcanzar el paroxismo, gritando en la roca, intentando
hallar a Dios y encontrando la respuesta solitaria de su propia voz. Y claro, luego
de la pérdida de Rex, su único vínculo con el mundo externo, la cordura va
desapareciendo, surge la poderosa y simbólica secuencia de Robinson en la
playa, dejando caer su antorcha al mar, extinguiendo el fuego, símbolo de la
razón, lucidez y cordura, que dejan lugar a la impotencia, la derrota, la
resignación. Buñuel se sintió atraído a mostrar al ser humano en tan extrema y
epifánica situación, y lo hace dejando un guiño, su guiño, su gusto
entomológico, pues después de todo, cual entomólogo, en el filme Buñuel realiza
un estudio del hombre, de su interioridad, de sí mismo, como Robinson que se
inclina sobre unos insectos en la isla. El ser humano asimila su circunstancia,
el hombre evoluciona, vuelve al estado más primitivo, cual cavernario, re-descubre
la agricultura, aprende a hacer su pan, va construyendo sus propias cosas, fabrica
cerámicas, pipas (esto distinto en el libro), sombrillas, cercos, jaulas,
incluso una bomba, aunque se omite el proceso de invención o fabricación,
naturalmente mas explayado en la novela. Pero todo cambia cuando se va extinguiendo
todo atisbo de compañía, y es que Viernes lo cambia todo radicalmente, salva al
blanco, él hace a Robinson re descubrirse como humano, virtudes, amistad,
lealtad, amor, con él, se reflejan, se complementan, casi una fascinante sanchificación
tiene lugar, pues el aristócrata civiliza al salvaje, lo viste -en el final Viernes
está totalmente vestido-, le enseña a fumar, lo teologiza, pero en el fondo, es
el salvaje quien salvó al desesperado hijo de la civilización, que dejaba su
fuego extinguirse en la playa, cuando los instintos más básicos amenazaban, como
el canibalismo. Queda la paradójica interrogante de si la civilización salvó al
salvaje, o viceversa, pues con Viernes redescubre Robinson la felicidad, se
acaba la metáfora de la soledad total, completamente fuera de la civilización,
redescubre su propio ser, su interior, afloran dudas sobre Dios, vuelve a amar
su condición humana, o como dijo Buñuel, “se vuelven a sentir orgullosos de ser
hombres”.
Y es que Robinson pese a todo
siempre tiene una humanidad que nunca pierde, devuelve a la cría de ave al nido,
sin embargo tiene a su vez la malicia inherente al ser civilizado, nunca suelta
el arma, cuando Viernes le rechaza el pan, su inmediata acción es traer el
mosquete; se persigue encarnar con simpleza de recursos, todo el espectro de
las virtudes y defectos humanos. En el ecuador del filme, como dividiendo el
relato, pierde ya el refugio de la biblia, se desespera, grita en el mar, es el
momento clave. Por otra parte, los papeles de una y otra raza quedan pronto
definidos, la primera acción de Viernes, tras ser salvado de los caníbales, es
postrarse a los pies del hombre blanco, su salvador, su supuesto civilizador,
cuando en efecto, es Viernes quien en buena medida es la salvación de Robinson,
se redescubrirá como hombre el naufrago. Sin embargo, se sobrepasa todo eso, en
un ambiente donde todo lo externo ha quedado reducido, incluso la relación
amo-criado se evanece poco a poco, para surgir la amistad, fuerte lazo amical,
casi fraternal. Y claro, tenemos a la gata que pare sus cachorros, la vida se
mantiene, aún ahí, aún en esas circunstancias, hay vida, la vida nace,
maravillando tanto a protagonista como a espectador al no saber, como dice
Robinson, de dónde conoció al padre. El filme es un indirecto pero determinado
homenaje al ateísmo, como el hombre, al estar completamente aislado, poco a
poco va perdiendo no solo la cordura, sino todo convencionalismo, incluyendo
claro, uno de los mayores, la religión, todo coronado y maximizado con ese diálogo
sobre la biblia, que no ofrece respuestas, donde el salvaje, el incivilizado,
hace tambalear al amo, al blanco, al civilizado cristiano con sus inquisitiva
pregunta, que tiene más matices buñuelianos que de Defoe. El sueño, nuevamente,
y como en tantas ocasiones con el aragonés, constituye la vía libre para que fluya
el surrealismo, que por cierto fluye muy a cuentagotas en el filme, lo más
cercano a su legendariamente conocido estilo onírico, y siempre teniendo en cuenta
que el cineasta quiso ceñirse lo más posible al libro, y ciertamente lo hizo.
“No quise hacer un Robinson a lo Buñuel”, dice, pues no fluye del todo ese
surrealismo. Helo aquí, plasmando la novela a su manera, respetando el libro,
la obra primigenia, pero plasmando naturalmente su sello, su impronta personal,
con omisiones -como el retorno a la civilización de los aventureros en el libro,
luego de la isla al final, faltante en el filme-, y con sus medios, hizo todo
lo posible. Sabrosos atisbos de surrealismo afloran, como Robinson viéndose rejuvenecido
y hacendoso en singular reflejo en el espejo, y claro, esa formidable
secuencia, abandonando la isla, con los ladridos de Rex, donde el mejor Buñuel
retorna, donde sin palabras es capaz de expresar un mundo entero. Es otro trabajo
inusual de Buñuel, vaya versatilidad la del cineasta, esta es, junto a otras
pocas, y con las obvias distancias de una cinta a otra, una película que a
primera impresión no se reconocería como un trabajo de su autor, y justamente
por eso, resulta muy interesante y seductor largometraje.
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