jueves, 24 de agosto de 2017

La Ilusión viaja en Tranvía (1954) - Luis Buñuel

Película con la que el enorme aragonés Luis Buñuel prosigue configurando su particular bosquejo de la cinematografía, y de la sociedad mexicana completamente, en la que algunas relativamente frescas novedades en cuanto a tópicos se aprecian, y otras vas cimentándose más, reforzando el estilo que el ibérico desarrolló en tierras aztecas. Se va a basar en esta oportunidad el gran Buñuel en una obra literaria, novela de autoría de Mauricio de la Serna, a su vez adaptada por José Revueltas, y en cuya adaptación también participó Luis Alcoriza, usual y memorable colaborador del director, en la que nuevamente se plasma mucho de México, de sus costumbres, de sus gentes, y de los sucesos que no cesaban de conmover al exiliado Buñuel. El genio aragonés retrata la historia de dos obreros, dos individuos que han laborado toda su vida manejando tranvías, y al comenzar el progreso, y ser reemplazado su medio de vida, se desesperan; durante una borrachera, secuestran el vehículo, y emprenden impensado e inverosímil viaje por las calles de la ciudad mexicana, donde diversas situaciones y personajes irán desfilando. El filme, muy bien logrado, pero sin estar ciertamente entre los mejores trabajos mexicanos del cineasta -por citar un ejemplo, Él-, continúa con la particular tradición buñueliana de mostrar el particular enfoque del director respecto a la tierra que lo albergaba, y que de uno u otro modo, no dejaba de impactarlo.

                           


Se inicia todo en México, en una ciudad que tiene una estación de tranvías, hay jornadas de los obreros, entre ellos Juan Godínez 'Caireles' (Carlos Navarro), y Tobías Hernández 'Tarrajas' (Fernando Soto), a quienes se informa que su tranvía será desmantelado, pierden su trabajo. Los amigos van a ahogar sus penas en alcohol, para luego ir a la festividad local, donde se encuentra Lupita (Lilia Prado), hermana del 'Tarrajas', y donde el jolgorio continúa. Entonces, en medio de su borrachera, deciden sacar el tranvía de la estación, a darle un último viaje, y sin querer tendrán que transportar, en plena madrugada, a todos los asistentes de la fiesta, aparte de otros pasajeros. Es así que trasladan a unos matarifes, viejas chismosas, religiosas, un aristócrata ebrio, y hasta un salón completo de niños escolares, que suben al vehículo por hilarante error. No se detienen los disparates, tienen los amigos que evitar a un inspector tranviario, y aparece luego Papá Pinillos (Agustín Isunza), antiguo empleado, despedido también de la estación tranviaria, que pretende demostrar que aún tiene valía para la compañía, y los delatará. Mientas el pueblo sufre por inflaciones, y mientras 'Caireles' corteja insistentemente a Lupita, Papá Pinillos reaparece, insiste en delatarlos, y casi muere de un infarto. De manera impensada, finalmente el tranvía es llevado de regreso a la estación, y nadie le cree a Pinillos el secuestro, todo sigue normal.








En un inicio de filme plenamente identificable de Buñuel, un comienzo estilo documental, una voz narradora en off presenta el espacio geográfico donde todo sucede, la ciudad de México, “gran ciudad como tantas del mundo, es teatro de los más variadas y desconcertantes sucesos, que no son sino pulsaciones de su diario vivir…”, nos dice la voz introductoria; es pues un comienzo plenamente documental, un inicio de filme muy del español, y que se asemeja mucho a Los Olvidados. Y a su vez que sirve de proemio dicha secuencia, mientras la nutrida tradición del documental fluye, se ensalza la sencillez, pues en esa sencillez y simpleza cotidiana, puede guarecerse algo maravilloso, inolvidable, tal vez solo para los protagonistas, o tal vez para alguien más. Conecta asimismo de inmediato a su filme el cineasta con el tema de gente obrera, la masa trabajadora que deambula y diagrama las historias, las entrañas de la ciudad de México, los que diariamente suben a ese tranvía, es un buen puente de conexión de un tema a otro, un inicio bastante versátil de Buñuel, cuya eficiencia y economía narrativa estaba ya bastante demostrada. Gran prolegómeno para que prosiga el español con su personal bosquejo de México, el diagrama de la tierra y su gente, sus costumbres, como cuando vemos la regional celebración de la piñata, -donde por cierto el director desliza un gran travelling, de los pocos en el filme-, las fiestas populares, pues el filme está basado en una exitosa historia, novela popular por cierto. Lo usual, lo cotidiano se funde con lo extraño, con lo extraordinario, algo tan cotidiano como las discusiones en el transporte público, afrentas, improperios, peleas por encarecimiento de productos, algo muy de la vida diaria en la clase media o trabajadora, fundido con muerte (los matarifes y Papá Pinillos, si bien éste no fenece ciertamente), elementos no tan normales. En este relato de ágil ritmo, lo real maravilloso surge de la situación más inesperada, los individuos cambian el letrero del tranvía, subiendo por error, e inverosímilmente, un aula completa de niños estudiantes; el hace unos instantes vacío y silencioso espacio, el micro universo, ahora está sumamente poblado, abarrotado de ruidosos infantes, una muestra del intenso humor de Buñuel, humor delirante, casi absurdo, pero a la vez factible. El filudo humor de Buñuel no se ausenta pues de ninguna manera, y asimismo veremos subir al tranvía a la gringa, como le llaman, la estadunidense, que al subir y decírsele que no se le cobrará por el viaje, sospecha que hay comunismo detrás de ese extraño evento; un humor mordaz, inesperado y por eso mismo efectivo.







Luego por supuesto viene la exquisita secuencia de la pastorela, donde por fin se plasma ya un vigoroso e inusitado surrealismo, acentuándose un oscuro onirismo, que permite, más extraordinariamente y palpablemente que nunca, que desde lo ordinario, lo cotidiano, lo real, se extraiga muy fluidamente algo extraordinario, algo maravilloso. El surrealismo no fluye, no discurre resueltamente como en otras ocasiones a través del obvio recurso de un sueño, donde todo el onirismo fluye con carta libre; ahora, si bien en menor medida, lo encontramos tímidamente disipado, encontrando por supuesto su máxima expresión en la citada pastorela. Entonces, muchos de los temas obsesión del cineasta fluyen juntos, la religión, plasmada de una de las maneras más memorables, desenfrenadas y delirantes en el cineasta, con la carnal Lilia Prado luciendo sus abundantes y túrgidas carnes, y ese divertido Lucifer, el ángel caído, rematado todo con la mordaz frase “esto pasa por poner de Dios a cualquiera”. Asimismo, la fortaleza en el guión vuelve a ser uno de los pilares del filme, con mordaces y elocuentes frases, entre las que, solo por citar un par, encontramos “mataría a una mula a pellizcos”, o incluso “todo en exceso es malo, hasta en la eficiencia”; nuevamente, como en muchos largometrajes mexicanos de Buñuel, los diálogos, ingeniosos y frescos, plagados de desenfadada y corrosiva ironía, exhalan una fluida elocuencia que refleja el sentir de la época, son un constante santo y seña en esta estadio de la producción buñueliana, y no será este filme la excepción, con su gran coloquialismo. Los diálogos entre el 'Caireles' y el 'Tarrajas' constituyen la más sólida base de esa riqueza coloquial, lo más ingenioso y entrañable, con sus ocurrencias, borracheras, bromas, llantos, lamentos y alegrías, son el corazón de la masa social representada, son el núcleo de esos humanos, con su ilusión, su ilusión que viaja en un tranvía. Encontramos particularmente similitudes con Subida al cielo (1953), y como Buñuel aseverara respecto a dicha cinta, en México no era de sorprender que a un bus subiese una persona con un animal vivo, cosa que plasmó en el citado filme; así, si antes fue una persona con una cabra en ese bus, ahora vemos a una mujer con un pequeño perrito, otro eco a la cinta con que se le empareja. Y claro, símilmente a Subida al cielo, tenemos a la descomunal Lilia Prado, ya no en un bus, pero sí en un tranvía, el análogo del micro universo; se encuentran pues obvias similitudes al mencionado largometraje, sobre todo el micro cosmos, pero considero que dista esto de conformar un trilogía, junto a ____, con nortes nítidamente definidos y diferenciables del resto de sus trabajos, como más de una vez he leído.








Técnicamente, la primera parte del filme tiene una muy oscura concepción, y no gratuita, pese a que todo ocurre de noche, y madrugada; luego, en la segunda parte del filme, ya de día, ya con potente iluminación, se seguirá configurando el no planeado viaje, el pintoresco bosquejo de variopintos representantes de la sociedad mexicana, con, si bien escaso, un trabajo de planos que refuerza ciertas escenas y su tensión. Respecto a los tópicos tratados, tenemos un interesante muestrario de los nortes políticos buñuelianos, empezando con el tópico de los obreros, de la explotación clasista, pero también de la inflación, con esos borrachines que nos dan una sensible muestra de la filiación política, del pensamiento esgrimido en el filme por el cineasta. Otros temas complementarios como empobrecimiento por devaluación de moneda, embrutecimiento del oprimido para lujo del opresor discurren, mientras la cámara realiza medios planos durante esa al parecer trivial descripción de un borracho, para luego alejarse significativamente. Algo de Alcoriza se nota en las reiteradas alusiones al pensamiento liberal, revolucionario, choques clasistas, conceptos básicos de economía, pero desde la perspectiva del obrero, del explotado, del adverso a la aristocracia. El elemento sexual en este caso, para un trabajo buñueliano, se advierte extraña y sorprendentemente aparcado, pero jamás obviado, en la figura de una conocida para el ibérico, la carnal Lilia Prado, con esas tan loables caderas, ominosos muslos, los que Buñuel, en muy agradecible gesto, tiene a bien muy sugestivamente mostrar en la citada secuencia de pastorela. Mención especial a parte para el Duque de Otranto, devaluado aristócrata, ebrio, divertidamente su participación es testimonial, muda, y el enorme cadáver porcino le vuela su sombrero con su balanceo. En este realista y a la vez mágico mundo, nuestros protagonistas son una suerte de ni héroes, ni antihéroes, gentes de pueblo, de acciones cualesquiera, pero a veces ruines, como abandonar al aula completa de estudiantes con su maestra. Algunas frases hirientes, coloquiales y expresiones propias de entonces fluyen, como el tema del huérfano, Lorenzana, reflejando ciertos prejuicios presentes. El vehículo, el viaje, es una metáfora existencial, de la vida misma, conteniendo un sketch de tópicos vitales, pues tenemos religión, deseo carnal, desengaños, muerte, aristócratas y obreros, clases y choques clasistas, que configura una película algo distinta a sus obras convencionalmente consideradas, el foráneo sigue mostrando su personal visión, su retrato de la tierra que lo acoge. Vaya colofón con el que clausura el aragonés su filme, dícenos el relator que todo se articula alrededor de simpleza maravillosa, y así ha sido, algo olvidable para el resto, ha sido epifánico para nuestros protagonistas, y la secuencia final también es muy buñueliana, siempre enemigo de besos en pantalla, muéstrase el único ósculo en plano general alejándose, mientras la película culmina, y mientras se recupera la voz narradora en off, y se nos devuelve a la perspectiva objetiva, del documental. Muy notable y apreciable cinta, frecuentemente catalogada como cinta menor, como tantas obras mexicanas del aragonés, pero siempre un largometraje interesante, contenedor de la esencia buñueliana.







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