miércoles, 28 de diciembre de 2016

La edad de oro (1930) - Luis Buñuel

Apenas un año después de Un Perro andaluz y de todo el impacto que tan irreverente trabajo despertara, vuelve a la carga el más desenfrenado Buñuel, para seguir concretando los filmes referenciales del cine experimental, el cine surrealista que con el citado filme tuvo su aceptación oficial en el mundo intelectual de entonces. Al igual que en la primera cinta, el cineasta aragonés colabora con el que fuese su gran camarada, amigo y colega surrealista, Salvador Dalí, aunque esta vez su colaboración no es tan reconocida por el cineasta. Si bien este filme se extiende hasta sesenta minutos, rebasando por mucho la duración de poco menos de veinte minutos de su predecesora, comparte con ella su directriz surrealista, su concepción como obra que se separa de la realidad, del plano de espacio y tiempo reales, un mundo de sueños, de subconsciente, de represión y de impulsos sexuales, pero en esta oportunidad más de una novedad encontraremos. Buñuel estructura su relato en seis segmentos, en los cuales iremos apreciando la historia de una pareja, un hombre y una mujer que se desean intensamente, un deseo carnal que en repetidas ocasiones será truncado por diversos agentes de la sociedad, sus familiares, autoridades religiosas, o burgueses, mientras las más inverosímiles circunstancias se van sucediendo. Otra película referencial del gigante cineasta español, otro filme de culto en el cine arte, cine experimental.

             


Se inicia el filme con imágenes de la vida de los escorpiones, su soledad y fiereza; tras ello, horas después, hombres eclesiásticos están en una ribera, ante lo cual, un malhechor los observa, va a avisar a otros malhechores de la presencia de los religiosos. Ellos intentan ir a interceptar a los eclesiásticos, pero desfallecen en el camino. Seguidamente, una gran cantidad de distinguidos individuos llegan en barcas, ellos van a escenificar la fundación romana, pero son interrumpidos por una pareja, un hombre (Gaston Modot) y una mujer (Lya Lys) están revolcándose en el fango, intentando tener sexo, y todos, indignados, de inmediato los detienen. Acto seguido, el hombre es arrestado y movilizado por policías, en su camino más de una fechoría realiza, pero finalmente se libera de sus custodios. Hombre y mujer no pueden sacarse el uno del otro de sus mentes, y ya libre él, habiendo sido nombrado con alto cargo político, asiste a una reunión de burgueses, donde se encuentra ella. Allí está el anfitrión, el Gobernador (Josep Llorens Artigas), donde disparatadas circunstancias ocurren, los amantes están a punto de consumar su idilio, pero nuevamente son interrumpidos, por una llamada del Gobernador, que a continuación se suicida. Tras besarse ella con un anciano, aparece el Duque de Blangis (Lionel Salem), de increíble parecido a Cristo, ha realizado indecibles orgías en su castillo, a donde lleva una muchacha herida. Ha acabado el filme.











Inevitable comparar ambos filmes, y aunque diferentemente ejecutado que en Un perro andaluz, observamos una secuencia preludio que sirve de proemio, los escorpiones y sus existencias, solitarios, agresivos, letales, artrópodos con organismos divididos en seis segmentos, tal y como la cinta. Buñuel no pierde tiempo, sus primeras secuencias son ya una declaración de intenciones, pues tras los escorpiones, lo primero que vemos es a esos eclesiásticos, los frailes en una ribera; pero la figura se completa poderosamente, pues cuando los “hombres de bien” vayan a verlos, encontrarán huesos, huesos debajo de las túnicas religiosas y mitras, huesos que se vuelven polvo: la religión, la iglesia, se funde con la muerte, en una potente y elocuente secuencia surrealista. Sigue siendo la religión un tema recurrente en el cineasta. Igual de poderosa y enunciativa, igual poder en su declaración tiene la siguiente secuencia, en la que los amantes son detenidos por primera vez, son ya delineados como una singular pareja, revolcándose en la suciedad, amándose en medio del barro. Y Buñuel va más allá, cuando veamos a la mujer, separada de su amante, sin poder sacarlo de su cabeza, y la siguiente imagen mostrada sea un retrete, además de imágenes de erupciones, al parecer volcánicas, que pueden asociarse a la explosiva e intensa pasión interrumpida, pero que también se asemejan a masas escatológicas. Volvemos con el hombre, que literalmente casi saborea la inmundicia, el barro en su rostro; es pues una presentación tan potente como la anterior, en la que quedó descrita la naturaleza de ese amor, de esa pasión, una pasión ajena a todo lo demás, el famoso amour fou, el amor loco,  capaz de desarrollarse donde sea, aún en la inmundicia. Como la anterior secuencia, es potente lo retratado, la paradoja del amor desarrollándose en la suciedad inmediatamente nos habla de un amor insano, al menos para los ojos convencionales. Desde esas representaciones, desde esos puntos de partida, el resto del filme se irá tejiendo. En el plano técnico, el filme es tan económico como su predecesor, o quizá incluso más, no observándose trucos o artilugios visuales, solo unos pocos travellings y tomas algo dinámicas a la hora de documentar la ciudad de Roma. Pero nada más, las superposiciones y disoluciones de planos, escasamente presentes en Un perro andaluz, desaparecen ahora por completo dejando lugar a una cinta bastante más sencilla técnicamente hablando. Una de las primeras y obvias diferencias, además entre las más importantes como veremos más adelante, es que esta cinta es sonora, queda atrás la mudez del debut de Buñuel, y oiremos así prontamente diálogos entre los malhechores del comienzo.









La cinta es plenamente surrealista, pero su surrealismo se aplica de distinta manera al debut de Buñuel; ahora, con un filme de casi el triple de duración, el surrealismo se distiende, es un surrealismo un poco menos delirante, esto en parte porque ahora llega el sonido en forma de diálogos, quitándole el hermetismo mudo que tuvo la primera cinta. Un perro…, en sus 17 minutos, se siente de un surrealismo más violento, más delirante en lo representado, es como observar un sueño, un sueño de 17 minutos, donde el raciocinio está completamente ausente; ahora, con los diálogos, y con otros sutiles y no pocos convencionalismos, naturalmente lo racional asoma mucho más. Pero mucho ojo, que esto tiene una poderosa causalidad. Cuando Buñuel comparaba sus dos primeras películas, sus dos trabajos más surrealistas, nos habla de cómo Un perro andaluz era un vistazo al interior, subconsciente pleno, sin vincularse en absoluto con el exterior. El cambio más radical en el presente filme es justamente la existencia de ese vínculo, ahora ya no es un vistazo al interior, ya no es una ruptura total con el exterior, ahora se busca denunciar a la sociedad, a sus falencias y sus represiones, que terminan por mutilar y subyugar al individuo. Y en el camino a denunciar esos males, el filme se vincula al exterior, el exterior interfiere, esa mezcla de ambos mundos es lo que diferencia a una de otra cinta, la famosa conjunción de subconsciente, Freud, y realidad, Marx, liberación del individuo, del trabajador de la esclavizante sociedad, el camino que aprobaban los surrealistas. A ese respecto, es vital la secuencia de la reunión con la putrefacta burguesía, como se retrata en las moscas que “viven” en la cara del Gobernador, burguesía a la vez absurda, con un incendio que devora a la servidumbre, pero que ni con eso se conturban, además de un carruaje tirado por un equino, que atraviesa la reunión sin que nadie siquiera se inmute; surrealismo puro. Particularmente divertida me resultó dicha secuencia, con los burgueses, alegres, ruidosos, tal y como debieron estar los aristócratas en casa de los vizcondes de Noailles, los financiadores de la cinta. Como los burgueses del filme, cuenta la historia que igual de alegres en su reunión estaban entonces los invitados al estreno de La edad de oro, solo para salir indignados y enfurecidos del palacio de Noailles, sin pronunciar palabra, tras el primer visionado del filme. Por cierto, si en Un perro andaluz se plasmó Paris y su contexto, ahora es Roma la retratada, la antiquísima ciudad imperial, no inmune a la frivolización, como lo vemos en el detalle de las prendas de vestir y joyas, modas promocionadas en la ciudad.













Todos los principales tópicos del director continúan plasmándose en el filme, casi como ecos de Un perro andaluz: amor, pasión, religión, represión, muerte, todos los temas capitales que luego irían paulatinamente desarrollándose y ampliándose en las posteriores películas del aragonés. Entre los simbolismos, la mujer, frustrada sexualmente, encuentra en su lecho a una vaca, que descansa tranquila y despreocupadamente, representando su forzada abstinencia, su frustración sexual, pues se queda impotente, limándose las uñas, pensando en su amante y en su pasión, en su amour fou, una figura y una representación que luego veríamos en otros filmes de Buñuel. Esa frustración continúa en la siguiente secuencia, ella observa por la ventana a su amante, inalcanzable, luego un tranquilo cielo con nubes aparece, contrastando esa tranquilidad y pasividad, la forzada pasividad sexual de ella, con sus deseos. Por supuesto, está una sexualidad filosa, lujuriosas miradas, los amantes se muerden los labios, muerden los dedos del otro, pero la imagen erótica por excelencia es la de la chica chupando, succionando la parte inferior de una estatua, imagen tremendamente explícita, sobre todo para la época. Increíblemente, la única vez que no son interrumpidos, su impulso sexual se detiene abruptamente ante la visión de los pies de otra estatua, detalle repleto de surrealismo. La dificultad de comunicación se plasma tibiamente asimismo, el hombre, tras ser arrastrado buen rato por los policías, incapaz de explicar con palabras, muestra una carta del Gobernador, otorgándole alto cargo, se libera de la policía. Curiosamente, el hombre es el receptáculo de todo lo malo en la cinta, el ruin, el patán, pateando a un pequeño can, matando un insecto, golpeando a un ciego por nada, abofeteando a una de las burguesas por derramar una bebida encima de él. El protagonista, supuesto individuo con el que debemos empatizar, es el más abyecto, contrastante con esa idea, haciendo difícil que nos identifiquemos con él; pero su causa sigue siendo “noble”: consumar su amor, su pasión. El otro tema, la violencia, además de lo descrito en líneas previas, se corona con un hombre que mata a su hijo a escopetazos por botarle su cigarro; también el duque, que se suicida arrojándose al techo, imagen extremadamente onírica. Otra de las proezas del filme es ser una de las primeras películas sonoras francesas, además de ser pionera con el detalle de la voz en off. Vuelve a fluir Wagner, Tristán e Isolda y su amor imposible, cuando al final los amantes están juntos, mientras ella, perturbadoramente clama “¡qué alegría, qué alegría haber matado a nuestros hijos!”, y vemos a continuación el rostro de él, cubierto de sangre; sin duda una de las secuencias más perturbadoras y atractivas del filme. Crece asimismo el bestiario de Buñuel, tras ver a su amante besándose con un anciano, el  hombre enloquece, nuevamente (como en Un perro…), mientras redoblan unos tambores, arroja por la ventana un pino en llamas, un fraile, un arado y una jirafa. Muy provocador es que el Duque de Blangis sea idéntico a Jesucristo, siendo Blangis el abanderado del orgiástico grupo, y luego, tras auxiliar a una de las muchachas de su orgía, aparece afeitado, quizás como una falsa y superficial redención. Sade fue una de las lecturas que más impactó a Buñuel, y adapta con Blangis parte de Las 120 jornadas de Sodoma. Obra de casi interminable bagaje y trasfondo, se completa el díptico surrealista de Buñuel, La edad de oro es considerada película de culto, necesaria para el apreciador de cine arte.












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