viernes, 30 de septiembre de 2016

Lo mejor es lo malo conocido (1931) - Alfred Hitchcock

Uno de los ejercicios que menos llevan el sello de su autor, uno de los filmes menos hitchcockianos que haya visto quien escribe, en el que prácticamente todos los nortes o aristas principales de su cine se encuentran ausentes. Sin duda era la época en que Hitchcock se encontraba todavía puliendo y depurando su particular estilo, en búsqueda de su gran tópico, el suspenso, más de una cinta inusual desarrollará por esos años, siendo por entonces aún los primeros filmes sonoros en los que Hitch va descubriendo y experimentando. Hay cosas que en el británico nunca cambian, sin embargo,  como es la circunstancia de adaptar trabajos literarios a la pantalla grande, y en esta oportunidad la obra escogida es de autoría de Dale Collins, adaptada por el propio cineasta, como tantas veces hizo a lo largo de su carrera. Para esta oportunidad plasma en su película el director una de las historias más sencillas que se le haya visto, cuando un matrimonio, harto y cansado de sus rutinarias y diarias existencias, encuentra en una inesperada herencia de un pariente el medio ideal para escapar de esa asfixiante realidad; emprenden un viaje en crucero, pero se darán con más de una sorpresa en ese viaje. La película dista mucho de los mayores ejercicios fílmicos que el descomunal inglés supo producir, pero para los ávidos de su cine, un visionado al menos exigirá.

                  


El filme nos sitúa en una fábrica, donde labora Fred Hill (Henry Kendall), con muchos otros obreros,  para luego llegar a casa con su esposa, Emily (Joan Barry); en el comportamiento de Fred se advierte ya malestar. Mientras ellos hablan de ciertas insatisfacciones en sus vidas, de pronto recibe él una notificación, un acaudalado familiar suyo le ha cedido una herencia, cuantiosa cantidad de dinero para que haga realidad su sueño de viajar por el mundo. De inmediato realizan la cobranza de su nuevo capital, y de inmediato comienzan a gastarlo, yendo a suntuosos espectáculos, y luego ya realizando el tan esperado viaje internacional en un lujoso crucero. Viajan por las locaciones más exóticas y atractivas del mundo, y muy pronto Emily conoce a un individuo, el comandante Gordon (Percy Marmont), con quien el adulterio pronto se concreta, mientras Fred se la pasa mareado en su camarote. El propio Fred, al sentirse ya mejor, conoce a su vez a una fémina, que al parecer es distinguida y de buen linaje, una Princesa extranjera (Betty Amann), con quien, si bien van más lento, finalmente también tienen un idilio. Tras experimentar cada uno decepciones en sus aventuras, y tras casi hundirse el crucero y ser rescatados por piratas chinos, redescubren su amor, se dan cuenta de lo genuino de sus sentimientos, y se quedan felizmente juntos los esposos Hill.






Si algo de reconocible hay en la presente e irregular cinta, entre los pocos elementos hitchcockianos que encontramos, está el tradicional comienzo del filme, con imágenes rápidamente encadenadas, que expresan mucho y sin palabras, nos plasman en segundos el mundo en el que se desenvuelve el insatisfecho Fred, el asfixiante y esclavizante sistema. Lo primero que vemos es un lápiz y un libro contable, característicos elementos empresariales, luego un alejamiento de la cámara nos mostrará la fotografía completa, con una gran masa humana trabajando, formados con gran precisión en hileras, ordenados en interminables filas de escritorios, todos a la distancia, pero el encuadre de la imagen nos muestra más cercano un reloj. Luego salen los empleados en también interminables hileras, abordan el tren a casa, todo mostrado en frenético ritmo, típico inicio de filme hitchcockiano, todo configura el asfixiante y esclavizante mundo capitalista, la rutina oficinista de la que no hay escape, un mundo donde la individualidad se reduce a nada, donde todos conforman una sola masa. Hitch no se detiene, es un maestro, en medio de ese frenesí de imágenes, que casi sofocan como lo mismo que representan, inserta la imagen de un texto en un periódico, en el que se lee la pregunta “¿eres feliz con tus actuales circunstancias?”, con lo que Hitch refuerza inequívocamente la idea de cansancio, de hartazgo de esa rutina, de esas circunstancias, que se extienden más allá de su trabajo, a su vida misma, el descontento y hastío del hombre se hacen pues evidentes. Y Hitch continúa, con su conocida economía narrativa, prontamente nos muestra el detalle de la notificación, pronto y sin perder tiempo, y sin mayores explicaciones, sabemos ya que la herencia ha llegado, que su mundo ha cambiado. Y así es toda la cinta, breve y sucinta, muestra lo justo, pocos personajes, pocos escenarios, espacios mínimos, el crucero, economía de recursos. Es indudablemente una de las cintas de este período de Hitchcock, el periodo británico, y se nota, cintas en las que su estilo definitivo, el suspenso, aún no se definía del todo, cintas que se alejan un poco -o mucho en este caso-, de las vertientes por donde discurre el cine del mejor Hitch.








El que únicamente conoce las obras maestras del británico, encontrará las obras de este estadío como irreconocibles, y ciertamente son atípicas, la tonalidad del filme se advierte desde el inicio, hay una ausencia casi total de sus nortes artísticos, se siente inocua la historia, sabiendo lo que después Hitch produciría. Empero, vaya que la cinta es identificable en este periodo de Hitchcock, en el que pareciesen haber casi otros tópicos en el inglés, se siente particularmente cercana, en muchos aspectos, a Champagne (1928), con el obvio detalle del fastuoso crucero, mostrando los lujos y frivolidades de la clase acomodada, sus caprichos, liviandades, situaciones que bordan lo absurdo, temas que ya había abordado también en Juego sucio (1931), donde se retrata a la aristocracia, pero desde una perspectiva más fatalista, siempre plasmando sin embargo sus relaciones humanas, sus defectos, sus complejos; al parecer es un tema que atrajo a Hitchcock por aquellos años, siempre dejando a su vez un detalle o enseñanza moral, como después advertiría y reivindicaría el gran Truffaut. Es pues moralizante el filme, ellos buscaban afuera una satisfacción que terminan por descubrir siempre estuvo ahí, entre ellos mismos. A su vez, pareciese como si Hitch casi extrañara algunos elementos del cine mudo, como se puede apreciar en los numerosos cuadros de texto que aparecerán durante la cinta, documentando la travesía, sus destinos, las escalas que hacen en su dilatado viaje internacional. Así, se siente una cinta plana, sin que se rompa la linealidad del filme, aunque ciertamente la historia no invitaba mucho a ello, pero Hitch en filmes afines ya había sabido encontrar, en donde parecía que no había, oportunidades para insertar experimentos audiovisuales, algo a lo que en el presente trabajo no se animó. Entre las escasas aventuras visuales en realización de la cinta, algunas superposiciones de planos hace el cineasta para retratar los mareos de Fred, pero lo dicho, son escasas, algo lamentable. Apreciables, eso sí, son algunas metáforas, la esposa pronto conoce a un caballero, le va confesando algunas de sus dificultades matrimoniales, mientras Fred descansa en su camarote, mareado, como si las penurias de su vida se extendiese aún en altamar, como si siguiese mareado, con estupor de su vida.








Asimismo, mientras ella va cayendo a los encantos del comandante Gordon, ella va deseando también liberarse de su rutina, en la que se siente atrapada, desea liberarse de esas cadenas que la tienen atada, como esas cadenas que se enfocan mientras ellos buscan una locación más adecuada para su amorío. Finalmente triunfará su amor, aunque quizás ese desenlace feliz haya obedecido más a los cánones de la época que al gusto del propio Hitch, esto pues era impensable e inaceptable para entonces que la pareja hubiese terminado rota, cada uno con sus respectivos amantes de turno, con la falsa princesa que se pasea con frescura por el barco, hablando incluso con Emily, con un cinismo notable. Vemos que es el filme un breve estudio de las relaciones humanas, del tedio, del hastío, aburrimiento ante una existencia que absorbe, subyuga, que elimina con su rutina el gusto por vivir, donde se aprecian frustraciones, pasiones, libídine, pero finalmente, el amor verdadero que triunfa. Apreciamos también la metáfora del hundimiento, pues el suntuoso transatlántico, pese a su lujo y seguridad, se hunde, como su aventura misma; falla, como los efímeros idilios que tuvieron; es falso, como el artificial linaje de la princesa; se extingue, como la vida del chino ahogado. Pero su unión resurge, renace, como el hijo recién nacido, reverdece su amorío, es increíble que esos últimos diez minutos encierren tanto, más que el resto del filme. Y es que el elemento de los piratas chinos es crucial, simbólicamente ellos salvan al matrimonio de la falsedad de su inicial y aparente felicidad en el crucero, ellos, pese a su pasmosa frialdad, dejando ahogarse impasiblemente a uno de sus camaradas (con ellos, los Hill comen con las manos alimentos extravagantes), o asistiendo de modo ecuánime al alumbramiento de un bebé, nace una nueva vida, como nace una nueva existencia para los Hill. Con todo, se advierte que en este tipo de avatares, dramas humanos enmarcados en historias más bien inocuas, que se sienten inofensivas, pierde el cineasta toda la efectividad y contundencia de la que sabemos es poseedor cuando realiza lo suyo, el suspenso; pero se debe tener paciencia y comprensión, el genio estaba en los momentos finales de su formación. Lo mejor estaba ya por venir. Un filme no extraordinario, pero que sirve para seguir estudiando y configurando una comprensión global de la filmografía de tan referencial cineasta.






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