viernes, 31 de agosto de 2018

Zvenigora (1928) - Aleksandr Dovzhenko

Poeta mayor, una verdadera referencia audiovisual el gran Dovzhenko, se encuentra siempre, en términos de exposición y reconocimiento mediáticos, un paso detrás de las otras lumbreras rusas que los libros de historia del cine recogen, ya sea el ineludible Eisenstein, Vertov, o tal vez incluso Pudovkin. Pero lo cierto es que este descomunal autor audiovisual no tiene nada que envidiarle a esos conspicuos nombres mayúsculos, e incluso, aunque suene a insolencia, más todavía considerando esos gregarios apellidos inmortales del séptimo arte, tal vez sean aquellos quienes tengan algo que envidiarle al gran maestro. Las tierras soviéticas enseñaron al mundo la poderosa arma intelectual que podía ser el cine, ninguno como ellos para plasmar su sentir colectivo, su orgullo de masa, su historia, pero en ninguno de los tres autores antes citados, se encuentra la sensibilidad artística de Dovzhenko, su exquisito tratamiento, la fuerza y poesía audiovisual que supo desplegar, y siempre sin descuidar jamás las otras improntas, que compartía con sus coterráneos camaradas. El propio realizador se involucra en supervisar la elaboración del guión para esta cinta, donde un pedazo de la historia del imperio ruso se plasma, unas tierras ucranianas esconden un fabuloso tesoro, un anciano lo cuidará, pero al pasar el tiempo, sus dos nietos, de personalidades opuestas, deberán velar por el futuro.

                 


En antiguos territorios de origen ucraniano, la tierra alberga un cuantioso y arcano tesoro, son tierras en las que un añoso viejo (Nikolai Nademsky) vive y protege su país de forasteros, donde se encuentra con un general, ambos se unen a las tropas, armas en mano, para defender su nación de invasores vikingos. Durante su prolongada estadía, el abuelo conoce a Okasana (P. Sklyar Otawa), y a su vez tiene dos nietos, Pavlo (Les Podorozhnij), el segundo, y Timoshka (Semyon Svashenko), el mayor. Hay un gran conflicto, las invasiones aún azotan la localidad, numerosos hombres marchan a la guerra, mujeres e hijos lloran esas partidas, mientras el abuelo narra a Pavlo la existencia del tesoro, con Okasana como directa implicada, interactuando con los forasteros, enamorándose de uno; décadas de lucha y muerte son narradas. Timoshka por su lado advierte y lidia con los invasores, se organizan resistencias, arduas batallas se libran, sacrificios que ambos nietos atestiguan, con Pavlo siempre expectante, pero Timoshka no se relega, realiza estudios con seriedad al respecto. Décadas pasan, llega el modernismo, autos y locomotoras, los cosacos siguen amenazando, Bolcheviques también entran en acción. Han llegado días modernos, máquinas, producciones en masa, talleres y empresas dominan, finalmente el abuelo come y bebe con unos operarios.











Quien no haya visto un filme del gigante Dovzhenko (que inicialmente fue un maestro de escuela), puede ser sorprendido, gratamente sorprendido, y si es una audiencia preparada, la impronta que este maestro inmortal dejará en la psiquis será ciertamente indeleble, imperecedera, es sin duda uno de los mayores artistas audiovisuales de la época silente del cine, curioso considerando que inició su carrera ya en el crepúsculo del solemne momento del séptimo arte. Sí, Dovzhenko hace cine como muy pocos otros, como casi nadie, es preciso tener ciertas referencias suyas para apreciar al autor y a su obra, pues esta cinta no tarda en dejar claras sus intenciones, en la secuencia que apertura el filme la naturaleza queda poéticamente plasmada sin mayor proemio, secuencias ralentizadas nos van dando un adelanto de ese tratamiento, la naturaleza primero, los seres humanos después, todo se funde en un sutil y casi hierático desfile. En el filme Dovzhenko asimismo cambia rápidamente el ritmo de la narración, combinará primeros planos con planos medios, generales, cambiará la velocidad de duración dichos planos, el montaje cambiará la tendencia a un ritmo más frenético, de igual forma en una de las primeras secuencias vemos a esa suerte de oscuro demonio salir de un ambiente subterráneo para encarar al abuelo, y esa figura luego volverá para atormentar al anciano, demonio que es presentado con un gran uso del recurso de la superposición de planos, magnificando su figura, el terror, la ambición que imprime a los lugareños. En poco más de veinte minutos el director ya nos ha dado un adelanto del amplio abanico de sus posibilidades expresivas y narrativas, pero de nuevo, esto es apenas un prolegómeno de lo que viene. La descomunal fuerza del filme reposa sobre dos elementos, sobre un singular binomio que constituye el corazón de la película, que queda asimismo de inmediato retratado, la naturaleza y el ejército, el campo y las armas, disímiles elementos prontamente quedarán ya entrelazados. Es remarcable que el autor ve la poesía, introduce la poesía con una autoridad apabullante, de esa forma sentimos como si dos relatos, independientes, fuesen fluyendo unidos, en disímil trenza, la historia épica, el documento donde se plasma la bitácora de la historia rusa, pero también el relato audiovisual, la belleza, la estética audiovisual, que en el cine de Dovzhenko, como casi en ningún otro autor, parece desarrollarse bajo sus propias reglas. Grande el maestro, amalgama el realismo con el lirismo, el seco realismo así fluye entonces por momentos palmo a palmo con la poesía, bifaz dualidad, de aparente incompatibilidad, conviven y comulgan en el cine de este titánico autor, que consigue equilibrar esas aparentemente irreconciliables, antagónicas corrientes. Añadirá más contraste el director, contrapone lo moderno a lo antiguo, las máquinas contra el campo, la historia misma se bifurca en nuestros protagonistas, plasmando realismo, pero, como se dijo, también un lirismo incontenible.













La historia se bifurca pero a la vez se funde, pues la línea divisoria de un tiempo y otro se evanesce en la figura del abuelo, con él, el tiempo desaparece, el onirismo y la fantasía alcanzan esas cotas, el anciano se vuelve atemporal guardián, los siglos pasan, gente muere, gente nace, pero el vetusto centinela sigue impertérrito, hermético al tiempo. Como se señaló líneas arriba, en la cinta del ruso descolla el montaje, pieza clave de la película, el hilo maestro que controla el ritmo del filme, el que dinamiza las secuencias, añadiendo premura, tensión, frenetismo, desesperación incluso, para después normalizarse; una clase maestra de montaje, que controla los tiempos del filme, el ritmo de la cinta, la cadencia de las emociones, de los momentos, un montaje que nos hace entrar o salir de un momento con una emoción diferente. Momentos notables de ese cambio de ritmo, de ese frenético montaje, tenemos muchos durante el filme, solo por nombrar uno, está un fusilamiento público, toda la tensión y dignidad del soldado se retratan; o la inquietante secuencia de Pavlo con el arma en la sien, todos, el jurado, con aberrante fruición exigen el sacrificio del joven. Ambos momentos son potenciados con los encuadres, con picados y contrapicados, gran glosario de recursos audiovisuales encontramos, imágenes rápidamente concatenadas, con preeminencia de muchos primeros planos, toque de intensidad, desde luego, en dicho montaje. El cineasta genera agradables fotogramas, como la secuencia de Oksana en el campo, con un hermoso espejo natural de agua atrás, un calmado arroyo que refleja todo, que sublima la imagen. Es ejemplar esto de una virtud de Dovzhenko, en medio de una supuesta austeridad de elementos de donde generar belleza, el director es capaz de extraer lirismo, de descubrirlo en muchos casos, de generarlo incluso en otros. De detalles minúsculos, de simpleza, como una burbuja juguetona, es de donde extrae algo distinto, algo sublime, o asimismo de grandes escenarios, como enormes campos de plantas, o ese espejo de agua que es el arroyo; extrae poesía en muchos casos de donde parece no podérsela encontrar. En su amplio espectro de recursos y posibilidades, observamos poderosos contrapicados, imágenes de la industria, de edificios, de construcciones en proceso, de elevadas estructuras, la cámara se pasea ascendentemente, es el desarrollo, las máquinas, máquinas a vapor, producción estandarizada, carros de combate, orugas, hombres desfilando en masa, en hileras, el modernismo plasmado con imágenes, luego hasta las luces de neón, ha llegado el momento del presente. Otra característica del naciente cine de Dovzhenko es que prescinde de excesivos textos, algo muy notable, en los años del cine mudo, donde no existe la palabra hablada, el realizador permite que lo audiovisual gobierne, que sea el mayor recurso expresivo y narrativo, la imagen habla como casi en ningún otro cineasta en Dovzhenko, que la deja fluir, no caben palabras, un cineasta total, en momentos en que el sonido aún no era de dominio completo en el cine. En él, a diferencia de sus camaradas contemporáneos, Eisenstein, Vertov, Pudovkin, la masa se humaniza, se reconoce individualidad, existen rostros, y existe, con su lente, poesía, pero nunca se comete la insolencia de olvidar la potencia irrecusable del deber, sagrada obligación para con la patria, Timoshka debe liquidar a la mujer que lo ama, pues ella representaría faltar a su obligación con la madre patria, con su nación.













El largometraje es una hermosa oda a Ucrania, a la tierra, a los hombres que la habitan, su historia es contada con realismo, un realismo cuya integridad jamás se ve amenazada o disminuida por el impetuoso fluir de la fuerza poética del director; es la historia de su tierra, retratada con veracidad, con realismo, pero encontrando lugar en ese realismo para introducir detalles líricos. Coexiste así en la cinta, de manera no vista hasta la época -y tal vez posteriormente tampoco-, poesía, nacionalismo, una poética y orgullosa exaltación de la nación, de Ucrania, en épico documento, la historia de siglos resumida con sentimiento, de las invasiones vikingas a las luchas proletarias, bolcheviques, los hombres defendiendo y forjando con orgullo la historia del imperio ruso, sentimiento general en los grandes cineastas de entonces. Llega el momento de comentar una secuencia de riqueza extrema, esa secuencia del abuelo explicando a Pavlo el origen del tesoro, el clímax audiovisual del filme, sobrecogedor talento, el momento de esa secuencia completa superpuesta; nunca, nunca vista una secuencia tan extensa de ese recurso, de las superposiciones de planos, minutos completos, siglos completos de batallas, narrados en secuencias de imágenes en un incontenible torrente de superposiciones de planos, imágenes, secuencias. Ni siquiera en el expresionismo -que era la escuela que tenía en este recurso uno de sus cimientos técnicos-, ni mucho menos en otras corrientes, se llegó a ese nivel de exuberancia visual con ese recurso. Nos deleita Dovzhenko con un episodio completo de la historia que es narrado de manera tan inusual como contundente, algo sin precedentes en las mayores películas de la historia del cine, por algo hasta el mismísimo Eisenstein salió conmovido de la sala tras su visionado, dedicando memorables loas. Vemos en esa extensa secuencia, la historia, simbólicamente derrotados uno a uno los hombres, guerra con los invasores, lo que la narración convencional no permite, la magia del ensueño, de lo onírico, toda la inconmensurable potencia de esa secuencia lo plasma, ejemplar e incomparablemente, nadie había trabajado de la forma que este poeta lo hace. Es extraordinario, toda la fuerza del expresionismo fluye en esa inolvidable secuencia, la pesadillesca lobreguez, umbrosa demencia, la oscuridad desquiciante, las técnicas audiovisuales tienen pista libre en esos preciosos minutos, las superposiciones de planos, que en otros autores viene a ser un positivo recurso a cuentagotas utilizado, en Dovzhenko es sencillamente interminable frenesí de delirio. El onirismo y el simbolismo confluyen en esta potente secuencia, una concomitancia que solo puede alcanzar esa cota de excelencia en Dovzhenko, la historia y el onirismo se funden, parejas dispares encuentran punto de equilibrio y unión en el poeta cineasta, que dirige con atrevimiento ciertamente, no se plasmó antes una secuencia de superposición de imágenes con tanta ambición, con tanta soltura y dominio. El tiempo nos diría que la cinta era una sublime despedida al cine mudo, la cima, la cúspide, pareciese un epitome de buena parte de los recursos cinematográficos de todas las corrientes en momento epifánico, 1928, año en que la gran revolución llegó al cine, el sonido arribaba con El Cantante de Jazz, todo cambiaba para siempre, e iniciaba Dovzhenko su particular Trilogía de la guerra con el presente trabajo, continuando con Arsenal (1929), y terminando con La tierra (1930). A tener en cuenta, es su cuarto largometraje, aunque algunos lo consideran el primero por ser el primer trabajo tan reconocido y tan valioso, el tesoro escondido no solo estaba en la historia retratada, sino en el filme propiamente rodado, que es patrimonio del arte, patrimonio de la humanidad, todo el poderío del director estaba ya ahí. Tenemos así una obra tremendamente versátil, casi imposible de clasificar en su variedad, con actuaciones sólidas, el anciano y sus nietos, sus tribulaciones reforzadas por los primeros planos, filme que es clausurado con esa final secuencia, el anciano, interactuando antes con vikingos y seres antediluvianos, se enfrenta a la locomotora, símbolo por antonomasia de la modernidad; el monstruo de fuego lo llama, tras lo cual lo vemos aceptando alimento y hospitalidad de unos obreros, con su gesto, de resignación, queda un poco la interrogante de si el abuelo ha cedido en su ímpetu. Uno de los mayores poetas del cine iniciaba su gran aporte al séptimo arte, la inmortal Trilogía de la Guerra, la hermosa oda de Ucrania iniciaba con esta película, guerra y belleza fluyendo juntas, poesía e historia; no creo que sea descabellado advertir posteriores ecos en alguien que advierto cercano en sensibilidad, cambiando el contexto histórico, Tarkovsky y su bella La infancia de Iván (1962). Extraordinario filme, manjar audiovisual, autor mayúsculo.

















miércoles, 29 de agosto de 2018

El Monasterio de Sendomir (1920) - Victor Sjöström

Suecia vio nacer a uno de los mayores talentos del cine en sus inicios, el gran Victor Sjöström, actor de teatro de profesión, se convertiría asimismo en uno de los directores de cine referenciales a nivel mundial, y cintas como esta ayudan a entender la amplia gama talentosa de este autor. Algunos apreciadores consideran a esta cinta como parte de un tríptico cinematográfico de Sjöström, iniciado con Los Proscritos (1918), continuado con el presente trabajo y terminado con La carreta fantasma (1921), y como ya hiciese en la película que es inicial, adapta el cineasta una novela de su entorno, de autoría de Franz Grillparzer, y nuevamente también como en aquella cinta, el director se involucra y participa en la elaboración del guión; únicamente le faltó el detalle de estelarizar este mediometraje que sin embargo lleva todas las aristas y nortes de su director, para entonces ya curtido y experimentado con decenas de largometrajes producidos en apenas unos años. El realizador adapta esta oscura y breve historia, relato que se inicia con unos forasteros en Polonia, viajeros que en una difícil noche buscan refugio en un misterioso y oscuro monasterio; allí, un viejo monje les relata los inciertos orígenes de la fundación de dicho monasterio, donde un noble, humillado ante la traición de su mujer, decide tomar venganza, con inesperado final.

                  


En una ocasión, en territorio polaco, dos viajeros arriban a las inmediaciones de un viejo monasterio, están camino a Varsovia y solicitan hospedaje. Son atendidos por un envejecido monje (Tore Svennberg), a quien los visitantes preguntan sobre el monasterio, y su fundador. Este, sin demasiado entusiasmo, y más por buen anfitrión, accede  a narrarles la historia. Comienza a relatar, el monasterio fue fundado por el Conde Starschensky, acaudalado noble, que al parecer estaba bendecido por Dios, pleno de felicidad con su esposa Elga (Tora Teje), y con el pequeño hijo que acaban de tener juntos. Pero la felicidad se termina cuando Oginsky (Richard Lund), su mayordomo, le confiesa que otro hombre viene visitando frecuentemente a su esposa a escondidas, que todos los sirvientes lo saben, no puede seguir ignorando eso. Incrédulo al inicio, el Conde finge salir de casa, y descubre al amante de su mujer. Ella hábilmente lo convence de que fue la criada, Dortka (Renée Björling), quien tenía el amorío, pero Starschensky luego halla una fotografía del amante, y no duda ya del adulterio. Siguiendo los consejos de Oginsky, consigue secuestrar al amante, primo de ella, los confronta, tiene duelo con él, que escapa cobardemente, y tiene una final prueba para su esposa, que falla. Ha finalizado el relato, y hace una revelación el monje sobre la identidad del desgraciado Conde.









Sjöström llevaba ya una nutrida producción para el momento que este filme se realizó, numerosos largometrajes, y cortometrajes asimismo, y en esta oportunidad, este mediometraje de poco más de cincuenta minutos es una buena muestra de la solemne formación, el origen del autor, que no es otro que el teatro, actor teatral de profesión, pero ese tema en particular será abordado en su momento. Poético inicio tiene la cinta, se nos presenta el escenario como la noche, plagada de quietud y somnolencia, la noche y sus velos plateados, se nos va ya adentrando en la naturaleza del filme, pues esas serán muchas de las características del relato, el adormecimiento mental que parece tener el obnubilado Conde, el noble que no detecta un adulterio que todos conocen, piensa primero que el amante de su mujer, lo era de su criada. Uno de los primeros fotogramas nos muestra el exterior del castillo, una conformación del espacio natural que, si bien no abundante durante el metraje, nos va recordando el director que se encuentra tras la cámara, y los filmes que venía de producir. Esto, pues como se dijo, alguno ha considerado que hay una trilogía en este momento de la carrera de Sjöström, trilogía iniciada con Los Proscritos, continuada con el trabajo ahora comentado, y finalizado con la taumatúrgica La carreta fantasma; ciertamente el punto o nexo entre las obras no sería el tratamiento y anexión del elemento natural al filme, probablemente ese vínculo sería mayormente en cuanto al drama retratado, a la naturaleza de los personajes, sus tribulaciones, sus destinos malditos, en ocasiones con tintes paranormales.









De esta forma, cuando lo permite la circunstancia, las imágenes de exteriores ingresan en el filme, y dejan entrever lo bien que el cineasta plasmaba imágenes de esa naturaleza, observaremos un largo camino en el horizonte, un gran pasaje enmarcado simétricamente por elevados árboles, el elemento natural se va manifestando, una agradable composición de esos fotogramas. Desde luego en esta cinta ese elemento queda relegado completamente, esto tanto por la historia misma, el tratamiento que se le da, y, sobre todo, por la duración final del metraje, que no permite mayores explayaciones en detalles ajenos a la trama central. En esta oportunidad estamos en otro escenario, por supuesto, ya no es la naturaleza plena, los exteriores plasmados con prodigio en Los Proscritos, ya no es el campo, ahora es el umbroso monasterio, no hay un nexo o vinculo tan común en ese sentido, pero desde luego, y dentro de lo posible, hallaremos aristas comunes en el tratamiento de dichas secuencias, ciertos ecos de la cinta anterior, la iniciadora de esta trilogía. Y en interiores tenemos una notable arquitectura típica de la época, característica con esos espacios sobrios, estancias que están muchas veces ejemplarmente fotografiadas, con unos encuadres que hacen perfectamente reconocible la obra de su autor. Hay asimismo una muy buena ambientación de dichos espacios, los interiores por momentos descollan en detalles, una meticulosa riqueza para la generación de esos interiores, hay igual maestría para ambas situaciones, interiores o exteriores en la cinta. Ese buen trabajo de fotografía sigue fluyendo, en un filme donde hay contrastes de colores -obviamente el blanco y negro siendo el más potente-, hay ciertas secuencias en exteriores donde esto es particularmente notable, donde se plasman poderosos contraluces entre la oscuridad de las figuras en movimiento y la luminosidad del cielo, muy notables segmentos, aunque sean efímeros. Se refuerza así una oscuridad general en la cinta, cimentada en la noche, donde las terribles tesituras se producen, una lobreguez que tiene su epítome en el umbroso monasterio, donde las sombras encuentran complemento en la vestimenta del leal y sombrío Oginsky.











En cuanto a la narración y flujo de la historia, de inmediato se rompe una narración lineal, con el recuerdo, introducido con un modo de variación de un flashback -pues no hay un recurso o secuencia que conecte (o corte, mejor dicho) un momento, un tiempo, con otro-, que constituye el corazón de la cinta, el meollo de todo lo que sucede y nos interesa. Se rompe la linealidad temporal y narrativa, hay una historia dentro de la historia de la que somos partícipes, se dinamiza de gran manera lo narrado, y se enriquece asimismo dicha narración, con este positivo recurso que tiene su final explosión en ese desenlace. Viene todo entonces a ser una reminiscencia del monje, cambiando radicalmente el rumbo de la narración, que termina siendo testigo de primerísima mano finalmente de todo lo compartido. Y claro, tenemos ese final, inesperado, algo casi lúdico incluso, parte importante e indispensable de la obra, impacta con la potencia de un recurso que actualmente tal vez resulte algo predecible, pero entonces era bastante más novedoso, y no deja de ser buen final. Sjöström se anima en esta cinta a una producción breve, aventurada, una decisión que ignoro si tiene como causa escasez de presupuesto, algún otro factor externo, o simplemente las intenciones del autor (posibilidad que, conociendo los no pocos cortometrajes que el director siempre produjo, parece la más viable), o alguna concomitancia de estos factores. Así, en este, lo que podríamos llamar un mediometraje, hay economía en su desarrollo, encontraremos pocos elementos, pero muy bien pergeñados, en esa economía se advierte la experiencia y la suficiencia del director, la concisión y seriedad en la puesta en escena dan fe de un autor ya prácticamente consumado, en el oficio y en el arte del cine. Esa necesaria economía obliga a una narración veloz, una representación que sin embargo no se resiente, se nota la mano del cineasta, en esa sólida representación. Y por supuesto, una característica por la que la película se vuelve tan reconocible como obra de su autor, y a la vez un ejemplar del talento de su creador, es la antes comentada herencia teatral. La carga dramática del teatro corre por sus venas, en el filme hay pocos personajes y pocos ambientes, casi uno solo, en la historia hay elementos que ciertamente hacían factible e incluso necesario un rodaje de estas características, y era Sjöström el director idóneo, con un cálido halo teatral, y dejando de lado artilugios o trucajes técnicos. Desde luego, siempre presente esa herencia artística está, el emplazamiento de la cámara es notable en ese aspecto, complementa la distribución física de los elementos en el monasterio, termina de generar las composiciones teatrales de muchos fotogramas, y alimenta esa poderosa concepción dramática, teatral, acorde a la novela, y desde luego, consecuente al estilo del maestro. Observamos entonces al dómine en acción, por momentos se advierte más peso teatral que cinematográfico, en menos de un año se produciría ya su mayor aporte al séptimo arte, la maravillosa La carreta fantasma, el filme que Ingmar Bergman definió como la mejor película de la historia del cine; pero en esta cinta su élan primigenio se manifestaba, era un hombre de teatro haciendo cine, y lo hacía muy bien. La cámara, estática desde luego, acorde a la época y a la inclinación del filme, colabora decisivamente también a esa naturaleza nimbada de teatro sueco que tiene la cinta. Como se mencionó, si un factor común, si un nexo podríamos encontrar en la llamada trilogía que algún apreciador ha visto, sería por la naturaleza de los protagonistas, ahora un individuo humillado, el individuo que pierde el orgullo, y la cabeza ante la traición; hay una baja humanidad que fluye en la figura de la adúltera esposa, una suerte de oscura parábola observamos, un cuento que con oscuridad narra un fin inquietante. Nuevamente, como en Los Proscritos, y como repetiría en La carreta fantasma, un infeliz es el eje de todo, un personaje atormentado, expuesto a situaciones que lo superan, que lo desbordan, hasta niveles que en ocasiones terminarán por destruirlo; ese podría ser el elemento de unión entre los tres filmes. Particularmente notable ese sombrío final, esa secuencia de clausura de la película, oscuros y sombríos monjes abundan y pululan en el encuadre, nuevamente, la religiosidad del cineasta se manifiesta, pero de inquietante manera, esa secuencia final casi vive por sí misma, el enorme Cristo corona al infeliz, que se arrodilla, sucumbe, una demencia que, humildemente, a quien escribe hizo rememorar el desenlace de Él (1953), del buen Buñuel. Notable trabajo del maestro Sjöström, su versatilidad, su amplio espectro de posibilidades artísticas, el espíritu sueco, y su solemne herencia fluyen en él, este trabajo es digno integrante de esa inmortal filmografía.