miércoles, 29 de agosto de 2018

El Monasterio de Sendomir (1920) - Victor Sjöström

Suecia vio nacer a uno de los mayores talentos del cine en sus inicios, el gran Victor Sjöström, actor de teatro de profesión, se convertiría asimismo en uno de los directores de cine referenciales a nivel mundial, y cintas como esta ayudan a entender la amplia gama talentosa de este autor. Algunos apreciadores consideran a esta cinta como parte de un tríptico cinematográfico de Sjöström, iniciado con Los Proscritos (1918), continuado con el presente trabajo y terminado con La carreta fantasma (1921), y como ya hiciese en la película que es inicial, adapta el cineasta una novela de su entorno, de autoría de Franz Grillparzer, y nuevamente también como en aquella cinta, el director se involucra y participa en la elaboración del guión; únicamente le faltó el detalle de estelarizar este mediometraje que sin embargo lleva todas las aristas y nortes de su director, para entonces ya curtido y experimentado con decenas de largometrajes producidos en apenas unos años. El realizador adapta esta oscura y breve historia, relato que se inicia con unos forasteros en Polonia, viajeros que en una difícil noche buscan refugio en un misterioso y oscuro monasterio; allí, un viejo monje les relata los inciertos orígenes de la fundación de dicho monasterio, donde un noble, humillado ante la traición de su mujer, decide tomar venganza, con inesperado final.

                  


En una ocasión, en territorio polaco, dos viajeros arriban a las inmediaciones de un viejo monasterio, están camino a Varsovia y solicitan hospedaje. Son atendidos por un envejecido monje (Tore Svennberg), a quien los visitantes preguntan sobre el monasterio, y su fundador. Este, sin demasiado entusiasmo, y más por buen anfitrión, accede  a narrarles la historia. Comienza a relatar, el monasterio fue fundado por el Conde Starschensky, acaudalado noble, que al parecer estaba bendecido por Dios, pleno de felicidad con su esposa Elga (Tora Teje), y con el pequeño hijo que acaban de tener juntos. Pero la felicidad se termina cuando Oginsky (Richard Lund), su mayordomo, le confiesa que otro hombre viene visitando frecuentemente a su esposa a escondidas, que todos los sirvientes lo saben, no puede seguir ignorando eso. Incrédulo al inicio, el Conde finge salir de casa, y descubre al amante de su mujer. Ella hábilmente lo convence de que fue la criada, Dortka (Renée Björling), quien tenía el amorío, pero Starschensky luego halla una fotografía del amante, y no duda ya del adulterio. Siguiendo los consejos de Oginsky, consigue secuestrar al amante, primo de ella, los confronta, tiene duelo con él, que escapa cobardemente, y tiene una final prueba para su esposa, que falla. Ha finalizado el relato, y hace una revelación el monje sobre la identidad del desgraciado Conde.









Sjöström llevaba ya una nutrida producción para el momento que este filme se realizó, numerosos largometrajes, y cortometrajes asimismo, y en esta oportunidad, este mediometraje de poco más de cincuenta minutos es una buena muestra de la solemne formación, el origen del autor, que no es otro que el teatro, actor teatral de profesión, pero ese tema en particular será abordado en su momento. Poético inicio tiene la cinta, se nos presenta el escenario como la noche, plagada de quietud y somnolencia, la noche y sus velos plateados, se nos va ya adentrando en la naturaleza del filme, pues esas serán muchas de las características del relato, el adormecimiento mental que parece tener el obnubilado Conde, el noble que no detecta un adulterio que todos conocen, piensa primero que el amante de su mujer, lo era de su criada. Uno de los primeros fotogramas nos muestra el exterior del castillo, una conformación del espacio natural que, si bien no abundante durante el metraje, nos va recordando el director que se encuentra tras la cámara, y los filmes que venía de producir. Esto, pues como se dijo, alguno ha considerado que hay una trilogía en este momento de la carrera de Sjöström, trilogía iniciada con Los Proscritos, continuada con el trabajo ahora comentado, y finalizado con la taumatúrgica La carreta fantasma; ciertamente el punto o nexo entre las obras no sería el tratamiento y anexión del elemento natural al filme, probablemente ese vínculo sería mayormente en cuanto al drama retratado, a la naturaleza de los personajes, sus tribulaciones, sus destinos malditos, en ocasiones con tintes paranormales.









De esta forma, cuando lo permite la circunstancia, las imágenes de exteriores ingresan en el filme, y dejan entrever lo bien que el cineasta plasmaba imágenes de esa naturaleza, observaremos un largo camino en el horizonte, un gran pasaje enmarcado simétricamente por elevados árboles, el elemento natural se va manifestando, una agradable composición de esos fotogramas. Desde luego en esta cinta ese elemento queda relegado completamente, esto tanto por la historia misma, el tratamiento que se le da, y, sobre todo, por la duración final del metraje, que no permite mayores explayaciones en detalles ajenos a la trama central. En esta oportunidad estamos en otro escenario, por supuesto, ya no es la naturaleza plena, los exteriores plasmados con prodigio en Los Proscritos, ya no es el campo, ahora es el umbroso monasterio, no hay un nexo o vinculo tan común en ese sentido, pero desde luego, y dentro de lo posible, hallaremos aristas comunes en el tratamiento de dichas secuencias, ciertos ecos de la cinta anterior, la iniciadora de esta trilogía. Y en interiores tenemos una notable arquitectura típica de la época, característica con esos espacios sobrios, estancias que están muchas veces ejemplarmente fotografiadas, con unos encuadres que hacen perfectamente reconocible la obra de su autor. Hay asimismo una muy buena ambientación de dichos espacios, los interiores por momentos descollan en detalles, una meticulosa riqueza para la generación de esos interiores, hay igual maestría para ambas situaciones, interiores o exteriores en la cinta. Ese buen trabajo de fotografía sigue fluyendo, en un filme donde hay contrastes de colores -obviamente el blanco y negro siendo el más potente-, hay ciertas secuencias en exteriores donde esto es particularmente notable, donde se plasman poderosos contraluces entre la oscuridad de las figuras en movimiento y la luminosidad del cielo, muy notables segmentos, aunque sean efímeros. Se refuerza así una oscuridad general en la cinta, cimentada en la noche, donde las terribles tesituras se producen, una lobreguez que tiene su epítome en el umbroso monasterio, donde las sombras encuentran complemento en la vestimenta del leal y sombrío Oginsky.











En cuanto a la narración y flujo de la historia, de inmediato se rompe una narración lineal, con el recuerdo, introducido con un modo de variación de un flashback -pues no hay un recurso o secuencia que conecte (o corte, mejor dicho) un momento, un tiempo, con otro-, que constituye el corazón de la cinta, el meollo de todo lo que sucede y nos interesa. Se rompe la linealidad temporal y narrativa, hay una historia dentro de la historia de la que somos partícipes, se dinamiza de gran manera lo narrado, y se enriquece asimismo dicha narración, con este positivo recurso que tiene su final explosión en ese desenlace. Viene todo entonces a ser una reminiscencia del monje, cambiando radicalmente el rumbo de la narración, que termina siendo testigo de primerísima mano finalmente de todo lo compartido. Y claro, tenemos ese final, inesperado, algo casi lúdico incluso, parte importante e indispensable de la obra, impacta con la potencia de un recurso que actualmente tal vez resulte algo predecible, pero entonces era bastante más novedoso, y no deja de ser buen final. Sjöström se anima en esta cinta a una producción breve, aventurada, una decisión que ignoro si tiene como causa escasez de presupuesto, algún otro factor externo, o simplemente las intenciones del autor (posibilidad que, conociendo los no pocos cortometrajes que el director siempre produjo, parece la más viable), o alguna concomitancia de estos factores. Así, en este, lo que podríamos llamar un mediometraje, hay economía en su desarrollo, encontraremos pocos elementos, pero muy bien pergeñados, en esa economía se advierte la experiencia y la suficiencia del director, la concisión y seriedad en la puesta en escena dan fe de un autor ya prácticamente consumado, en el oficio y en el arte del cine. Esa necesaria economía obliga a una narración veloz, una representación que sin embargo no se resiente, se nota la mano del cineasta, en esa sólida representación. Y por supuesto, una característica por la que la película se vuelve tan reconocible como obra de su autor, y a la vez un ejemplar del talento de su creador, es la antes comentada herencia teatral. La carga dramática del teatro corre por sus venas, en el filme hay pocos personajes y pocos ambientes, casi uno solo, en la historia hay elementos que ciertamente hacían factible e incluso necesario un rodaje de estas características, y era Sjöström el director idóneo, con un cálido halo teatral, y dejando de lado artilugios o trucajes técnicos. Desde luego, siempre presente esa herencia artística está, el emplazamiento de la cámara es notable en ese aspecto, complementa la distribución física de los elementos en el monasterio, termina de generar las composiciones teatrales de muchos fotogramas, y alimenta esa poderosa concepción dramática, teatral, acorde a la novela, y desde luego, consecuente al estilo del maestro. Observamos entonces al dómine en acción, por momentos se advierte más peso teatral que cinematográfico, en menos de un año se produciría ya su mayor aporte al séptimo arte, la maravillosa La carreta fantasma, el filme que Ingmar Bergman definió como la mejor película de la historia del cine; pero en esta cinta su élan primigenio se manifestaba, era un hombre de teatro haciendo cine, y lo hacía muy bien. La cámara, estática desde luego, acorde a la época y a la inclinación del filme, colabora decisivamente también a esa naturaleza nimbada de teatro sueco que tiene la cinta. Como se mencionó, si un factor común, si un nexo podríamos encontrar en la llamada trilogía que algún apreciador ha visto, sería por la naturaleza de los protagonistas, ahora un individuo humillado, el individuo que pierde el orgullo, y la cabeza ante la traición; hay una baja humanidad que fluye en la figura de la adúltera esposa, una suerte de oscura parábola observamos, un cuento que con oscuridad narra un fin inquietante. Nuevamente, como en Los Proscritos, y como repetiría en La carreta fantasma, un infeliz es el eje de todo, un personaje atormentado, expuesto a situaciones que lo superan, que lo desbordan, hasta niveles que en ocasiones terminarán por destruirlo; ese podría ser el elemento de unión entre los tres filmes. Particularmente notable ese sombrío final, esa secuencia de clausura de la película, oscuros y sombríos monjes abundan y pululan en el encuadre, nuevamente, la religiosidad del cineasta se manifiesta, pero de inquietante manera, esa secuencia final casi vive por sí misma, el enorme Cristo corona al infeliz, que se arrodilla, sucumbe, una demencia que, humildemente, a quien escribe hizo rememorar el desenlace de Él (1953), del buen Buñuel. Notable trabajo del maestro Sjöström, su versatilidad, su amplio espectro de posibilidades artísticas, el espíritu sueco, y su solemne herencia fluyen en él, este trabajo es digno integrante de esa inmortal filmografía.













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