Esta es una de
las primerias películas que dirigía el gigante Fritz Lang, concretamente el
cuarto largometraje, y todo en su primer año de existencia artística en el
séptimo arte, todo en 1919, ciertamente un fructífero año, un año trascendental
y providencial en el cine alemán, y en el cine clásico, en el cine en su
totalidad. Se trata, nuevamente, de un filme atípico y singular en la variada
filmografía de este descomunal autor, situado justo en medio de los dos filmes
que compusieron la frustrada aventura de Las Arañas, y que, justamente como los
dos trabajos, los largometrajes mencionados, se basa en elementos exóticos, pues
si antes fueron los elementos del antiguo Imperio Inca, un poco de México y
Asia propiamente, en esta oportunidad el director se centra exclusivamente en
el país asiático de Japón, con toda su solemnidad. Entonces plasma el gran Lang
la conocida historia de Madame Butterfly, que llevaría el inmortal Giacomo
Puccini a la ópera, en el que una hermosa mujer japonesa, de profundos compromisos
sociales y morales con su cultura, ve cómo su padre comete harakiri, se suicida
luego de proteger a su hija de un monje budista; ella se enamorará de un hombre
extranjero, se casan, pero él debe regresar a Europa. La muchacha se queda,
embarazada, lo espera cuatro años, él finalmente regresa, pero lo hace con una
nueva esposa europea.
A Japón regresa
de viaje Daimyo Tokuyawa (Paul Biensfeldt), recibido por su hija O-Take-San
(Lil Dagover), su felicidad es interrumpida por el monje budista (Georg John),
él desea a la chica, y, rechazado, intenta obligarla a hacerse sacerdotisa;
padre e hija se niegan. Ante esto, Tokuyawa recibe después un obsequio del
emperador, una daga que significa que debe quitarse la vida en 24 horas; él
obedece, comete harakiri. Luego, unos
visitantes europeos arriban, y uno de ellos, Olaf J. Anderson (Niels Prien), invade
un bosque sagrado, prohibido a un foráneo, conoce a O-Take-San, que lo protege.
Ella, ahora convertida en geisha, es ofrecida después al forastero, se le
explica que, si la desea de compañera, debe casarse con ella por 999 días.
Accede, se casan, viven recónditamente, el monje los encuentra, envidia su
felicidad, pero Olaf debe regresar a Europa, prometiendo regresar pronto. El
tiempo pasa rápido, un hijo fruto de su romance cumple ya cuatro años, el monje
anhela que se cumpla el tiempo para que O-Take-San quede libre, deberá pagar
por esa libertad, o volver con él al templo. Ella es ayudada por el Príncipe
Matahari (Meinhart Maur), que la corteja, pero ella es fiel a Olaf, lo espera, mientras
el monje le exige que regrese al templo, intenta secuestrar a su hijo. Finalmente él vuelve, casado con otra mujer, y O-Take-San toma una fatal
decisión entonces.
Cerraría el descomunal cineasta alemán el primer año de su inolvidable carrera cinematográfica con el presente filme, el largometraje que ahora nos ocupa, el cuarto trabajo de ese año, estamos ya a punto de cumplir un siglo de aquellos días, una centuria ya desde aquel añejo entonces. Eran años de un Fritz Lang que, tras realizar la primera parte de Las Arañas, El Lago de oro, empezaba de manera fructífera, siendo todas las cuatro películas mencionadas del mismo año, 1919, su año de debut, y se sienten películas hermanadas, con ciertas aristas comunes. Asimismo, al estar las dos primeras películas de Lang actualmente consideradas como perdidas, las dos partes de Las Arañas y esta cinta, en el medio de ambas, completan el primer trío de largometrajes, por consiguiente, que tenemos del alemán. Es más que probable que se hayan trabajado en algún momento, incluso de manera simultánea estos cuatro largometrajes, y puede que de ahí nazcan esas aristas comunes mencionadas, como sería el caso del exotismo en la temática, de los personajes, de los parajes, o cuando menos los decorados que representan esos parajes. Aprovechando los decorados de ciertos segmentos de Las Arañas que se desarrollan en Asia, el director consigue plasmar los ambientes orientales, de esa manera el cineasta retrata con serenidad los solemnes ambientes japoneses, rebosantes de respeto, tranquilidad, rectitud, los decorados y vestimentas de la cultura oriental son retratados de agradable manera. Se siente un buen trabajo el conseguido con esas decoraciones, con esos ornamentos, en los vestidos, en los detalles de los templos y otras estancias, un elemento positivo en el filme en lo referente a ambientación, decoración y trajes, sobre todo considerando que fue un filme rodado en estudio, que no se llegó a los desplazamientos hasta la misma zona de las acciones. Nuevamente, un novel Lang ya da muestras de que ha desarrollado suficiencia en la puesta en escena, tiene seriedad para adaptar una obra rica, compleja, de elementos exóticos, de una riqueza que traspasa disciplinas artísticas, un clásico literario, musical, dramático, cinematográfico. Lang ya está listo para unos años después producir sus mayores aportes al cine, poco después se quitará el corsé, se liberará todo su genio.
Se va allanando, filme a filme, el camino para que nazcan las grandes obras maestras, las primeras películas del maestro iban fluyendo, que se va puliendo, se expedita el gran momento, el maestro aprendió tan fructífera como rápidamente su oficio, para poder generar esta película. Una película que no deja de ser un serio trabajo, pero definitivamente podemos afirmar que lo mejor aún estaba por llegar, para el cineasta y para el mundo del cine, era apenas el cuarto largometraje de uno de los mayores cineastas que han existido. El inmortal maestro nos da una prueba más, una previa, un proemio desde su juventud, de la versatilidad que nunca dejaría de exhibir durante toda su carrera, esto pues los temas exóticos no dejarían nunca de atraerle, como atestiguan los filmes que realizaría décadas después, en los 50, el díptico de El tigre de Esnapur y La tumba india, ambas de 1959. Es entonces este un filme singular, a inicios de su carrera, que nos hace entender desde otra perspectiva esa gran variedad en estilos, esa versatilidad de la que siempre hizo gala Lang a lo largo de toda su filmografía. De esta manera, y con ese prolegómeno, somos introducidos en un mundo donde prima el honor, el cumplimiento de las reglas y compromisos que la sociedad establece, donde es mejor morir con honor que vivir con deshonra, una poderosa determinación que conducirá a un final trágico. Es una historia que concentra mucho de la cultura asiática, la cultura japonesa, un clásico, un relato muy japonés, una historia de intensos sentimientos, de intensos sufrimientos, todo un clásico universal de diversas artes, que supo seducir hasta al gran Puccini. Hablando de la cinta y sus cualidades propiamente, hay un factor que también sigue repitiéndose, en esta y en las cintas iniciales de Lang, algo normal, y esto es que, tras un tercio de película, podemos advertir que no se trata de un largometraje que desborde virtuosismo técnico, al parecer Lang guardaba toda esa prodigiosa explosión visual, todo ese dominio técnico, para su momento expresionista, para el estadío más poderoso en ese aspecto de toda su carrera, ya a pocos años de distancia. De igual manera, hay otro factor común a los filmes de esta época de Lang, de nuevo, algo completamente normal, eran los años de la liberación de la cámara, y por consiguiente del lenguaje cinematográfico, me refiero al desenvolvimiento de la cámara, es una cámara estática mayormente, carente de movimiento, y, por tanto, carente de mayor expresividad.
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