Último largometraje hasta la
fecha que ha producido el otrora tan notable y apreciable polaco Roman
Polanski, una cinta que continúa ciñéndose a las directrices que viene
mostrando en sus últimos trabajos. En esta oportunidad Polanski adapta una obra
que tiene múltiples orígenes, teniendo su primigenia raíz en la novela del
austriaco Leopold von Sacher-Masoch, sórdida obra compuesta en varios apartados
que daría el nombre a la corriente del masoquismo. Posteriormente, David Ives
tomaría uno de esos apartados para adaptar la novela a una obra teatral, y
finalmente este yanqui trabajaría con Polanski mismo para elaborar el guión de
la cinta. Cine minimalista, como más de un ejercicio del polaco durante toda su
carrera, nos narra la cinta la historia sencilla, el breve episodio de un
director teatral, que realiza audiciones para un nuevo rol femenino, obteniendo
únicamente decepciones de las aspirantes al papel. Hasta que aparece una
singular fémina, decidida y determinada a obtener el rol, pero en ese camino
director y actriz estarán en medio de peculiar situación, cuando el papel a interpretar
rebase la mera ficción y ambos artistas de pronto sin darse cuenta lleven la
obra al plano de la vida real. Nueva suerte de estudio psicológico por parte de
Polanski, y nueva adaptación de una pieza teatral, como la inmediatamente
anterior Un dios salvaje (2011),
configurando un filme decente, discreto pero decente en lo que ya se presiente
como la recta final de la carrera de este gran cineasta.
Una música algo incierta, algo
oscura nos traslada hasta el interior de un teatro, en una noche donde vemos al
director Thomas (Mathieu Amalric), que pasa mal rato al no conseguir la actriz
que necesita para interpretar el papel de Vanda en su nueva obra. Llega tarde
una actriz que tiene ese mismo nombre (Emmanuelle Seigner), vestida muy acorde
al sadomasoquista papel que desea interpretar. Reacio al comienzo, Thomas
accede al ímpetu de Vanda, ella realiza la audición, y queda impactado al ver
la fuerza y naturalidad de Vanda para interpretar el rol. Las líneas del papel
representado van avanzando, así como la admiración de Thomas por su nueva
aspirante, hasta el nivel de que le rinde pleitesía, no solo artísticamente. Al
igual que el personaje masculino de la obra literaria, el director se somete
por completo a la voluntad de Vanda, si bien en la pieza de teatro ese
sometimiento se extiende durante un año. Diversas situaciones se van
sucediendo, comparte el director algunos eventos de su vida personal, siempre
con ella al mando y control de lo que acontece, inclusive manejando la mujer la
iluminación del recinto teatral, sin poder controlar Thomas el cambio de roles
que se va dando en la realidad. Conforme el director asume su rol de esclavo,
ella lo domina más y más, lo traviste en Vanda, y finalmente lo abandona solo y
amarrado en el interior del teatro.
La bizarría de la cinta se
advierte desde el comienzo, con ese acompañamiento musical que tiene tintes de
oscuridad, de estrambóticas atmósferas, acorde a la naturaleza y tema del
filme, mientras con un travelling avanzan la lente y el espectador en la umbrosa
noche por la calle, entra en el también lóbrego teatro, nos va preparando para
el espectáculo a presenciar. La música será más bien exigua durante el filme,
aparecerá a cuentagotas, pero aparecerá para generar ciertos ambientes,
principalmente en momentos como los sucesivos acercamientos entre director y
dirigida. Estéticamente habrán agradables sorpresas, atractivos momentos: al
apreciarse más de un cuadro, más de una pintura, especialmente al final de la
cinta con muchos cuadros históricos de pintores de la talla de Botticelli,
entre otros, representando célebres féminas, reales y mitológicas. Hay
secuencias -pocas, pero las hay- en las que en efecto se advierte un dominio
cromático, un poderoso juego de luces y sombras que casi pareciese haber
extraído de la pintura esos principios, ese juego de colores y contrastes, que
definitivamente enaltece dichas secuencias, y enriquece la estética del filme.
Así observaremos a la dominadora y desenfrenada Vanda casi surgiendo de la
nada, de la oscuridad, avanzando hacia la luz y desplegando el colorido de
algún traje en el teatro, en un agradable recurso dentro de la austeridad y
economía de recursos del filme. Buena atmósfera para el ambiente a generar, el
ambiente donde la línea de realidad y ficción se romperá, y donde interactuarán
esos dos únicos protagonistas.
Nunca salimos de ese binomio de actores, en ese sentido, es la cinta de Polanski más minimalista, la de menores recursos necesarios para su realización, pues si bien de sobra es conocida para el conocedor de la obra polanskiana esa inclinación minimalista, a hacer cine con mínimos recursos, es esta la oportunidad en que esa proclividad suya llega a su punto clímax. Así, vimos esa característica suya en El cuchillo en el agua (1962), prosiguiendo en Repulsión (1965) y Callejón sin salida (1966), sus filmes iniciales, donde dos o tres personajes, incluso un solo personaje en el caso de Repulsión, es el responsable de toda la acción, es el receptáculo y a la vez motor de los principales eventos. A su vez, en los citados filmes los espacios donde se desencadena todo son mínimos, mínimos y reducidos escenarios, y todo esto alimenta poderosamente ese estilo minimalista que siempre tuvo el cine de Polanski. Luego, por tres décadas se aleja de esos lineamientos, para volver tibiamente a ellos en la apreciable La muerte y la doncella (1994); nuevamente abandonaría esos nortes hasta la cinta al comienzo citada, Un dios salvaje, y encadena el polaco, décadas después, dos cintas de este misma naturaleza. Pero, como se dijo, la presente cinta lleva esas dos directrices al máximo punto, cuando el dúo de interpretes sean los únicos elementos humanos que veamos, y cuando el reducido recinto teatral sea el único escenario visto durante los noventa minutos de metraje. Polanski maximiza algunos de sus más importantes nortes, regresa a sus inicios ciertamente, a la vez que continúa refugiándose en el teatro (Un dios salvaje es asimismo una pieza teatral también).
En ese sentido, el cineasta al
realizar la adaptación del teatro al cine, dos artes tan cercanas, renuncia a
los artificios más vistosos del séptimo arte, la austeridad de recursos se
refleja también en ese plano. Empero, obviamente una adaptación así aúna las
virtudes del teatro y el cine, con las maravillas que se pueden hacer en el
montaje y un buen trabajo de planos (algo que Polanski ciertamente consigue), y
veremos unos encuadres expresivos, empoderando por momentos a la fémina por su
ubicación en las tomas; ligeros contrapicados, planos, contra planos y otros
encuadres dan fe de esto. Resulta curioso que Polanski, sin ser un hombre de
teatro, y en lo que se prevé como la etapa de clausura de su filmografía,
realice este tipo de ejercicio, y que lo haga con calidad. Sigue a su vez
apoyándose Polanski en su mujer, su esposa Emmanuelle Seigner, quien
francamente quizás pueda tener algunos años de más para este filme; conserva
aún mucha de su solvencia, y sus antecedentes en los sórdidos filmes de esposo
(Frenético 1988, obviamente la
recordada Lunas de hiel 1992, y lamentable
La novena puerta 1999) fueron los
principales pergaminos para catorce años después estelarizar nuevamente una
cinta del polaco. Lo dicho, la Seigner conserva muchas de sus virtudes, pero ha
perdido frescura con los años, y si bien su actuación no desentona ni
decepciona, puede que una actriz más joven hubiese podido realizar igual o
mejor trabajo. Completa Mathieu Amalric el reducido elenco actoral, y se lo
siente cumplidor en su bifaz y casi siempre sometido papel.
Se presiente casi ese personaje,
el director teatral, como una extensión del propio cineasta, de Roman, que
probablemente sintió afinidades entre su propia persona y el extravagante
director teatral que se somete completamente a la voluntad de la fogosa fémina
que dirige en su obra. El sadomasoquismo de la novela literaria se va
retratando desde la provocadora y atrevida indumentaria de ella, quedando en
determinado momento en prendas menores, y convirtiéndose en la dominadora de
todo. En ese sentido, el juego psicológico queda plasmado, la obra de von
Sacher-Masoch, naturalmente, está plagada de sordidez -no en vano por esa
novela el sadomasoquismo lleva el nombre del autor-, de temas oscuros y
bizarros, eso se traslada al filme, el director cuenta una experiencia
traumática con una tía suya azotándolo, y el gusto que adquirió a ello. El
juego psicológico es severo, el intercambio de roles es absoluto, iniciando con
ella manejando las luces del teatro, luego la ficción rebasa su ámbito y se
traslada a la realidad: ella asume el papel de psiquiatra y él se coloca en el
diván, las figuras y la teatralidad desplegadas refuerzan poderosamente ese
tenso ambiente psicológico. Poco a poco sus roles se van intercambiando y eso
se refuerza también por el correcto trabajo de cámara mencionado, se va
sabiendo quién manda y quién obedece. Si
en Un dios salvaje ya se había
esbozado un cierto estudio psicológico con los padres de familia perdiendo el
control, con el presente filme en efecto se alcanzan nuevas cotas. La cinta es
agradable, puede engañar su aparente discreción, pero tiene potencia por
momentos, agrada la idea del teatro desde el cine, el juego entre ambas artes
que hace el cineasta. Con todo, se siente como una cinta ya en la vejez del
director, la psicología cobra relevancia y fuerza, los demás aspectos de su
cine parecen ya ir decreciendo desde hace lustros. No habiendo aún un próximo
proyecto confirmado de Polanski, es ésta su última producción disponible,
apreciable, agradable, quizás no lo mejor de su creador, pero disfrutable.
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