Al realizar esta cinta Abbas
Kiarostami era ya considerado como uno de los cineastas más fulgurantes dentro
del finisecular contexto cinematográfico internacional. Había visto la luz una
de sus mayores y más reconocidas obras, A
través de los olivos (1994), que terminó de catapultarlo al estrellado
mundial, y clausuraba a su vez su célebre trilogía conocida como la Trilogía del terremoto, donde exploraba
su natal Irán y las secuelas de ese movimiento telúrico. Después de ese
ejercicio, realiza un segmento cinematográfico y un documental antes de su
siguiente largometraje, el trabajo que nos ocupa ahora. Nos encontramos ante uno de los trabajos más
memorables del cineasta oriental, que se separa un poco de las directrices de
la citada triada de filmes, para desarrollar algunas novedades en su arte.
Kiarostami nos narrará en su cinta la historia de un hombre de mediana edad,
que llegado a un punto de su existencia ha decidió quitarse la vida, y para
ello antes debe encontrar a alguien que lo entierre cuando haya logrado su
cometido, a cambio de mucho dinero. En su búsqueda el individuo encontrará tres
distintos prospectos, un joven soldado, un seminarista, y finalmente un
taxidermista; los tres tendrán distintas reacciones al pedido, pero el tercero
será quien mayor injerencia tenga. Un filme notable, bello, y gran ejemplo del
tipo de cine que realiza el cineasta, que continúa consolidando a su autor como
uno de los artistas más interesantes del panorama del séptimo arte de la
actualidad.
Inicia la cinta con un personaje,
un hombre que se hace llamar señor Badii (Homayoun Ershadi), manejando un
vehículo por áridas tierras iraníes, sin mayor motivo aparente. En su camino se
encuentra con un individuo que recolecta bolsas plásticas para venderlas; luego
recoge a un joven soldado de Kurdistán (Safar Ali Moradi). Tras un breve diálogo,
el Sr. Badii le dice que ha decidido suicidarse, y necesita que alguien, una
vez realizado su acto, lo entierre. Al llevarlo a la tumba que él mismo ya ha cavado,
le ofrece mucho dinero a cambio, pero el joven soldado finalmente escapa
asustado por la propuesta. El Sr. Badii no desiste en su propósito, y el
siguiente personaje que encuentra es un seminarista (Mir Hossein Noori), a
quien le hace el mismo pedido y ofrece la misma recompensa, pero el hombre
religioso le expresa su opinión de lo pecaminoso que considera el suicidio, y
acaba negándose a ayudarlo. Finalmente encuentra un tercer sujeto, un maduro
taxidermista, el señor Bagheri (Abdolrahman Bagheri), que al escuchar la misma
solicitud, le habla de una experiencia propia, de cuando él mismo intentó
suicidarse estrangulándose. El árbol de donde iba a colgarse, era un árbol de
cerezas, frutos que acabó probando, disfrutando y llevando a su esposa a casa;
las cerezas le salvaron la vida. Le insta a que no se mate, y Badii finalmente
toma una decisión tras hablar con el taxidermista.
Kiarostami ubica nuevamente su
relato en su tierra, el trasfondo de su historia es su usual Irán, es un nuevo
ejercicio en el que se plasma la oriental y compleja tierra iraní, Teherán como
trasfondo geográfico, directa o indirectamente. El ritmo de la cinta es
relativamente lento, como casi siempre ocurre en los filmes de Kiarostami, y
acordemente a esto, el propósito, lo que mueve al protagonista, demora en ser
expuesto. Durante los primeros veinte minutos del filme no sabemos cuál es su
propósito, lo vemos simplemente conversando y realizando diversas preguntas,
tanto al recogedor de bolsas inicial que encuentra, como al joven soldado
kurdo. Asistimos a ver a un hombre de mediana edad que, sin exponerse nunca en
toda la cinta los motivos, ha decidido poner fin a sus días, es todo lo que
sabemos, y ciertamente, es todo que necesitamos saber para que funcione la
cinta. La película es una celebración de la vida, deja un poco de lado el
cineasta sus usuales retratos cercanos e íntimos de su tierra y de su gente -es
la más diferenciada de las cintas temporalmente cercanas a ella en este aspecto-,
para mostrarnos sus reflexiones sobre la vida, sus perspectivas. Y es que en
efecto se celebra la vida, el filme es una bella alegoría a la sencillez y
hermosura que habita en las cosas más pequeñas y al parecer insignificantes, la
historia finalmente queda en un segundo plano, se convierte en un pretexto para
lo más importante. El contenido, la reflexión que plantea la cinta cobra más
importancia que en otras oportunidades en Abbas, y el aspecto visual, si bien
jamás dejado de lado, comparte importancia y preeminencia con este aspecto.
El trabajo de cámara es algo que
sí conserva lo usual en Kiarostami, una cámara más bien mesurada, sin planos
demasiado elaborados, los escasos travellings que se observan fluyen cuando
observamos el vehículo desplazándose, y claro, para plasmar asimismo los
parajes iraníes; continúa en ese sentido Kiarostami con su usual directriz de
sencillez narrativa visualmente hablando, ajeno siempre el oriental a utilizar
los complejos y elaborados trucos o recursos técnicos de cinematografías
occidentales, más convencionales. Este trabajo de cámara colabora al ritmo
general del filme, un ritmo, como se dijo, mesurado, sereno, una sencillez que
con facilidad se confunde muchas veces con lentitud. Los planos cuando el potencial
suicida se desplaza sólo nos muestran su punto de vista, lo que ve el
protagonista, un enfoque que ayuda al espectador a introducirse en la historia
que presencia. Asimismo, la cercanía que el cineasta desea generar entre
observador y protagonista se refuerza todavía más con los planos medios
laterales que enfocan al Sr. Badii cuando está manejando el auto también solo,
sin compañía. Mientras reina el silencio, casi nos sentimos el copiloto, casi
nos sentimos el acompañante del potencial suicida con ese encuadre que hace
parecer que uno está sentado a su lado. Ambas características del
comportamiento de la cámara generan pues estrechez entre el espectador y el
individuo en busca de su enterrador, nos acerca más al mundo e historia que
Abbas nos presenta. Este accionar de la cámara se mantendrá siempre que nuestro
protagonista se encuentre solo, en soledad, pues esa parsimonia y silencio se
rompen automáticamente cuando hay un acompañante al lado, compartiendo planos
el conductor con el acompañante de turno; es entonces que se rompe el
hermetismo de la cámara antes comentado.
La cinta es pues el desfile de
los tres puntos de vista a los que se somete el Sr Badii, con el soldado
primero, corriendo espantado de lo que se le solicita. Se grafica la
circunstancia de que el joven soldado de Kurdistán, el individuo que está
entrenado para matar sin vacilar, el que lidia con la muerte, es el que más se
asusta por el bizarro pedido; quizás su edad haya influenciado, pero es
elocuente su desesperada huida corriendo por la tierra, tras saltar del auto; la reacción más inocente, mundana, de las tres. Luego está el seminarista
afgano, representando el punto de vista religioso, un enfoque necesario,
ciertamente necesario dada la naturaleza del pedido, el cineasta nos presenta
la opinión religiosa, condenando el suicidio como un pecado. Las religiones en
su gran mayoría condenan el acto de quitarse uno mismo la vida, y la religión del
Corán no podía ser la excepción; el seminarista condena el acto, Alá es el
inicio y el destino de la vida humana; suicidarse es matar, matar a uno mismo,
pero matar al fin. Con tranquilidad el seminarista rechaza el pedido, sin
importar la cuantiosa cantidad de dinero ofrecida, y le sugiere que recapacite
y rectifique su proceder. La tercera irrupción será definitivamente la más
importante, milicia y religión ya expusieron sus puntos de vista, le toca a la
experiencia más humana, con el anciano que no únicamente habla y aconseja, sino
con su poderoso testimonio hace reflexionar al suicida en potencia, y al
espectador mismo a la vez. Su conmovedor testimonio nos habla de cómo hallar en
las más pequeñas e insignificantes cosas, como unas cerezas, fuente de alegría,
fuente de algo que puede cambiar completamente nuestra perspectiva vital.
La epifanía del anciano es el
corazón de la cinta, el genuino eje y meollo del trabajo, y no en vano es lo
que hermosa y simbólicamente titula al filme, y las figuras con que se refuerza
esta idea son abundantes y notables. Las cerezas con el símbolo de la vida, lo que
hizo que un hombre a punto de quitarse la vida reconsidere todo; la sencillez e
insignificancia del fruto le devolvió la esperanza en vivir, algo aparentemente
pueril y carente de importancia puede generar algo milagroso, puede cambiarlo
todo. Cuando el anciano transmite su epifánica vivencia, cuando habla de cómo
comía las cerezas, vemos un amanecer, sale el sol, sale la vida otra vez;
cuando el anciano comparte su testimonio en lo que es casi un monólogo de su
parte, ajeno a los anteriores episodios, algo cambia (cuando el soldado y el
seminarista incursionaron en el filme, el terreno iraní simbólicamente era más
árido que nunca, casi siempre tierra, estéril tierra -como el parco carácter del
protagonista-, y casi nada de naturaleza, casi nada de vida; se observa la
figura en más de una ocasión de los cuervos sobrevolando el territorio, cual
aciago agüero). Cuando el Sr. Bagheri participa, sensible cambio se observa: el
terreno sigue siendo árido, pero el verde y las plantas aparecen, árboles en
hileras, de colores otoñales, pero también árboles verdes, el verde de la vida ha
vuelto, y hasta, casi inverosímilmente, una pequeña fuente de agua; no hay
duda, la vida llega junto con el anciano, llega junto con el relato de cerezas.
Una imagen por unos segundos inmóvil nos muestra un árbol en el centro del
encuadre, hasta que el auto avanza, y también la cámara. Las cerezas lo
cambiaron todo, el hombre fue a quitarse la vida, y regresó comiendo frutas,
llevando cerezas a su esposa. El final es muy poderoso, una soberbia muestra
del tipo de cine que Kiarostami confesamente profesa, un cine que no está
completo por sí solo, que requiere participación del espectador, como evidencia
su desenlace, una exquisita y palpable muestra de a qué se refiere, quizás la
más elocuente que se haya visto del realizador. Para reforzar eso, el cineasta
se muestra a sí mismo y a su equipo en pleno rodaje, un recurso siempre interesante en el que nos
recuerda que lo mostrado es una representación, nos invita a completar el circuito
inconcluso y desafiante que siempre es su arte. Excelente cinta de un cineasta
que hace un cine muy diferenciado y definido, que genera hermosas alegorías
audiovisuales, es Abbas Kiarostami.
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