martes, 13 de febrero de 2018

Viridiana (1961) - Luis Buñuel

Buñuel va alcanzando nuevas cotas en su arte, en su cine, va quemando etapas, e iniciando nuevos estadíos en su evolución como creador audiovisual, sus tópicos obsesión van alcanzando su cima, el retorno a Europa finalmente se concreta, aún no completamente, pero sí a paso seguro. En este filme se produce algo no muy común en el cineasta, pues no adapta un trabajo literario a la pantalla grande, en esta oportunidad el guión nació de Julio Alejandro, pero Buñuel participó directamente en su elaboración como coautor, lo que le da una gran autoridad y libertad en el trabajo, en el que aborda muchos de los temas buñuelianos por antonomasia. Tras La Joven (1960), retoma el cineasta el deseo de un hombre mayor hacia una jovencita, cuando un solitario individuo de edad madura, se enamora y obsesiona con su sobrina, una monja, intentará unirse con ella y fracasará; la joven, afectada, tratará de practicar caridad con unos mendigos, solo obteniendo funestos resultados en la mansión donde vive con su primo, hijo no reconocido del primer individuo. Uno de los filmes más controversiales, potentes y apreciables del descomunal cineasta ibérico, del que siempre habló en términos positivos, alegrándose de la forma en que pudo trabajar en esta cinta, pues se  trata de una de las ocasiones en que mayor libertad de maniobra se le dio, y se nota.

             


En un convento, a la hermana Viridiana (Silvia Pinal) se le informa que su tío desea que lo visite. Sin mucho entusiasmo, va a la finca de Don Jaime (Fernando Rey), su tío, él vive con su criada, Ramona (Margarita Lozano); Viridiana apenas conoce a su tío, pero él la hace vestirse como su difunta esposa, y al declararle que desea casarse con ella, que vivan juntos, la espanta. Jaime la droga, la hace dormir, intenta ultrajarla, pero se detiene; a ella le dice que sí la violó, que deben casarse, y pese a confesar finalmente la verdad, ella se marcha ofuscada; antes de irse, empero, se entera de una desgracia, su tío se suicidó. Viridiana no vuelve ya al convento, vuelve a la mansión, donde vive con su primo Jorge (Francisco Rabal), hijo de Jaime, y Lucía (Victoria Zinny), amiga de él, y a donde lleva a un grupo de mendigos para ayudarlos. Los mendigos dan algunos problemas, pero todos viven juntos, hasta que Lucía advierte que a Jorge le atrae Viridiana, y se marcha. En un momento, Ramona y Jorge tienen un idilio, y luego los patrones se van de casa por unas horas, Ramona incluida; los mendigos logran entrar a la mansión y arman un atroz banquete, destrozando todo, hasta que vuelven los amos. Con ayuda de la policía ponen orden, desalojan a todos los mendigos, y finalmente en la casa se quedan Viridiana, su primo y Ramona, viviendo juntos en singular e incierta situación.










En el inicio del filme fluye el aleluya, sonando en el prólogo ya se nos da aviso, con ese poderoso prolegómeno, de la intensa e irreverente disyuntiva religiosa que presenciaremos, pues Buñuel llevará un paso más allá las preocupaciones y planteamientos que a ese respecto había ya presentado. Sí, Buñuel, el que tuvo una profunda y confesa formación católica en su niñez, asoma ahora con una profunda religiosidad -desde luego, una religiosidad buñueliana-, y desfilarán cruces, una corona de espinas (que arde simbólicamente al final) y hasta clavos y martillo, un filme que abunda en figuras cristianas, incluso teniendo al leproso; también están las cenizas que lleva Viridiana a la cama de Jaime, representando penitencias y muerte dice ella, y así acaba siendo en efecto. Todas estas figuras cristianas alcanzan delirante clímax con el opíparo y orgiástico banquete, una mórbida representación de la última cena, uno de los símbolos cristianos mayores, que es el bizarro marco a la vulgaridad, la atrocidad, lo orgíaco y repulsivo, Buñuel lleva el extremo su representación, probablemente nunca tan poderosa e irreverente la representación de la religión aquí. Pero toda esa irreverencia, desde luego, tiene un norte, como lo hemos visto antes, Buñuel nos transmite sus inquietudes, las mismas inquietudes que ya nos había deslizado no con poco vigor en Nazarín (1959), la cuestión de un genuino cristianismo aplicado en la realidad, en el día a día, la forma en que es incompatible un cristianismo plenamente ejercido en el mundo de los mundanos humanos. En la primera parte del filme, indiscutiblemente la más plagada y empapada de religiosidad, hay un marcado misticismo, diferenciada del resto del metraje la película, con música sacra enmarcando muchos pasajes, como cuando Fernando Rey se observa travestido frente al espejo, y aparece Viridiana sonámbula, sin palabras esa bien lograda secuencia; con ese efecto, esa y otras secuencias se sienten impregnadas de litúrgico halo, las presencias de ambos se sienten casi hieráticas, especialmente la de ella naturalmente, un surrealismo mudo fluye no con poca bizarría. Diferenciada será la parte restante de la cinta, pero de alguna manera, con toda la carga religiosa -que si bien decrece, no desaparece jamás-, es como si Rey y su sordidez aún sobrevolaran en el universo del filme. Lo vimos travestirse, es patológica su obsesión, en él los traumas se funden con tortura, se humaniza algo al decir que alguna vez quiso hacer algo bueno por la humanidad, pero ahora es presa de su obsesión, aún con mentiras desea obtener a su sobrina, aunque finalmente no pueda sostener la ruin mentira; se debate, inseguro y temeroso, entre una y otra cosa, un sello de muchos personajes buñuelianos.











Para esta película, en reiteradas ocasiones ha aseverado el cineasta que disfrutó de una libertad para trabajar, de una libertad para rodar de la que casi nunca otra vez gozó en su andadura cinematográfica, afirma que desde La edad de oro (1930) no tuvo libertad semejante. Nos decía el cineasta que desde la citada cinta surrealista, no había podido seguir con sus particulares tradiciones artísticas tan fidedignamente, y si eso algo apreciable para él, tal vez lo sea aún más para el espectador, que verá todo su poderío simbológico y temático desatado. Así, para el conocedor de la cinematografía del ibérico, apreciar este filme de Buñuel, es como como conversar con un viejo camarada, en el que se advierten sus detalles, sus palabras o expresiones en la conversación. Análogamente, apreciamos acá los detalles de su arte, de su cine, sus figuras, como los pies, primero de la niña saltando la soga, luego de Jaime y Viridiana, él jugueteando algo nerviosamente en su primer contacto; el director se delecta mostrando pies, una de sus imágenes más tradicionales, pues es este uno de los filmes en que más muestra ese detalle suyo, y luego veremos los pies de Jaime en el órgano, solo por mencionar otro ejemplo más. Otra de sus clásicas imágenes, la fémina de turno descubriendo sus carnes, en particular las piernas, fluirá, y veremos a Viridiana, que se muestra ya como el carnal objeto de deseo en esta ocasión, sacándose las medias, luciendo piernas, muslos, en otra imagen buñueliana por antonomasia. Buñuel afirma que con cierta tibieza puede haber “plagiado” su propia obra, figuras suyas previas, y habrá alguien que vea en Fernando Rey mirando por la ventana, al personaje femenino en El Perro Andaluz (1929) en símil situación, o cuando Viridiana monda una fruta, verá similar figura de Subida al cielo (1952). Otra imagen de este inusualmente libre Buñuel fluirá, veremos una trémula cámara que se acerca a un felino que da cacería a un ratón, buñueliana forma de insinuarnos la unión carnal que acaba de tener lugar, Jorge y Ramona, amo y sirvienta; Buñuel siempre tuvo una especial forma de rodar la extensión implícita de una situación amorosa, teniendo aquí singular ejemplo. Interesante e inquietante secuencia, pues sabemos que Ramona fue hasta cierto punto cómplice de Jaime en el casi ultraje del que Viridiana fue víctima. Ramona es pues parte innegable de ese oscuro universo, no olvidemos que tras haber sido Jaime incapaz de violar a Viridiana, se escuda, más de una vez, en su criada con cobardía, y que ella colaboró e intentó que se consume esa sórdida unión incestuosa, y de ese fallido intento, Jaime saldrá desmoronado, reconoce a su hijo ilegítimo recién antes de quitarse la vida, como si quisiera encontrar redención, como si dejase una extensión suya “limpia” en ese umbroso universo.













Viridiana, centro y meollo total del filme, tiene un quiebre existencial, quijotesco viaje ha tenido, una epifanía se ha producido, rompe sus cánones religiosos, inicialmente convencionales, pues tras el ultraje incierto, su cristianismo cambia y se entrega a cuidar mendigos; como el cura en Nazarín, emprende un viaje que no tendrá buen fin. Si con Nazarin el director planteó asertivamente ciertas cuestiones a ese respecto, aquí lo lleva a la hipérbole, con un acidísimo retrato, el confeso ateo tiene rienda suelta para actuar, algo que adquiere otros carices cuando recordamos la profunda formación cristiana del realizador. Para Nazario la bondad y caridad trajo catástrofes, no cupo en la realidad, vio su nuevo camino naufragar, aunque ahora Viridiana tiene distinto viaje, ella no “despega” como el cura; en el final del filme previo, Nazario se despega completamente, con incertidumbre, de todo, pero ella no, ella “vuelve”, se entrega a Jorge, en esa inquietante escena de cierre para formar lo que a todas luces es un ménage à trois, mientras suena una música de rock moderna (para entonces, claro está), severa contraposición a lo sacro de Jaime. Y tenemos el simbolismo final, su  corona de espinas quemada por la niña, arde, corrosivamente se cuestiona si la idea de un verdadero cristianismo es vana. Ella es de sugestivo modo, una sonámbula, ella, con temor jala la ubre de la vaca en una secuencia muy de Buñuel, ella tiene mariana representación antes de la casi violación, un complejo personaje el que construye un Buñuel desatado. A nivel técnico, la sutil pero determinada cámara se comporta con la suficiencia ya exhibida en trabajos anteriores, breves y precisos movimientos nos acercarán a las acciones de los protagonistas, el dominio técnico del director es innegable, y su puesta en escena, algunas veces acusada de descuidada, se advierte depurada, lista para dar el salto ya definitivo en su evolución total. Tenemos el recurso narrativo y transitivo de la soga, el juguete, comienza con la niña Rita, reaparecerá poderosamente con el suicidio de Jaime, luego también, cuando los mendigos recién han llegado a la mansión, luego en el segundo intento de violación, es un agudo leitmotiv que conecta los segmentos del filme, que nos reconduce al hilo principal, que articula los hechos. La secuencia previa al orgiástico banquete es soberbia, nunca visto en el director un ejercicio de  esta naturaleza, ese tipo de montaje en Buñuel, poderosísimo, contraponiendo actividad física y espiritual, trabajo con rezo, carne con espíritu, en un exquisito recurso pocas veces por Buñuel esgrimido; tenemos asimismo al mendigo pintor y el guiño a Goya, junto a Galdós, sus dos mayores influencias confesas. Los mendigos personifican el deseo carnal, el hambre, el exceso, la furia, el rencor, el extenso abanico humano de pecados, que terminan por destruir y despedazar los principios de Viridiana. A parte de la descomunal representación de la cena, que es el corazón visual del filme y desencadenante de la final ruptura de Viridiana con esos principios, tenemos otro símbolo, el crucifijo-navaja, o navaja-crucifijo, en cuya anecdótica inclusión hasta Carlos Saura se involucró. La libertad del director se nota, y es aplastante, burló la censura, el filme en España recién se estrenó cuando Franco salió del poder, se prohibió la venta del crucifijo, además de la inmediata reacción del Vaticano; el poderoso cine de Buñuel no dejaba indiferente a nadie. Fernando Rey está soberbio en su breve pero solvente actuación, se entiende que sea un socio casi fetiche de Buñuel en el ocaso de su carrera, en algunas de sus mejores películas -en el año de esta cinta, ya no muy lejanas a ver la luz-. Buñuel está ya casi a su máxima expresión, como dirían los españoles, estaba que se salía, era el momento, lo mejor estaba ya aquí, el prodigioso genio de Calanda estaba por configurar el final estadío de una de las filmografías más brillantes vistas en el cine.



















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