jueves, 30 de junio de 2016

La cruz de la humanidad (1915) - Thomas H. Ince, Raymond B. West, Reginald Barker

En la primera y segunda décadas del siglo pasado, el cine silente era amo y señor de las artes audiovisuales a nivel mundial, y era Hollywood el principal e indiscutible foco de producción y  creación cinematográficas. Eran los años de David Wark Griffith, de Chaplin, entre otros gigantes; el norteamericano Thomas H. Ince es uno de los cineastas que tuvieron el privilegio de trabajar con los mayores genios del cine de su país, que nunca alcanzaron su nivel de fama o renombre, pero que tiene su sitio ganado para los que conocen la historia del cine más allá de sus más altos e ineludibles exponentes. El cineasta Ince en esta oportunidad rueda el que sería uno de sus ejercicios más celebrados y recordados, un filme en el que plasma con apasionada fuerza su sentir hacia el contexto que le tocó vivir, el efervescente escenario bélico, años previos a la Primera Guerra Mundial. Nos narra el director la historia de un conde, distinguido individuo que participa en una guerra, al mando de un submarino, desobedece órdenes del propio rey a quien sirve, desacata la orden de bombardear un indefenso barco con civiles, muere en combate, pero Jesucristo lo resucitará, y volverá en él a la tierra para enmendar la situación. Sin utilizar rutilantes estrellas, pero sí con un elevado presupuesto, configura Ince uno de sus trabajos más respetables, pero a la vez menos conocidos, pese a que no pocos aciertos y virtudes tiene su cinta.

                       


Tras observarse unos textos hablando sobre la civilización y algunas de sus contradicciones, se nos sitúa en la ciudad de Nurma, donde sus habitantes realizan sus actividades sin mayor preocupación. Aparece asimismo el rey de la nación (Herschel Mayall), en negociaciones con mandos militares, el país se debate intensamente entre entrar directamente a una inminente guerra, o seguir iniciativas pacifistas, como aconseja el abogado Luther Rolf (J. Frank Burke). Al inventor al servicio del rey, el conde Ferdinand (Howard C. Hickman), el monarca mismo le encomienda que ponga sus inventos al servicio de la corte, prometiéndole grandes beneficios. Finalmente el rey se deja llevar por algunos de sus consejeros, aprueba el combate, el estado entra en la guerra, debiendo partir muchos jóvenes a pelear por el país, dejando esposas, madres y padres destrozados. El conde Ferdinand parte también, dejando a Katheryn Haldemann (Enid Markey), apesadumbrada, ambos se aman, pero el deber es primero para él. Ferdinand, ya en combate, dirige un submarino, y cuando recibe órdenes de destrozar sin piedad un pequeño bote que transporta civiles, desobedece ese mandato, muere en la batalla. Pero el mismísimo Jesucristo le revive, toma posesión de su cuerpo, y predica el bien en la Tierra nuevamente, teniendo interacción incluso en el propio Rey, que tomará una nueva actitud luego de una revelación.






El comienzo de la película ya nos va diagramando en gran medida la naturaleza de la cinta que estamos a punto de presenciar, cuando reiterados cuadros de texto vayan deslizándonos figuras y creencias religiosas que no se ponen en práctica; referencias a Cristo, amar a los semejantes, amar al vecino como a uno mismo, pensamientos que muchos andan pregonando, pero que no llevan a la práctica. La cinta inclusive se afirma dedicada a aquellos seres que no solo hablan de la boca para afuera, sino que lo aplican en la vida diaria; de esta forma las dos principales vertientes por donde discurrirá la cinta ya nos han sido presentadas, la corriente pacifista por un lado, y por el otro la profunda religiosidad que impregna el filme por completo. Es de las primeras cintas en presentar a Jesucristo como un personaje más de la película, en retratar al hijo de Dios como un elemento más de la historia, casi como un humano más, y como era de esperar en una representación así, obtuvo dispares resultados este recurso, alguno tildando de banal dicha representación, otros ensalzando tal positivo atrevimiento. Y es que, si se recurrió antes a ciertas alegorías (la civilización y su falta de piedad contra los débiles e indefensos de que se hablará líneas más adelante), para el tema de Cristo no hay trucos o analogías simbólicas, acá se nos presenta frontalmente, directamente lo que se desea; es Jesucristo que ha vuelto a la Tierra, ha vuelto al mundo de los hombres, ha vuelto y pregona nuevamente su mensaje, un tema ya ambicioso, y un modo de presentarlo aún más ambicioso. Por si fuera poco, de paso refuerza el sentimiento general del filme, el pacifismo, la oposición de la violencia y de la guerra, en la forma del mismísimo Redentor que habla directo al rey. El filme de Ince se distingue también por presentarnos prontamente la dualidad que desea exponer, no tomando partido irrevocablemente por un sentimiento, sin prestar atención al otro extremo, sino lo contrario. Contrapone el director ambas perspectivas, ambos enfoques, enfrenta ambas maneras de ver las cosas, primero con un rey que recibe constantes exhortaciones a iniciar la guerra, pero después lo contrapone con el pesar de las familias que ven a sus jóvenes partir. La dualidad, la bifacia del drama se presenta rápidamente, drama reforzado por imágenes fuertes, expresivas, patéticas, como la madre inválida, tirada en el suelo sobre su silla de ruedas, llorando impotente al mandar a su hijo, a todo lo que tiene en el mundo, a la guerra, a una muy probable muerte.





Vemos planos generales de la ciudad, de su muchedumbre, y a propósito de esto, planos con muchedumbres, conocida era su afición por controlar tanto escenas de ese tipo, que en ciertas cintas Ince hubo incluso de contratar extras adicionales, aparte de los numerosos con los que ya contaba su producción. Apreciaremos pues grandes planos que lo abarcan todo, pero también otros encuadres donde se retratan imágenes céntricamente concebidas, donde el centro de esas imágenes son punto de fuga, como por ejemplo el rey en los minutos iniciales, conversando y dirimiendo con las autoridades militares en la mesa. En algunos de los planos de los primeros minutos del filme ya se va apreciando esa rigurosidad y planificación en la dirección que tanto han caracterizado los filmes de Ince, en la concepción y composición de sus imágenes, y en el modo en que nos los presenta. El lenguaje narrativo y expresivo del director es más bien sobrio, como se mencionó, buena composición, buen encuadre, pero es una cámara estática, carente aún de movimientos o travellings, algo no poco coherente al año de la cinta, 1915; el riguroso cineasta brilló en otros campos de su expresión audiovisual, pues en la dinámica, la soltura y movimientos de la cámara, se mostró más bien poco dado a experimentos. Así, sin ser la estética, la belleza visual, una de las principales características de la filmografía del director norteamericano, observaremos algún bonito claroscuro, bonito y potente contraste cromático en algunas secuencias al aire libre, con el cielo y las nubes como contrapunto de la oscuridad del suelo. O también cuando Ferdinand, muerto, inicia su metafísico viaje para conocer a Jesús, otra vez veremos ese contraste; ahí apreciamos un buen trabajo en el campo de la fotografía. Para remarcar, eso sí, los recursos utilizados para secuencias oníricas o surreales, para generar desdoblamientos, con superposiciones de imágenes para lograr esos efectos, efectos de desvanecimiento asimismo de algunas imágenes. Todo configura un correcto resultado final de esas secuencias, donde también se plasma la epifánica interacción divina con el rey, tibiamente un doble plano, de interacción onírico-realista, algo apreciable para el cine de entonces. Viajamos incluso a la conciencia del personaje, del rey, con la disyuntiva moral que tiene luego de la epifanía con Jesucristo, el viaje al interior de la psiquis del personaje, un recurso apreciable y, para la época, relativamente novedoso.






En ese sentido, también notable es el hecho de que la cinta retrata un ambiente metafísico, un entorno extrahumano, una suerte de viaje dantesco, cuando el alma del conde viaje al otro mundo, viaje -luego de ese gran claroscuro citado antes- a un mundo entre almas atormentadas. Oscuro espacio donde encontrará a Cristo, umbrosa y densa representación que es su versión de esos temas metafísicos, interesante que en líneas generales la cinta sea una versión personal de Ince, tanto de ese surreal entorno, como del calvario de Cristo, visto contemporáneamente. La secuencia bélica es asimismo bien lograda, frenética y literalmente explosiva secuencia que retrata correcta y vívidamente, para entonces, el infierno bélico, la pesadilla de la guerra, el fuego de las armas, explosiones por todos lados, cuerpos volando por los aires. El filme es, como solía pasar con Ince, un filme de perfil alto, un trabajo de alto presupuesto, que aparentemente tiene en esas elaboradas y frenéticas imágenes de guerra la mayor justificación a ese presupuesto, pues fuera de ese para la época vistoso despliegue visual, no hay mayores hazañas. Entre las figuras que desarrolla la cinta tenemos la mayor paradoja de todas, con la guerra, el más patético y cruel de los logros de la civilización, cobrando vidas por doquier, tenemos a la así llamada civilización, que no tiene piedad de acabar y destrozar a los débiles e indefensos. Clara alegoría tenemos de esto en el buen conde Ferdinand desacatando órdenes, él desacata a su rey, desacata a la civilización, rechaza abusar del débil e indefenso barco que transporta civiles, figura donde vemos simbolizado el sinsentido, lo paradójico de la civilización, una manera de organizarse que procura finalmente la destrucción, la extinción de la vida. Como personaje central, el conflicto en la mente del protagonista, Ferdinand, es vital, es ejemplar vasallo del rey, pero por encima de todo es un siervo del Señor, se debate entre Dios y la inagotable sed de sangre de los hombres. Con todo, y acorde a la tónica de la cinta, hay espacio para la redención, para recapacitar, como hace el rey, moralizadora y religiosamente cristiana es por encima de todo la cinta. Es un fogoso y atrevido manifiesto, en los días en que los titanes cinematográficos como Griffith, como Chaplin -sólo por mencionar a los que brillaban en Norteamérica- eclipsaban a los colegas, el prolífico Ince resiste, no acaparará los mayores focos o elogios, pero es parte importante de la historia del cine norteamericano (se dice que el filme ayudó a Woodrow Wilson a reelegirse como presidente yanqui), en su contenido propagandístico, inclusive se retrata con frecuencia al cuerpo de paz, un equipo formado por valerosas enfermeras que ponen su grano de arena en el objetivo nacional. Algunos la catalogan de obra maestra, otros de solo una buena película; lo cierto es que es parte fundamental de la etapa del cine mudo norteamericano, una extraordinaria cinta.





miércoles, 22 de junio de 2016

La fierecilla domada (1929) - Sam Taylor

1928 es un año que está marcado indeleblemente en la historia del arte cinematográfico, es una fecha que marcaría un antes y un después, una epifanía que lo cambiaría todo para siempre. Se acababa la era del cine mudo, el cine silente llegaba a su ocaso, Thomas Alva Edison, uno de los iniciadores en Estados Unidos, ya lo preveía. Llegaba el cine sonoro, aperturado con la histórica El Cantante de Jazz, estrenada en ese significativo año, generando una revolución inigualable, a la que muchas estrellas actorales sucumbieron, a la que muchos gigantes cineastas no pudieron sobrevivir. La legendaria Mary Pickford tiene privilegiado lugar en ese momento cumbre, y tras ganar el entonces artísticamente valioso y apreciable Premio de la Academia con Coquette, ese mismo año, 1929, se embarcó en su segunda aventura cinematográfica sonora, la cinta que ahora nos ocupa, y vaya filme que escogió. Para esta oportunidad Sam Taylor realiza la extremadamente desafiante tarea de adaptar una obra shakesperiana, y la elegida sería La fierecilla domada, en la que una fémina, con su carácter sumamente fogoso e indomable, espanta a todos sus pretendientes, haciendo sufrir a su padre, que pone como condición para casar a la dulce hermana de ella, que primero se case la indomable, algo impensado, hasta que llega un pretendiente diferente. Una cinta en la que la Pickford por primera y única vez comparte escenas con su esposo Douglas Fairbanks, y que dividió críticas cuando vio la luz.

                              


Una representación de marionetas nos da la bienvenida a Padua, con populosas calles repletas de gente, y donde se encuentra una elegante residencia. Allí se encuentran Bianca (Dorothy Jordan), con Hortensio (Geoffrey Wardwell), su pretendiente, y el adinerado dueño de casa y padre de ella, Baptista (Edwin Maxwell). La hija mayor es Katherine (Pickford), que literalmente espanta a sus pretendientes arrojando y rompiendo cosas, es imposible que alguien la corteje. Baptista determina entonces que antes de que la tierna Bianca pueda desposarse, Katherine deberá contraer nupcias, un proyecto que a todos parece descabellado. Todo parece pues una causa perdida, pero entonces hace su aparición Petruchio (Fairbanks), fogoso y ruidoso individuo, que desea casarse, y a quien pronto se le informa de la situación, de Katherine y su temperamento, y de inmediato se apresta a ir a la casa de Baptista. Así lo hace, se presenta con Katherine, e increíblemente, resulta ser más intenso, más fogoso que ella misma, consigue en efecto domar a la fiera, desde su primer encuentro, consigue incluso que se pacte la boda, boda a la que se presenta ataviado del modo más estrambótico. El matrimonio se realiza del modo más estrafalario y divertido, ambos caracteres chocan fuertemente, pero finalmente, nace un genuino querer entre ellos, y para agrado de Baptista, los esposos se quedan juntos y felices.






La mítica pareja que se reúne ante los espectadores en la pantalla para este filme al parecer no tuvo un rodaje del todo plácido, cuando unos textos iniciales nos informen ciertas revelaciones de la inolvidable fémina, la Pickford que, de acuerdo a lo que se expone, asevera el rodaje fue un calvario, por diferencias con su esposo, y otros temas. Sin embargo, el texto prosigue y nos dice que en retrospectiva, la actriz afirmaba que su esposo fue magnífico en el rodaje, y se nos invita a deleitarnos con los coqueteos de la pareja en el filme, y es que en efecto, al margen de si fue un rodaje placentero o tortuoso, la legendaria pareja no volvería a estar junta en una misma cinta, por lo que el filme adquiere un aura de mítica. Ella, siempre acostumbrada a ser estrella y protagonista indiscutible en sus largometrajes, ahora comparte roles con su marido en la vida real, es notable, la mitad de los fundadores de la United Artists juntos, pues ellos, junto a David Wark Griffith y Charly Chaplin, cimentaron el mítico estudio cinematográfico yanqui. Veremos una de las primeras imágenes de la Pickford en cine sonoro, la veremos en una ráfaga de furia y de objetos surcando los aires, ella los arroja con fiereza, como de igual forma echa de su alcoba a los pretendientes que se atrevan siquiera a intentar cortejarla. Si bien no es la primera cinta hablada de Mary, siéntese de todas formas como algo increíble, para quien únicamente conocía sus inmortales trabajos de cine mudo, escucharla finalmente hablando, al fin escuchar su voz. Eran realmente años en que el cine se estaba reconfigurando, y miles de espectadores deben haber esperado largos años por esto, oír a la Pickford hablando, algo que no pocos probablemente consideraron quimérico, pues varios tremendos genios del cine, directores y actores, predijeron, con pocas dotes adivinatorias, que el cine parlante sería una moda pasajera. Como era bastante esperable, e inevitable, se detectan en su interpretación todavía algunos ecos de su herencia como leyenda del cine mudo, en su lenguaje corporal se advierte aún esa herencia, algo perfectamente lógico, una actriz que viniendo del cine silente, tenía en su cuerpo y rostro su mayor vehículo expresivo, su lenguaje corporal componía prácticamente todo su abanico actoral.









Pese a sus inicios teatrales, sabido es que la Pickford, naturalmente, tuvo mucha inseguridad y ansiedad por su voz, que finalmente se plasmaría en la pantalla grande, pero lo cierto es que la diosa, la novia de América (America’s sweetheart), como era su más célebre apelativo, no tuvo en este filme inconvenientes en dar el salto al nuevo cine. Y no era para menos, venía de ganar el Oscar en su debut sonoro, con Coqueta ese mismo año, igualmente dirigida por Sam Taylor; en su primera incursión en semejante cambio, ella obtuvo el mayor reconocimiento posible. Sencillamente una leyenda la Pickford, a quien escuchamos hablando, a quien vemos madurando, evolucionando artísticamente, cosa que muchas estrellas contemporáneas a ella nunca consiguieron. Ciertamente que al público debió sorprenderle sobremanera el cambio que sufrió la carrera de la actriz, de sus inmaculados y devotos personajes mudos, cambia primero a una prostituta en Coqueta, luego a esta temperamental fierecilla, todo en un mismo año. Lo cierto es que Mary estaba ya deseosa de dar ese cambio, buscó con tenacidad el Oscar, y lo consiguió, venció la inicial y normal inseguridad para adaptarse gloriosamente al nuevo estadío del cine. La interpretación de Fairbanks es también apreciable, puro fuego y candente intensidad, remarcando la directriz cómica que tiene la obra shakesperiana, y si bien algunos le acusan de supuesto exceso en la teatralidad de su encarnación, lo cierto es que su aporte es acorde a la obra, su aporte es positivo para la atmósfera general de la cinta, ojo, de la cinta. Delirante el lunático atavío con el que aparece a la boda, sus gritos y fervientes frases proferidas, son capaces de hacer lo impensable, domar a la indomable, a la fiera, que ha encontrado finalmente la horma de su zapato. El cine sonoro había llegado, y si había escépticos, nomás había que escuchar la estentórea voz de Douglas, sus estridencias eran el mayor síntoma de que el sonido llegó al cine, el cine sonoro era una realidad, una realidad que, aunque a muchos disgustara, había llegado para quedarse.







Hablando sobre la cinta y su realización propiamente, en los primeros pasajes nos sorprenderá apreciar una agilidad y soltura de la cámara notables, con la llegada del cine sonoro  parece haberse encendido el entusiasmo de muchos cineastas, esto puede que se vea reflejado y traducido en el lenguaje audiovisual del director Taylor. Es de esa forma que veremos unos travellings apenas comienza el filme, travellings ágiles y dinámicos, acercamientos y alejamientos configuran un lenguaje efectivamente dinámico, resuelto, sorprendentemente resuelto. Puede que el enorme desafío de adaptar a Shakespeare haya tenido algo que ver en esto, pues es la cinta pionera en esa larga e incierta tradición de adaptaciones cinematográficas de obras del gigantesco autor inglés. Puede que el cineasta, con esa presión casi comparable a la genialidad del dramaturgo, haya querido demostrar las bondades que tiene su disciplina, el cine, comparada con las virtudes del arte literario, al menos, es un sentimiento que percibió quien escribe al apreciar ese llamativo y dinámico ejercicio de la cámara. Inevitable lluvia de críticas recibe la cinta por ser lo que es, una adaptación de Shakespeare, no faltando el que tildara de infame al director Taylor; como se dijo, es la película pionera en este apartado, la primera cinta que se atrevía a tamaña empresa, y vale decir que el presente artículo procura, sin descuidar por supuesto la primigenia creación literaria, centrarse en el análisis cinematográfico, en las bondades, virtudes y algún eventual defecto que la película pudiese tener. Así, la cinta conserva en buena medida el halo teatral de la obra, con atractivos encuadres, simétricos, armonioso desenvolvimiento de la cámara casi siempre, acorde a la naturaleza escénica que se busca. Y consigue además su otro objetivo, entretiene, divierte, arranca más de una sonrisa y alegría, pues en efecto la pareja enamora, con o sin problemas en el rodaje, genera esa química, sobre la que reposa la solidez de la película, dos personas de temperamentos fuertes, candentes, en el que el hombre termina neutralizando, domando a la fiera. Mary Pickford y Douglas Fairbanks, leyendas del cine mudo, juntos en este filme, una adaptación, la primera adaptación cinematográfica shakesperiana, en los albores del cine sonoro. Alicientes para ver esta breve pero atractiva película, sobran.




lunes, 20 de junio de 2016

Gorriones (1926) - William Beaudine

William Beaudine fue un cineasta neoyorkino que tuvo entre sus características como creador artístico una prolificidad casi irrepetible, con centenares de ejercicios fílmicos en su curriculum, es ciertamente uno de los cineastas yanquis más prolíficos. Pero sin lugar a dudas, entre semejante cantidad de producción artística, la cinta ahora comentada tiene un lugar particular un lugar especial, pues es ciertamente una creación cinematográfica notable, desde muchos puntos de vista. Adapta Beaudine la obra literaria cuya autoría es de Winifred Dunn, en la cual nos presenta la entrañable historia de Molly, una huérfana que vive, junto a otros infantes de su misma condición, en un lugar apartado, un inhóspito pantano, en el que un abyecto individuo se encarga supuestamente de cuidar a los huérfanos, pero lo que en realidad hace es matarlos de hambre, quedarse con el dinero que los familiares de éstos envían para sus cuidados, solo les provee hambre y de enfermedades; todo cambiará cuando Mamá Molly, como la llaman sus compañeros, decida guiarlos a una escapatoria de ese infierno. Para interpretar al célebre personaje tenemos a una de las mayores musas de la etapa silente del cine hollywoodense, la gran Mary Pickford, que, a esas alturas de su carrera no era ya nada ajena, ni mucho menos, a ser la protagonista principal de casi todos los filmes que estelarizaba, y nos obsequia una de sus interpretaciones más memorables. Esto, sumado a una puesta en escena bastante apreciable por parte del director neoyorquino, completa una cinta bastante apetitosa y disfrutable.

               


El filme comienza con imágenes de una rústica casa en medio del pantano, obra del mismísimo demonio al parecer, donde vemos al Sr. Grimes (Gustav von Seyffertitz), hombre cruel que se deshace de una carta y un juguete para una huérfana. Vemos luego a Molly (Pickford), la mayor de un grupo de huérfanos hospedados en medio de ese árido terreno, a cargo de Grimes, que vive con su mujer, la Sra. Grimes (Charlotte Mineau), en un muladar donde todos padecen hambre, enfermedades, donde rezan y piden a Dios que los saque de ese suplicio. Así transcurre la vida en ese apartado sitio, el viejo tirano incluso vende a uno de los niños sin pensar al ofrecérsele buen precio. Todo cambia cuando llegue una nueva bebé a la casa del pantano, Doris, una bebé que le ha sido robada a Dennis Wayne (Roy Stewart), acomodado individuo que no demora en dar búsqueda a su vástago, iniciando pesquisas policiales. El viejo Grimes al inicio quiere deshacerse de la bebé, pero una recompensa se ofrece por la niña, y pronto se entera de ese botín, pretendiendo obtener esa impensada ganancia. Molly naturalmente no permite que el viejo ponga sus manos en la niña, se refugia en un granero. Todo dependerá de la valerosa Molly, que buscará sacar a todos sus compañeros y hermanos del infierno, pero encontrará en la figura del Sr. Wayne un punto de escape perfecto a todos los suplicios vividos.






El inicio de la cinta es potente y elocuente, con el texto sobre de una suerte de pasaje bíblico, en el que se habla de cómo el demonio tuvo su participación en la creación del mundo, su aporte fue crear un pantano, infernal obra maestra del terror, y que Dios, al observar tan buen trabajo, lo dejó existir. A esa idea o concepto, ya bastante fuerte, suma el cineasta como siguiente imagen la del infernal pantano citado, un gran encuadre, un notable plano general que nos muestra casi a modo de mapa el citado lugar propio del averno, vemos dos vetustas casas, rústicas construcciones en medio pues de pantanosas tierras, inhóspito y cenagoso sitio, que, expuesto luego de lo que informa el texto inicial, ya nos va delineando lo que veremos. Tras generar ese doblemente elocuente comienzo, el prólogo continúa, y nos dice que el diablo se superó a sí mismo llevando al Sr. Grimes a ese sitio. La figura, que pareciese exagerada, se justifica luego con igual contundencia cuando veamos al susodicho individuo, leyendo amorosa carta de familiares a una niña, pero él, lejos de enternecerse, arruga la hoja de papel, y arroja la muñeca, obsequio destinado a la infante, a las arenas movedizas que rodean el pantano; su presentación es efectivamente infernal, es casi un demonio lo que vemos, cruel y desalmado, se deshace sin miramientos de los cariñosos efectos personales. Muy efectiva la presentación, el delineado que se nos hace de uno de los personajes centrales del filme, un ruin anciano que mata de hambre a los niños, roba bebés inclusive, todo para ver su propio beneficio, es un ser demoniaco, que vive en un lugar demoniaco, el pantano plagado de insania y rodeado de arenas movedizas. El escenario que consigue retratar el director es asimismo notable, el modo en que se plasma ese territorio inhóspito, salvaje, es uno de los puntos fuertes del filme, y se aprecian frondosos y poderosos árboles, de formas impactantes y dignas del escenario, tenebroso pantano inmisericorde, con la mencionada arena movediza como perenne amenaza, elemento que es omnipresente. Mención aparte merecen los cocodrilos, letales reptiles que aparecen asimismo en notables primeros planos con toda su intimidante presencia, prácticamente interactuando con los intérpretes -por supuesto, esto gracias a un eficiente y loable trabajo de montaje-, constituyendo mucha de la fuerza que despide esa infernal locación. Todo configura un soberbio ejercicio de cine rodado en exteriores, una labor tan titánica como soberbios son los resultados, una cinta memorable.








Es asimismo muy apreciable el trabajo de narración visual, pues para la época, y comparando con otros ejercicios contemporáneos, se observa un dinamismo de la cámara notable, una variedad de sus registros expresivos muy apreciable y disfrutable. Observaremos, concatenados de hábil forma, primeros planos, planos generales, picados, contrapicados, encuadres -como aquel que apertura el filme- fuertes y expresivos, que reposan en composiciones en muchos casos impactantes. Esto es algo que siempre, siempre, un gran cineasta consigue generar desde el comienzo, desde sus iniciales imágenes, sencillamente así es su lenguaje cinematográfico, y así es el lenguaje de William Beaudine, ese dinamismo en su narrativa visual, apreciando la gran mayoría de ejercicios yanquis contemporáneos, ciertamente es digno de apreciación y valoración. Se aprecia bastante este aspecto cuando tomamos en cuenta el contexto hollywoodense, y es que para la época, década de los veinte, hablamos de unos momentos en que la industria cinematográfica yanqui se vuelve cada vez más eso, una industria, un negocio, y no un arte. Sus grandes luminarias y emblemas, encabezadas por David Wark Griffith, y con Mack Sennet como otro gran exponente, comenzaban un gradual declive artístico, los cineastas más brillantes en Hollywood no eran, paradójicamente, norteamericanos; brillaban en suelo estadounidense los talentos europeos que migraban, brillaban Erich von Stroheim, Josef von Sternberg, Paul Fiejos, Paul Leni, entre otros grandes talentos. Beaudine es pues una cálida y valiosa excepción, cuando sus coterráneos colegas generaban cine en masa, producían películas como mercancías comerciales -sin ir más lejos, varios de los mayores filmes de la Pickford, que se citarán en líneas posteriores, brillan más por la interpretación de ella, que como realizaciones cinematográficas propiamente-, el neoyorkino es capaz de sorprender gratamente con este filme; ahora, no nos engañemos, Beaudine, en su extensísima filmografía, entre numerosos cortometrajes y episodios televisivos, no pocos largometrajes de las citadas características a buen seguro produjo, pero esta filme es una imperecedera piedra angular que lleva su impronta.






Un rasgo interesante del filme es la llamativa variedad de tonalidades dramáticas en su contenido, pues más de un género, o algún rasgo de diversos géneros observaremos. A la cinta no la falta cierta dosis cómica, a la que colabora la buena actuación de la Pickford, pero el mérito en ese apartado es ciertamente para el cineasta, que consigue impregnar a su filme de ese tibio halo cómico. Naturalmente tiene mucho drama la cinta, equilibrando debidamente el toque de hilaridad de ciertas secuencias con toda la potencia y fuerza del drama presentado, un ruin anciano que tiene  muchos huérfanos en un cuchitril de hogar, engañando a los familiares, que creen que el viejo los cuida, pero lo que hace es quedarse el dinero, solo para tenerlos a todos muriendo de hambre y padeciendo enfermedades; hasta roba bebés, para cobrar rescates, es pues abyecto. A esa mescolanza de drama y comedia, se suma quizás la más evidente y potente directriz, la directriz religiosa, pues es la cinta una suerte de parábola, de historia cristiana, en la que incluso vemos oníricamente a Molly interactuar con Jesucristo. Pero además están las evidentes alegorías, tras ver a Cristo mismo, podríase ver a Moisés en la figura de Molly, que saca no a los judíos, sino a los huérfanos, no de Egipto, sino de la casa infernal de Grimes, los lleva no a través del desierto, sino del terrible y mortal pantano, para llegar no al Mar Rojo, pero sí a otra concentración de agua. Como podemos ver, Beaudine consigue en efecto configurar una película notable, variada, rica y a la vez enriquecedora, no es complicado entender el tremendo entusiasmo de un grande como Ernst Lubitsch, que llamó a la cinta “una de las ocho maravillas del mundo”. Exagerada o no la aserción, definitivamente estamos ante una cinta sobresaliente, con no demasiadas cintas yanquis contemporáneas que le puedan hacer parangón. El cineasta consigue, como ha dicho, generar imágenes agradable, como las manos de los huérfanos despidiéndose, a través de una resquebrajada puerta, del niño que acaba de vender Grimes, configurando tierna imagen, expresiva y elocuente.







Y está, obviamente, la máxima baza actoral, la Pickford, encarnando como generalmente un rol eran sus papeles, una fémina inmaculada, intachable y devota de Dios, detalle este último que en este filme se verá más reforzado que nunca. Es como una madre superiora, madre salvadora para todos los infantes, más notable aún considerando que básicamente ella es uno más de ellos, se trata de uno de los papeles más entrañables de la canadiense, la niña matriarca que guía a sus niños a la salvación. Asimismo, también de símil forma a otros notables largometrajes estelarizados por Mary, veremos a la canadiense actriz beneficiándose de su menuda figura, de su escasa estatura, y veremos a la estrella, que para el año de estreno contaba ya 34 años, interpretando a una niña huérfana. El auxilio de la cámara, y del maquillaje por supuesto, sin dejar de lado jamás la pequeñez de la intérprete, posibilitan tal proeza, y lo cierto es que los resultados no defraudan, algo que no extraña al conocedor de los filmes de la Pickford, pues en El pequeño Lord Fauntleroy (1921), dirigida por Alfred E. Green y su hermano Jack Pickford, incluso encarnó a un niño; de igual modo, en Tess en el país de las tempestades (1922), de John S. Robertson, si bien no a un infante, también encarna a un personaje femenino de edad bastante inferior a la suya real. Ese era el panorama normal de Hollywood entonces, la Pickford, parte del cuarteto de figuras fundadoras de la United Artists, era ciertamente una fulgurante estrella, era dueña absoluta de la mayoría de sus filmes, descollante, adorada por el público y la mejor pagada de entonces. Tenía igual o mayor protagonismo y poder hollywoodense que muchos intérpretes varones, junto a Mabel Normand y Lillian Gish eran las musas mayores, y este filme es simplemente otro lucimiento más de la rutilante actriz. Excelente filme, de uno de los cineasta norteamericanos más prolíficos que ha habido, si bien no considerado entre los más brillantes, pero que en este caso, dirigiendo a una de las diosas mayores hollywoodenses, articula una película imperecedera, que para el conocedor de cine mudo tiene múltiples motivos para considerarse necesaria e imprescindible.