martes, 29 de marzo de 2016

Yojimbo (1961) - Akira Kurosawa

Yojimbo, el mercenario, es una de las obras más conocidas y a la vez reconocidas de Akira Kurosawa, un  nombre mayúsculo en la cinematografía japonesa a lo largo de toda su historia. “El Emperador”, como se apodaba al célebre cineasta, ya había conquistado audiencias y críticas internacionales gracias a películas imperecederas de la talla de Rashomon (1950), Los siete samuráis (1954), o Trono de sangre (1957), todas cintas de amplio reconocimiento, obras maestras. La cinta en cuestión también se alinea entre la filmografía selecta de Kurosawa, y nos narra la historia de un samurái, que deambula erráticamente por territorio japonés, hasta que llega a un pueblo en el que encuentra a la población dividida y aterrorizada, a causa de los violentos y constantes enfrentamientos entre dos bandas de samuráis, mafiosos que se disputan el control de la localidad y de las ganancias de los negocios que ahí prosperan. El samurái inicialmente jugará a doble banda, manipulando a ambas agrupaciones  a su propia conveniencia, pero finalmente no será tan frío e impenetrable como piensa, debiendo realizar una acción definitiva. La cinta es referencial dentro del género de cine de samuráis, obtuvo algunos premios internacionales, particularmente destacando Toshirô Mifune, que recibió no pocos reconocimientos por su sólida actuación. Conteniendo muchas anécdotas, influencias y siendo a su vez influencia propiamente, la cinta es una de las obras más reverenciadas del gigante Kurosawa, un cineasta para entonces ya maduro y explorando siempre nuevos caminos en su arte cinematográfico.

                


La historia se inicia en áridos terrenos japoneses, desérticas tierras por donde se moviliza un solitario samurái (Mifune), que avanza entre arena y mal tiempo. Llega a un sitio donde lo primero que ve es un can con una mano humana cercenada en el hocico, y luego un anciano le habla de la difícil situación allí imperante. Jugadores, gángsters, violencia por doquier, con lo que cree asustar al forastero. Lejos de eso, el nómada avanza hasta la tienda de uno de los líderes de las dos bandas locales, es Seibê (Seizaburô Kawazu), cuyos hombres son reducidos por el forastero, ganándose respeto y miedo de los lugareños. El errante individuo se hace llamar Sanjuro Kuwabatake, y pronto ofrece sus servicios como hábil espadachín al líder de la banda para derrotar a sus rivales. Pero al aparecer la banda contraria y su líder Ushitora (Kyû Sazanka), Sanjuro abandona a Seibê para adoptar rol neutral en una confrontación directa que se ve interrumpida por la policía local. El samurái se convierte en mercenario, cuando también ofrezca sus formidables habilidades como guerrero a Ushitora, pero a la vez manteniendo perfil bajo en la casa de un anciano. Lidia además con personajes como el temible Inokichi (Daisuke Katô), y Unosuke (Tatsuya Nakadai), el único individuo con un arma en todo el pueblo; ambos hermanos de Ushitora. Cuando Nui (Yôko Tsukasa), la mujer del cervecero, se vea involucrada, el mercenario deberá tomar una decisión y tener un enfrentamiento final.






Es elocuente la introducción al pueblo que se da, con el cánido andando tranquilamente, cargando una mano humana cercenada en su hocico, una secuencia que le generó algunos problemas al producirla a Kurosawa, pero que sirve de eficiente imagen introductoria a ese violento micro universo, en el que se dice que os problemas sólo se podrán solucionar con la espada. Kurosawa, pese a ese retrato violento, en su filme desliza burla, sorna a los viejos estereotipos yakuzas, por ejemplo con el detalle de las mujeres interviniendo, irreverentes, impertinentes, mandonas, abofeteando incluso a los samuráis en una muestra de la burla que esgrime sutilmente (o quizás no tanto) Kurosawa al clásico estereotipo oriental, respetable, más aun temible y solemne de los yakuzas, la mafia, el crimen organizado. Kurosawa los ridiculiza un poco, los desmitifica poderosamente, temerosos y manipulables, algunos a merced y humillados por las féminas. Sin embargo, se rescata, se conserva por parte del japonés la necesaria solemnidad de los encuentros, particularmente ese encuentro final, la seriedad de los samuráis tampoco puede perderse, menos aún siendo el propio Akira descendiente de genuinos samuráis él mismo. Especialista como nadie en esto, Kurosawa presenta la secuencia final, gran corolario del trabajo desplegado, con un manejo de planos, y el montaje de los mismos que hacen ya presagiar el plagio de Sergio Leone en su Por un puñado de dólares (1964). En esa final secuencia observamos los planos generales de todos los contendientes, en línea recta, enalteciendo, engrandeciendo a los protagonistas, marcando la pauta en secuencias de este tipo.








Sanjuro es en el filme presentado como la clave de todo, el corazón y núcleo, el vehículo por donde hemos de discurrir a lo largo de la cinta; desde el plano inicial, el que apertura la cinta, lo veremos deambulando, errante individuo que avanza en la inmisericorde y árida tierra desértica japonesa. Unos planos medios nos sitúan detrás de él, mientras él avanza por el desierto, en medio de soledad y silencio, llega hasta un padre y su hijo discutiendo, el padre exigiendo una vida sosegada a su vástago, éste prefiriendo una vida corta pero llena de peripecias; desde el principio incluso llega como una suerte de pequeño juez, pues al final aleccionará al mismo joven sobre su apresurada elección. El errante mercenario pronto manifiesta su postura maquiavélica, manipulando a los peligrosos gángsters con facilidad, a su conveniencia, manteniéndose siempre en el fondo de modo neutral, como ejemplarmente nos lo manifiesta el trabajo de cámara en la confrontación inicial de ambos bandos, con Sanjuro en posición central y elevada, observando a todos. Su personaje irá evolucionando durante el filme, al principio lo vemos como un individuo comedido, tiene su propio código moral y lo aplica sin resentimientos, interesado como nadie en el dinero, el cual obtiene sin mucho esfuerzo a costa de los peligrosos delincuentes; luego, al avanzar las acciones, no resulta ser en el fondo tan impermeable, duro o comedido, su cinismo va disminuyendo, se humaniza, y de paso nos humaniza a nosotros como espectadores. Si bien no pionero ni innovador en este estricto sentido, la cinta de Kurosawa se vuelve referencial, revoluciona el género del cine de samuráis, en buena medida gracias al  modo en que presenta al héroe, o mejor dicho, al anti-héroe. Individuo lleno de defectos, ajeno a la imagen intachable, recta y con moral del tradicional samurái oriental, el yakuza en este caso; Sanjuro es ambicioso, cínico, un formidable guerrero, invencible espadachín que finalmente se sensibiliza y humaniza con el rapto de la bella Nui, se involucra más de la cuenta, pierde el control total que hasta entonces había tenido. La evolución del personaje, de canalla a alguien más humanizado, esa compleja presentación es uno de los elementos clave de la cinta de Kurosawa.







La estética del filme no es precisamente uniforme, observándose algunas diferencias en el tratamiento visual de una secuencia a otra, de un ambiente a otro. Así, marcadas diferencias habrán en secuencias de interiores, con poderosos juegos de luz y sombras, más de algún agradable claroscuro generará el oriental cineasta, algunos encuadres serán muy oscuros, y otros encuadres serán bastante luminosos y brillantes; pero también habrá secuencias de otro tratamiento, en exteriores, donde la umbría lo cubrirá todo, quizás de manera excesiva, pues la lobreguez lo invadirá todo de manera agobiante en determinados segmentos del filme. Esto se debe a que al parecer Kurosawa, siempre gustoso de filmar múltiplemente una escena, desde varios ángulos, en esta oportunidad no solo hizo eso, sino que delegó determinados planos y secuencias a ayudantes, a colaboradores de su confianza, que generan imágenes, secuencias de cierta y marcada distinción unos de otros. Asimismo, Kurosawa, conocido su gusto por los elementos meteorológicos como fuente narrativa y expresiva, se valdrá de la una poderosa niebla, que en ciertos segmentos del filme aparece copiosamente, generando densidad, fundiéndose con la oscuridad. También en su narración, encontramos un ritmo más bien pausado, que se equilibra gracias a los barridos, que facilitan la transición de un momento a otro; hay momentos, secuencias diferenciadas, distintas circunstancias que gracias a esos barridos se concatenan en una sola y fluida corriente narrativa. La música, el acompañamiento musical que se apreciará en la cinta es variado y correcto, apareciendo en determinados momentos para añadir un halo cómico, ligero, liviano y divertido por algunos instantes, disminuyendo tensión. Pero a su vez, en su momento generará todo lo contrario, premura, tensión y drama serán también engendrados, o mejor dicho, la música colaborará a que se engendren.







Toshirô Mifune es una de las piezas angulares del filme, Toshirô y su sólida actuación que le valió dos grandes premios, consagrándose en la Mostra de Venecia como Mejor Actor. El actor fetiche de Kurosawa es una baza del filme, con su caracterización equilibrada, escapando un poco de las gesticulaciones y el histrionismo exagerado suyo, conocidas características que en esta ocasión dejan espacio a una caracterización más bien sesuda, sin dejar de lado su esencia por supuesto. Es célebre su interpretación, incólume, ecuánime e imperturbable, con esa clásica rascada de barba y cierta displicencia, tozudo e impermeable hasta que aparece la fémina y decide tomar cierto partido; es uno de los mejores trabajos del predilecto actor de Kurosawa, justamente reconocido y premiado. Ahora bien, en el plano anecdótico, sabido es el problema legal habido, Sergio Leone casi inmediatamente después de Yojimbo, sacó su filme Por un puñado de dólares, fundador de los spaghetti western, una evidente copia de la cinta de Akira, que ganaría el juicio de autoría y ciertos dividendos de la cinta italiana. Se dice incluso que Leone se enorgullecía de una misiva enviada por el japonés, en la que le decía “Signore Leone, me gusta mucho su película, pero es mi película”; debido a ciertos protocolos en el cine italiano, en el que el plagio no era algo condenable ni despreciable en el plano artístico, o al menos en el cine, esa copia fue posible. Si bien la cinta italiana constituye un clásico por sí misma, parece reconocido el hecho de que es una copia, hecho que enfureció a Kurosawa; pero Akira a su vez tuvo influencias, como es natural, afirmando él mismo que una importante fuente para la trama fue el filme de cine negro The Glass Key, basado en la novela homónima de Dashiell Hammett. Cinta de amplio contenido, rica por sí misma, que cambió el cine de samuráis directamente, y el cine de western indirectamente, pues es este trabajo lo más cercano a un western que Kurosawa, el gran maestro del cine japonés, alguna vez realizó.



sábado, 26 de marzo de 2016

El viento nos llevará (1999) - Abbas Kiarostami

Abbas Kiarostami es uno de los artistas más notorios del panorama cinematográfico internacional contemporáneo, con una reputación y prestigio ganados a pulso por no pocas cintas memorables, entre las que destacan las que conforman la llamada trilogía del terremoto, obra que tiene como colofón a A través de los olivos (1994), y que le significó obtener admiración y preeminencia mundial. Para esta oportunidad el iraní cineasta presenta una cinta que en el aspecto técnico es plenamente identificable, reconocible como un trabajo de su autor, en el que muchos de sus lineamientos de puesta en escena siguen brillando nítidamente. La película tiene cierta inspiración en el poema homónimo de Forough Farrokhzad, y nos narra la sencilla historia -como siempre en Kiarostami- de un ingeniero que viaja a la localidad iraní de Siah Darré, con intenciones no del todo esclarecidas, y será el filme la representación de las vivencias de ese individuo en dicha localidad. Proveniente de Teherán, sus costumbres chocarán con la gente del lugar, intentará adaptarse a ellos, con muy relativo éxito. El presente filme es otro ejemplo del muy apreciable cine que se hace al otro lado del océano, en tierras de Oriente medio también se puede producir este arte, y de elevada calidad; un arte muy diferente al aparatoso despliegue que se aprecia generalmente en el ámbito occidental, ya sea americano o europeo. Es un cine repleto de belleza visual pero no carente de significados y figuras interesantes, y este trabajo es buen representante de ese bello cine al que nos tiene sanamente acostumbrados este gran director.

              




La cinta se inicia con un vehículo con dos individuos avanzando en medio de un sinuoso camino, en medio de arenosas dunas, buscan el camino a Siah Darré, el cual desconocen. En el auto se encuentra el ingeniero Behzad (Behzad Dorani), que al bajar conoce al niño Farzad (Farzad Sohrabi), infante que lo esperaba al tener un conocido común. Al llegar al sitio buscado, toda la gente de la localidad es muy hospitalaria y reverente con el ingeniero, lo que no impide que muchas de sus costumbres y aparatos, como auto y celular, irriten a los lugareños y lo hagan sentir fuera de lugar, creyendo algunos que busca un tesoro o algo similar. Farzad le va enseñando los alrededores, le habla de una extraordinariamente longeva anciana, mientras el ingeniero trata constantemente de comunicarse por celular, teniendo que subir a promontorios para conseguir señal. Obtiene, de un individuo cavando, un fémur humano, mientras continúa su estadía en Siah Darré. Farzad es su más cercano amigo en aquel lugar, pero al tratarlo mal en determinado momento el visitante, el infante se aleja de él, le retira su amistad; Behzad luego encuentra al mismo personaje excavador en problemas, cayó enterrado vivo y participa en su milagroso rescate. Al final el forastero conversa con el doctor de la localidad, fotografía a unas mujeres, se deshace del fémur que obtuvo, sin mostrarse más de su travesía.









La cinta desde el comienzo se siente poderosamente ligada a ejercicios previos del cineasta iraní, en el aspecto técnico la cercanía es muy flagrante particularmente con la citada cinta A través de los olivos. Ese plano secuencia inicial del auto transitando por los sinuosos y arenosos senderos iraníes se siente casi como una imagen calcada de aquel filme, y -siempre en el aspecto técnico- hallaremos muchos otros de los siempre presentes lineamientos del cineasta oriental. De ese modo se apreciarán los imponentes y bellos escenarios naturales de la tierra del director, todo un especialista en plasmar le hermosura de esos parajes, los animales de granja movilizándose, su sencilla gente y sus costumbres. Mostrar su tierra de ese modo no es ninguna novedad en el cine de Abbas, pero lo que sí es llamativo es cómo nunca los encuadres encerraron tanta riqueza visual, un dominio cromático que en efecto genera deleite visual. Observamos así amplios y limpios verdes, el intenso azul del cielo unido al abundante ocre de la tierra, generando un contraste complementario (un principio pictórico bastante efectivo por cierto) muy hermoso, sumándose tonos naranjas de ciertos ambientes, e inclusive un hermoso dorado del trigo listo para ser sesgado en los segmentos finales; el despliegue visual en ese sentido se  siente que alcanza muy elevadas cotas. Como se dijo, es el filme también muy identificable con el iraní en su manera de plasmar lo que desea, de un modo tan sencillo, tan simple, renunciando a artificios complejos, a trucajes aparatosos o despliegues de parafernalia tan característicos del cine de Hollywood o de Europa incluso; el cine de Kiarostami se ofrece como una diferente, fresquísima y atractiva alternativa.











El estilo de Kiarostami se sigue sintiendo identificable con su filmografía en esta cinta al mantener la línea de un trabajo muy cercano al documental, algo que no sorprende demasiado sabiendo que el iraní no produce únicamente largometrajes, sino también cortometrajes y sobre todo no pocos documentales, de donde se desprende esa constante director en sus puestas en escena. Sin embargo, el filme no aterriza plenamente en ese género, apunta más allá. El filme nos desliza mensajes concretos y muy bien integrados en el desarrollo de la cinta. Una escena clave del filme viene a ser cuando el ingeniero se afeita, acercándose más que nunca al espectador, el ingeniero no tiene espejo donde mirarse, o mejor dicho, el espejo donde se mira somos nosotros, el espectador mismo que se vuelve un crítico del protagonista. Kiarostami nos convierte en sus críticos, nos irá introduciendo en la psicología del personaje, ególatra individuo que pese a sus esfuerzos no termina de cuajar en la localidad donde es ajeno, mostrando actitudes no muy loables. Su falta de empatía queda evidenciada cuando injustamente maltrate al pequeño y noble Farzad, a quien luego ofrece endebles disculpas, nada concretas, al niño, al inocente niño que poco antes le había dicho que lo considera un ser bondadoso; incluso el forastero maltrata a una tortuga, en una figura que nos diagrama que jamás entendió la naturaleza del sitio a donde llegaba; la tortuga se levanta y continúa su trayecto sin embargo, la vida no se detiene ante infamias humanas. Proveniente de una ciudad repleta de tecnología, no puede integrarse, no entiende la sencillez y la belleza de ese sitio donde nunca deja de ser extranjero.









El ingeniero es naturalmente el principal hilo conductor del filme, pues si bien la belleza visual y el retrato de la tierra y sus pobladores son parte importante de la cinta, es a través de él que acontecen los principales sucesos, sus cambios de actitud. Se percibe en la cinta también la relativa influencia del poema en el que se basa hasta cierto punto, esos versos son recitados en significativo momento. Entre los momentos notables del filme tenemos la figura de Behzad conversando subterráneamente con el excavador, el que le alcanza ese fémur humano que ilustra la secuencia final, y que genera que el ingeniero vaya con la novia de aquél por leche. Es ese el momento en que los versos son declamados, otra vez en el subterráneo, a oscuras, con la fémina apenas visible ordeñando una vaca, en esa singular circunstancia y lugar la poesía fluye, en un contexto al parecer tan ajeno a dicha actividad. El simbólico hecho de cargar el fémur humano es deslizado también, y el silencioso final nos muestra al ingeniero deshaciéndose de la pieza ósea, como si se desprendiera su vez de algo más de esa tierra, en un final ciertamente incierto, pero bello. En el cine de Kiarostami, el paladar inadecuado puede percibir que “no pasa mucho”, en el presente caso puede pensarse que la cinta es más de lo mismo del realizador, que no aporta nada; pero tras esa superficial y aparente simpleza y austeridad, se deslizan poderosos mensajes y convicciones, desde esa sencillez se amalgama a la belleza que esconde su tierra, mientras nos desliza algunas de sus creencias de la naturaleza humana. Surge desde el Este esta singular suerte de neorrealista oriental, que prescinde de actores, que prescinde de trucajes técnicos mareantes y de escenarios. Su escenario, su “trucaje” es la realidad misma, que plasma solvente y bellamente. El viento nos llevará es otro ladrillo dentro de la notable construcción que es la filmografía de Abbas Kiarostami, uno de los cineastas más atractivos del panorama cinematográfico internacional actual.









El sabor de las cerezas (1997) - Abbas Kiarostami

Al realizar esta cinta Abbas Kiarostami era ya considerado como uno de los cineastas más fulgurantes dentro del finisecular contexto cinematográfico internacional. Había visto la luz una de sus mayores y más reconocidas obras, A través de los olivos (1994), que terminó de catapultarlo al estrellado mundial, y clausuraba a su vez su célebre trilogía conocida como la Trilogía del terremoto, donde exploraba su natal Irán y las secuelas de ese movimiento telúrico. Después de ese ejercicio, realiza un segmento cinematográfico y un documental antes de su siguiente largometraje, el trabajo que nos ocupa ahora.  Nos encontramos ante uno de los trabajos más memorables del cineasta oriental, que se separa un poco de las directrices de la citada triada de filmes, para desarrollar algunas novedades en su arte. Kiarostami nos narrará en su cinta la historia de un hombre de mediana edad, que llegado a un punto de su existencia ha decidió quitarse la vida, y para ello antes debe encontrar a alguien que lo entierre cuando haya logrado su cometido, a cambio de mucho dinero. En su búsqueda el individuo encontrará tres distintos prospectos, un joven soldado, un seminarista, y finalmente un taxidermista; los tres tendrán distintas reacciones al pedido, pero el tercero será quien mayor injerencia tenga. Un filme notable, bello, y gran ejemplo del tipo de cine que realiza el cineasta, que continúa consolidando a su autor como uno de los artistas más interesantes del panorama del séptimo arte de la actualidad.

                 


Inicia la cinta con un personaje, un hombre que se hace llamar señor Badii (Homayoun Ershadi), manejando un vehículo por áridas tierras iraníes, sin mayor motivo aparente. En su camino se encuentra con un individuo que recolecta bolsas plásticas para venderlas; luego recoge a un joven soldado de Kurdistán (Safar Ali Moradi). Tras un breve diálogo, el Sr. Badii le dice que ha decidido suicidarse, y necesita que alguien, una vez realizado su acto, lo entierre. Al llevarlo a la tumba que él mismo ya ha cavado, le ofrece mucho dinero a cambio, pero el joven soldado finalmente escapa asustado por la propuesta. El Sr. Badii no desiste en su propósito, y el siguiente personaje que encuentra es un seminarista (Mir Hossein Noori), a quien le hace el mismo pedido y ofrece la misma recompensa, pero el hombre religioso le expresa su opinión de lo pecaminoso que considera el suicidio, y acaba negándose a ayudarlo. Finalmente encuentra un tercer sujeto, un maduro taxidermista, el señor Bagheri (Abdolrahman Bagheri), que al escuchar la misma solicitud, le habla de una experiencia propia, de cuando él mismo intentó suicidarse estrangulándose. El árbol de donde iba a colgarse, era un árbol de cerezas, frutos que acabó probando, disfrutando y llevando a su esposa a casa; las cerezas le salvaron la vida. Le insta a que no se mate, y Badii finalmente toma una decisión tras hablar con el taxidermista.







Kiarostami ubica nuevamente su relato en su tierra, el trasfondo de su historia es su usual Irán, es un nuevo ejercicio en el que se plasma la oriental y compleja tierra iraní, Teherán como trasfondo geográfico, directa o indirectamente. El ritmo de la cinta es relativamente lento, como casi siempre ocurre en los filmes de Kiarostami, y acordemente a esto, el propósito, lo que mueve al protagonista, demora en ser expuesto. Durante los primeros veinte minutos del filme no sabemos cuál es su propósito, lo vemos simplemente conversando y realizando diversas preguntas, tanto al recogedor de bolsas inicial que encuentra, como al joven soldado kurdo. Asistimos a ver a un hombre de mediana edad que, sin exponerse nunca en toda la cinta los motivos, ha decidido poner fin a sus días, es todo lo que sabemos, y ciertamente, es todo que necesitamos saber para que funcione la cinta. La película es una celebración de la vida, deja un poco de lado el cineasta sus usuales retratos cercanos e íntimos de su tierra y de su gente -es la más diferenciada de las cintas temporalmente cercanas a ella en este aspecto-, para mostrarnos sus reflexiones sobre la vida, sus perspectivas. Y es que en efecto se celebra la vida, el filme es una bella alegoría a la sencillez y hermosura que habita en las cosas más pequeñas y al parecer insignificantes, la historia finalmente queda en un segundo plano, se convierte en un pretexto para lo más importante. El contenido, la reflexión que plantea la cinta cobra más importancia que en otras oportunidades en Abbas, y el aspecto visual, si bien jamás dejado de lado, comparte importancia y preeminencia con este aspecto.









El trabajo de cámara es algo que sí conserva lo usual en Kiarostami, una cámara más bien mesurada, sin planos demasiado elaborados, los escasos travellings que se observan fluyen cuando observamos el vehículo desplazándose, y claro, para plasmar asimismo los parajes iraníes; continúa en ese sentido Kiarostami con su usual directriz de sencillez narrativa visualmente hablando, ajeno siempre el oriental a utilizar los complejos y elaborados trucos o recursos técnicos de cinematografías occidentales, más convencionales. Este trabajo de cámara colabora al ritmo general del filme, un ritmo, como se dijo, mesurado, sereno, una sencillez que con facilidad se confunde muchas veces con lentitud. Los planos cuando el potencial suicida se desplaza sólo nos muestran su punto de vista, lo que ve el protagonista, un enfoque que ayuda al espectador a introducirse en la historia que presencia. Asimismo, la cercanía que el cineasta desea generar entre observador y protagonista se refuerza todavía más con los planos medios laterales que enfocan al Sr. Badii cuando está manejando el auto también solo, sin compañía. Mientras reina el silencio, casi nos sentimos el copiloto, casi nos sentimos el acompañante del potencial suicida con ese encuadre que hace parecer que uno está sentado a su lado. Ambas características del comportamiento de la cámara generan pues estrechez entre el espectador y el individuo en busca de su enterrador, nos acerca más al mundo e historia que Abbas nos presenta. Este accionar de la cámara se mantendrá siempre que nuestro protagonista se encuentre solo, en soledad, pues esa parsimonia y silencio se rompen automáticamente cuando hay un acompañante al lado, compartiendo planos el conductor con el acompañante de turno; es entonces que se rompe el hermetismo de la cámara antes comentado.









La cinta es pues el desfile de los tres puntos de vista a los que se somete el Sr Badii, con el soldado primero, corriendo espantado de lo que se le solicita. Se grafica la circunstancia de que el joven soldado de Kurdistán, el individuo que está entrenado para matar sin vacilar, el que lidia con la muerte, es el que más se asusta por el bizarro pedido; quizás su edad haya influenciado, pero es elocuente su desesperada huida corriendo por la tierra, tras saltar del auto; la reacción más inocente, mundana, de las tres. Luego está el seminarista afgano, representando el punto de vista religioso, un enfoque necesario, ciertamente necesario dada la naturaleza del pedido, el cineasta nos presenta la opinión religiosa, condenando el suicidio como un pecado. Las religiones en su gran mayoría condenan el acto de quitarse uno mismo la vida, y la religión del Corán no podía ser la excepción; el seminarista condena el acto, Alá es el inicio y el destino de la vida humana; suicidarse es matar, matar a uno mismo, pero matar al fin. Con tranquilidad el seminarista rechaza el pedido, sin importar la cuantiosa cantidad de dinero ofrecida, y le sugiere que recapacite y rectifique su proceder. La tercera irrupción será definitivamente la más importante, milicia y religión ya expusieron sus puntos de vista, le toca a la experiencia más humana, con el anciano que no únicamente habla y aconseja, sino con su poderoso testimonio hace reflexionar al suicida en potencia, y al espectador mismo a la vez. Su conmovedor testimonio nos habla de cómo hallar en las más pequeñas e insignificantes cosas, como unas cerezas, fuente de alegría, fuente de algo que puede cambiar completamente nuestra perspectiva vital.








La epifanía del anciano es el corazón de la cinta, el genuino eje y meollo del trabajo, y no en vano es lo que hermosa y simbólicamente titula al filme, y las figuras con que se refuerza esta idea son abundantes y notables. Las cerezas con el símbolo de la vida, lo que hizo que un hombre a punto de quitarse la vida reconsidere todo; la sencillez e insignificancia del fruto le devolvió la esperanza en vivir, algo aparentemente pueril y carente de importancia puede generar algo milagroso, puede cambiarlo todo. Cuando el anciano transmite su epifánica vivencia, cuando habla de cómo comía las cerezas, vemos un amanecer, sale el sol, sale la vida otra vez; cuando el anciano comparte su testimonio en lo que es casi un monólogo de su parte, ajeno a los anteriores episodios, algo cambia (cuando el soldado y el seminarista incursionaron en el filme, el terreno iraní simbólicamente era más árido que nunca, casi siempre tierra, estéril tierra -como el parco carácter del protagonista-, y casi nada de naturaleza, casi nada de vida; se observa la figura en más de una ocasión de los cuervos sobrevolando el territorio, cual aciago agüero). Cuando el Sr. Bagheri participa, sensible cambio se observa: el terreno sigue siendo árido, pero el verde y las plantas aparecen, árboles en hileras, de colores otoñales, pero también árboles verdes, el verde de la vida ha vuelto, y hasta, casi inverosímilmente, una pequeña fuente de agua; no hay duda, la vida llega junto con el anciano, llega junto con el relato de cerezas. Una imagen por unos segundos inmóvil nos muestra un árbol en el centro del encuadre, hasta que el auto avanza, y también la cámara. Las cerezas lo cambiaron todo, el hombre fue a quitarse la vida, y regresó comiendo frutas, llevando cerezas a su esposa. El final es muy poderoso, una soberbia muestra del tipo de cine que Kiarostami confesamente profesa, un cine que no está completo por sí solo, que requiere participación del espectador, como evidencia su desenlace, una exquisita y palpable muestra de a qué se refiere, quizás la más elocuente que se haya visto del realizador. Para reforzar eso, el cineasta se muestra a sí mismo y a su equipo en pleno rodaje, un  recurso siempre interesante en el que nos recuerda que lo mostrado es una representación, nos invita a completar el circuito inconcluso y desafiante que siempre es su arte. Excelente cinta de un cineasta que hace un cine muy diferenciado y definido, que genera hermosas alegorías audiovisuales, es Abbas Kiarostami.