sábado, 30 de junio de 2018

El hombre de las figuras de cera (1924) - Paul Leni

Cuando se habla de expresionismo alemán, casi por reflejo a la mente de uno normalmente vienen ilustres nombres, conspicuos hombres de arte audiovisual, de talla casi sin parangón en el mundo del cine, como Lang, Murnau, Wiene incluso. Pero si hay un nombre que a juicio de no pocos, puede estar a la altura de esos apellidos mayores, ese es Paul Leni, ese inolvidable director alemán cuya carrera, abruptamente cesada en su mejor momento, es una de las más lamentables pérdidas del séptimo arte. En su breve -pero no por eso menor ni menos brillante- filmografía, tuvo una rápida evolución en su desempeño como cineasta, y si bien en este filme aún no alcanza la cúspide que vendría inmediatamente después -pues este descomunal hombre de cine, luego de la presente película, solo dirigiría cuatro largometrajes más-, podemos encontrar una variedad en los registros cinematográficos del director, además de una contribución actoral extraordinaria. La historia es la de un joven escritor, que es contratado por el dueño de un museo de figuras de cera para que cree historias sobre sus esculturas, naciendo así relatos sobre un antiguo Califa, Iván el Terrible y Jack el Destripador. La cinta gira sobre esas tres historias sin mayor conexión o lazo común, pero queda en ella patente la versatilidad de uno de los mayores maestros del cine de la solemne y lejana era silente.

                


En una noche, vemos a un joven (William Dieterle) en un parque de diversiones, ve un aviso de trabajo, se requieren servicios de un escritor, como él. Pronto se ve en un museo de cera, conoce al dueño y a su hija, se le solicita que escriba historias para las figuras de cera del museo. Inicia su labor el poeta, comenzando con una estatua de un califa, se trata de Harun al Raschid (Emil Jannings), célebre y romántico Califa de Bagdad, que se entretiene jugando ajedrez con su Visir, pero el humo del panadero local, Assad (Dieterle también), lo irrita; manda al Visir a matarlo, y éste se embelesa con la mujer del panadero, le habla al Califa de ella. El Califa la visita, también la admira, intenta seducirla. Por su lado, el panadero trata de robar un valioso y mágico anillo del Califa, de su propia mano, cree matarlo, pero es una estatua; al regresar a casa, ella logra que el gobernante escape. Finalmente reaparece el Califa, que celebra que el panadero y su esposa se queden juntos. La segunda historia del poeta es la de Iván el Terrible (Conrad Veidt), sanguinario y torturador, temido por su pueblo, que genera suplicios y pócimas gracias a su mezclador de venenos. Un noble visita al zar, que secuestra a la esposa del noble. El zar es engañado, cree estar envenenado y próximo a morir, y así pasa sus últimos días. Al final, el poeta tiene una pesadilla con la tercera figura, la de Jack el Destripador (Werner Krauss).









Leni termina así su cinta, podríamos llamar su último trabajo antes de alcanzar su cima, y producir las que serían consideradas las mejores películas de su producción, por lo que en esta cinta se apreciarán detalles en los que el cineasta aún no terminaba de explotar toda su habilidad, pero el momento era ya inminente, el precoz artista estaba ya a puertas de su mayor estadío. Hablando del filme ya propiamente, primero que nada se aprecia de inmediato una economía narrativa, necesaria economía por cierto, vemos al personaje que vincula todo, al poeta, en una especie de feria, y de pronto, en cuestión de escasos minutos, segundos podríamos decir incluso, tras otros pocos fotogramas más, se encuentra ya en casa del dueño del museo de cera, hablando con él y su hija. Es de esa manera, con ese recurso, y a la vez hábil excusa, que hay historias para tres figuras de cera sin mayor vínculo o relación entre ellas, así el director consigue reunir las tres disimiles historias, sin nexo común, sin siquiera sentirse del todo desarrolladas o sólidas incluso, y es esta una de las mencionadas falencias del filme. Apreciamos entonces sin mayor demora esa dilatada y primera historia, en la que la personalidad del personaje principal, el califa, impregna todo ese segmento, con su tono bonachón, juguetón, ligeramente lujurioso, un tono cómico que alcanza el delirio en la secuencia en que el panadero, Assad, persigue a quien considera acaba de cometer ilícitos actos con su adúltera mujer, sin duda la secuencia más cómica de todo el filme, donde el gran Emil Jannings se solaza en la exótica comedia. Pronto asimismo queda ya plasmada la oscura estética del filme, vemos poderosa oscuridad, una oscuridad que por momentos lo plaga todo, excepto a los personajes, completamente rodeados de esa umbría, una sobrecogedora penumbra que por algunos segundos genera un ambiente de lobreguez asfixiante, de hermética demencia. También en este, el primer y más dilatado segmento de los tres presentados, vemos esa citada oscura estética, combinada con figuras redondeadas, en evidente e hilarante alusión a la figura del también redondo Jannings, pero asimismo algunos edificios, además de otros objetos y estructuras de menor envergadura, pero que también tendrán esa orientación geométrica, generando positiva homogeneidad visual.










Una símil estética continúa en el segundo apartado, ya sin el exotismo del lejano oriente, de la primera historia, es ciertamente un relato que no desborda expresionismo, y no deja de ser curioso que, siendo protagonizada por Conrad Veidt, un ícono mayúsculo actoral dentro del universo expresionista, este segmento sea sin duda el que menos rebosa de esa estética, el que más adolece de identidad expresionista. Esta segunda historia se ambienta en una puesta en escena oscura, es cierto, desde luego es lóbrega la atmósfera engendrada, se trata de seguir la misma línea del relato del califa, pero se carece de la exuberancia de ese contexto, hay una mayor austeridad en los medios expresivos que se emplean en este segundo capítulo. Tras apreciar las tres historias de las que consta el filme, podemos afirmar que, como se mencionó líneas antes, sin duda, es el menos expresionista de los tres relatos, es el que contiene con menor intensidad todos los nortes de la corriente. Un detalle común a las dos primeras historias -las únicas que cuentan en cierto modo con una trama, al menos entendida de modo convencional, pues la tercera es casi un delirio-, es que se da un intercambio de personajes, intercambio de roles, una confusión en las humanidades de los protagonistas, primero con el califa, que deja un sustituto inerte en su lecho cada vez que sale de su palacio, engañando a Assad; luego, algo similar con Iván, que cambia de roles con uno de sus servidores, logrando que todos no noten el cambio. Tras haber consumido los anteriores segmentos casi todo el metraje final, al tercer segmento le quedan únicamente cinco minutos, e increíblemente, esos cinco minutos le bastan y terminan sobrando para consolidarse como el más interesante y desafiante de los tres relatos, verdaderamente una muestra prodigiosa de efectividad la conseguida en un segmento tan escueto como encandilante. El tercer segmento nace de una pesadilla, y toda la casi infinita libertad que otorga un contexto de esta naturaleza es aprovechada de elocuente manera, de una manera que evidencia que detrás de las cámaras estaba alguien que sabía desenvolverse con libertad incomparable en dicho escenario, un auténtico maestro del expresionismo da muestras de oficio. Se alcanza el desenfreno visual máximo del filme en esa breve historia que clausura todo, es de lejos el segmento más expresionista, es la historia más breve, pero visualmente la más contundente y poderosa, todos los recursos visuales, los trucajes técnicos, confluyen copiosamente, con un paso trepidante, que abruma, desfilarán las superposiciones de planos, las imperdibles líneas retorcidas, las figuras deformadas, el ambiente pesadillesco, la demencia, la locura y el terror se multiplican, un terror que se aproxima a él y a la chica, pues evidentemente ha nacido una atracción entre ellos, en medio de un poderío visual que no tiene parangón en el resto del filme.













En ese tercer y final segmento se aprovecha ciertamente esa gran libertad, esa independencia que otorga el ambiente onírico, pocos para descollar como Leni en ese apartado, no hay mayores excusas necesarias, no es necesaria una trama sólida -carencias por las cuales los dos primeros segmentos por momentos se ahogan, por cierto-, simplemente se aproxima el horror, Krauss, Jack el Destripador, de una manera casi intangible, de una manera inefable, pero apabullante, irrecusable, inminente y aberrante amenaza. Durante las tres historias desfilarán copiosamente las escenografías del gran artista que fue Paul Leni, diseñador de muchas de esas oníricas escenografías, algunas de ellas con las características líneas deformadas, un santo y seña del expresionismo. Resulta de esto una abrumadora oscuridad en algunas secuencias, también esa mencionada estética, ambas variarán en sus registros, por momentos manifestándose tibiamente, por otros con marcado acento expresionista, las tesituras visuales irán graduándose hasta alcanzar climático desenlace. En cuanto a la cámara y al montaje, ocurre algo interesante, pues el comportamiento de la cámara es estático, carente completamente de movimientos en su desarrollo, sin embargo en el montaje se consigue un marcado dinamismo, los enfoques, los planos generales y medios, van variando e intercalándose, en una ejemplar demostración de cómo generar dinamismo, aún a pesar de una cámara carente de movimiento, y remediar esa carencia con un montaje de ritmo adecuado, y claro, los planos correctos. Estaba por estallar aún la amplia y variada libertad técnica que luego alcanzaría el director, en la inmediatamente posterior El legado tenebroso (1927), en la cual apreciamos un cambio radical en el manejo de su cámara, de sus travellings y de todo el lenguaje y la fuerza que desprende un desempeño completamente distinto, más vigoroso. La cinta descansa también en un reparto que fulgura de manera pocas veces antes vista, empezando, en el orden de la cinta, con Emil Jannings, figura mayor en el cine internacional, que estelarizaría El último (1924), o Fausto (1926), ambas del gigante F.W. Murnau, y que años después seguiría alcanzando inmortalidad con trabajos de la talla de El ángel azul (1930) de Josef von Sternberg; un verdadero titán del cine, allanando camino a dos íconos del expresionismo. Jannings antes, Conrad Veidt después, tomando el testigo como Iván el Terrible, despliega toda la locura, la demencia en su actuación, con toda la carga e inevitable caracterización de Cesare en El gabinete del Dr. Caligari (1920), tenemos al mítico Cesare, el indeleble zombi andante del aberrante doctor, tenemos a la síntesis humana de toda una idea estética, de toda una corriente artística. Y cierra, efímeramente, Werner Krauss, que viene a clausurar esa terna de actores formidables, de figuras imperecederas, es el mismísimo Dr. Caligari, son glorias mayores en el solemne cine mudo. La cinta de ese modo se ve impregnada de figuras mayúsculas, que adornan una cinta que eleva su valía. Como se dijo, ciertas fisuras se observan sin embargo, definitivamente como por ejemplo en la primera, con esa historia que no se siente del todo bien cuajada, ese final endeble, una confusión que no queda aclarada de una manera más contundente, donde Emil Jannings se regodea en su histrionismo, y donde da una nueva muestra de su versatilidad, de su amplio rango de tesituras actorales. Leni configura así su largometraje, el genio expresionista que fabricaba sus propias escenografías, el pintor y escenógrafo, suya es toda la fuerza visual del filme, una fuerza que estaba aún por alcanzar su clímax, una fuerza visual que se aúna al extraordinario aporte de los actores, gigantes los principales, y a las referencias en las que se basa el director, que convierten esta cinta en lo que es, un clásico del cine mudo. Evidentes influencias tiene Leni de sus camaradas, de los nombres que siempre fulgurarán con mayor intensidad que el suyo, pues las cosas salieron de esa manera, la enfermedad nos los arrebató en su mejor momento y nos privó de las no pocas obras maestras que a buen seguro hubiese producido años después. Así notaremos evidentes halos de Caligari, y muchos se esmeran en ver halos de La muerte cansada (1921), también conocida como Las Tres Luces, de Fritz Lang, y aunque si bien son tres episodios los incluidos en esta cinta, como en aquella, lo cierto es que inicialmente se planeó que fueran cuatro, pero el final relato no llegó a ser rodado. Es una cinta descomunal, de un director providencial para el estudio y entendimiento de lo que fue el expresionismo alemán, un director de cinco estrellas, el gran Paul Leni, rodeado de actores de primerísimo nivel.

















No hay comentarios:

Publicar un comentario