Es esta una película que supo dejar imperecedera impronta en no pocos nombres mayores dentro de la historia del cine, tanto actores como cineastas se sintieron impactados por la fuerza visual y por la historia propiamente retratada por el maestro Fritz Lang, maestro de maestros cinematográficos. Trabajando ya con su esposa y a la vez colaboradora, su guionista y mujer Thea von Harbou, nos sumerge en una metafísica historia, que serviría para referencia a posteriores gigantes, pasando por Luis Buñuel, quien dijo que con esta cinta definió completamente su deseo de ser cineasta, el prodigioso Ingmar Bergman asimismo se vio sobrecogido por la fuerza del filme, y hasta Douglas Fairbanks literalmente retrasó el estreno de esta cinta para copiar algunos efectos especiales en una cinta propia. Enorme el background de una película, obra de un enorme director, en la que se nos narra la historia metafísica de una joven mujer, cuyo prometido repentinamente desaparece, la Muerte se lo ha llevado, y la fémina, tras interceder frente al lúgubre tirano, podrá intentar salvarlo, se le dan tres oportunidades que involucran tres vidas diferentes en la tierra; ella deberá actuar para salvar a su amado. Sin tanto relumbrón, ni tan mediática como las historias de Mabuse, de Los Nibelungos o de Metrópolis -mayúsculas obras de su autor-, es esta una cinta extraordinaria.
A una aldea retirada, llega una joven pareja, una chica (Lil Dagover) y su novio, (Walter Janssen), sin imaginar que los espera la Muerte. Allí, residen el alcalde (Hans Sternberg), el notario (Max Adalbert), el doctor (Wilhelm Diegelmann), todos consternados por la misteriosa llegada de un forastero (Bernhard Goetzke), que adquiere un terreno junto al cementerio, el cual resguarda con enormes murallas. El novio desaparece, con el forastero, ella tiene visiones de almas, entre las que está su amado; encuentra al forastero, la Muerte, que le ofrece algo, le muestra tres velas, tres vidas humanas por extinguirse, si ella logra salvar aunque sea una de ellas, le devolverá la vida de su amado. En la primera historia, un califa (Eduard von Winterstein) celebra en Bagdad, cuya hermana (Dagover) tiene un amorío prohibido; son descubiertos, él debe morir, algo que ella, por mucho que intenta, no puede evitar. Segunda historia, en Venecia una chica y su prometido están enamorados, pero separados por la obligación de ella a casarse con un poderoso espadachín, y otra vez, pese a ella intentarlo, no evita la muerte del joven. En la tercera, el emperador de China (Károly Huszár) desea divertirse, ordena a su mejor hechicero que lo divierta, caso contrario, lo hará decapitar; tras correrías, él también muere, pero la Muerte tiene una última oportunidad para la pobre chica.
En esta, una de las cintas más influyentes del inmortal director alemán, encontraremos no pocos elementos que la convierten en tan esencial filme, de necesaria revisión para el amante del cine silente, el solemne periodo perdido del séptimo arte, y en el momento en que la cinta fuera producida, el gran cambio, la llegada del sonido, era aún quimérico proyecto. Como indica una leyenda al inicio de la cinta, el largometraje basa parte de su historia en una vieja y popular canción germana, tradicional en su cultura y que nos presenta Lang dividida en seis relatos, estructurados en función a las historias a través de las cuales una mujer mortal trata de derrotar a la muerte, y a la postre, terminará lográndolo. De inmediato el cineasta nos muestra uno de los mayores atractivos de su cinta, esto es, su representación de la Muerte, una representación pronta, sombría, en la que podemos advertir incluso unos visos de lo que luego plasmaría Dreyer en su Vampyr (1932), mostrado con unos planos, estáticos planos medios, que se combinan inteligente y precisamente con otros elementos. Dichos planos refuerzan el carácter sombrío del personaje, contraponiéndolo con el cielo, contraponiéndolo a una cruz, generando contraste con la sombría y amenazadora presencia del fatal ente. Luego seguirá fluyendo esa oscura muerte, con su gran muralla, el impertérrito rostro de Bernhard Goetzke, una figura inquietante, hermética, amenazante, lejana, hierática, y sí, también cansada, el rasgo que sin duda convierte a este filme en una referencia sin igual, el concepto de una Muerte cansada, como un título alternativo reza, hastiada de su existencia y lo que genera en los hombres, fascinante concepto. Una Muerte que interactúa con los humanos, a quienes envidia, y a quienes narra su hastiada condición, su bizarra tristeza, cansada de su maldición, de ver el sufrimiento humano, de cosechar su odio por obedecer a Dios. Nos encontramos así con un personaje complejo, la Muerte, esa fuerza contra la que nada puede hacer el humano, ante la que se encuentra indefenso como la llama de una vela, se humaniza lo inhumano, lo sobrehumano, impensado destino, el villano incomprendido surge, una figura tan patética como fascinante, una gran novedad en los albores del cine.
Y desde luego, el cineasta sabe trasladar esa tónica oscura del personaje a la película en su totalidad, con potentes claroscuros que iránse distribuyendo durante la cinta, algo completamente lógico, pues estamos hablando de uno de los grandes maestros expresionistas, con todo el poder visual, el empleo del blanco y negro, contrastes lumínicos, la paleta de recursos técnicos usual para el germano. Así, destaca entre todas la portentosa secuencia de ella, la protagonista, entrevistándose con la Muerte, pasaje inspirador de genios, apreciamos esos contrastes fuertes, de blanco y negro que refuerzan la poderosa imagen de esta secuencia, tal vez esa enorme escalera blanca, solo tal vez, haya tenido que ver un poco con la concepción de otra secuencia similar en Él (1953), de Luis Buñuel, confeso artista inspirado por este largometraje. Asimismo están las infaltables superposiciones de planos, sempiterna e ineludible herramienta de los expresionistas, con serenidad pero con determinación y agudeza van desfilando diversos planos superpuestos, uno de los recursos por antonomasia de la estética expresionista. Reiteradas superposiciones se irán sucediendo posteriormente, en distintos momentos del filme, plasmando alucinaciones, apariciones, almas, espíritus muchas veces, y veremos finales superposiciones para los fenecimientos de los amantes, que parecen sórdidos desdoblamientos; muy empleado ciertamente el recurso. Aparecen también las escaleras, otro elemento que remite al expresionismo, abundantes, retorcidas muchas veces, oscuras, pueblan buena parte del primer segmento, escaleras en llamas en el relato final, otra variedad de este elemento. Fluye asimismo el pergamino que se mueve solo, gran truco que el cineasta logró al parecer fotografiando plano por plano hasta dar la impresión de movimiento; está la alfombra voladora, buenos trucos que luego Douglas Fairbanks elevaría, copiaría y mejoraría en su propia obra, El ladrón de Bagdad (1924). También está el momento de los pequeños humanos que divierten al Emperador chino, gran muestra de versatilidad técnica. El filme así descolla con un gran uso del lenguaje expresionista, pues aún sin que la cinta aterrice del todo en esta corriente, saca rédito de sus trucajes, de sus recursos; en los albores de la década de los veinte del siglo pasado, del milenio pasado, cuando el cine estaba naciendo, Lang había ya desarrollado un lenguaje reconocible, un lenguaje ya definido y reconocido por el mundo entero. Lo dicho, la cinta tal vez no desborda expresionismo, como sí lo harían otras obras maestras, es difícil no verse opacado por semejantes maravillas, pero tiene rigor, simetría, es más que correcta su puesta en escena.
Era el octavo filme, la octava producción para un artista que tenía muy definidos ya sus nortes, toda la seriedad y rigor del maestro alemán, que a nivel técnico va desarrollando cada vez más su lenguaje, pero a nivel de tópicos podemos encontrar mucho ya de lo que será siempre su obra. Muerte, oscuridad, magia, demonios, elementos sobrenaturales, un Lang ya formado, su sello personal como director está ya ahí, veremos a Shiva, y hasta toma elementos fantásticos de los hermanos Grimm, va prefigurando ya mucho de lo que veríamos en Los Nibelungos (1924). Entre otros recursos desplegados, está primero la copa que se vuelve reloj de arena, símbolo del tiempo que se acaba, de la inminencia de la muerte, destino irrecusable; está asimismo el detalle de la llama de la vela que se vuelve bebé, un bebé en brazos de la Muerte, impactante y poderosa secuencia ejemplificante del suplicio de la Muerte, una miseria que ha podido conmover y hastiar hasta a la sobrenatural entidad. En ese sentido, es excelente la figura de las flamas, las frágiles llamas de la vela, simbolizando las igualmente frágiles vidas humanas, y habrá otros símbolos, como el oscuro búho; es a su vez interesante la manera en que Lang retrata a los humanos, a quienes en alguna ocasión, a través de la magia, emparenta con cerdos. En la historia plásmanse los principales personajes de manera concisa y rápida, con respectivos epítetos que diagraman algunas cualidades humanas, su Excelencia el alcalde, su Eminencia el reverendo, su Sabiduría el médico, su Precisión el notario, en una cinta donde los actores principales repiten en los papeles protagónicos de las historias. En ese marco se nos presentan las variadas historias, sin mayor nexo o vínculo común, se inicia una pequeña tradición para narrar episodios de esta manera, el exotismo de tres lugares muy disímiles, parecida dinámica que poco después veríamos en El hombre de las figuras de cera (1924) de Paul Leni, probablemente también influido por Lang. En la historia, para solucionar el drama de la muchacha, ella pedirá otras vidas para la Muerte a cambio de que regrese quien ama, pero claro, nadie quiere morir, sin importar la complicada tesitura en que uno se encuentre; ella tiene final oportunidad, pero ante la inocencia de un bebé, es incapaz de intercambiar esa vida por la de su novio. Sin embargo, al final de la sordidez, el amor es más fuerte que la muerte, en la muerte, se completa y consuma al máximo ese amor, como dice uno de los finales mensajes, quien desecha su vida, la ganará, apreciaremos a los amantes y la muerte, retirándose, oscuros ante el albo horizonte, casi como en El séptimo sello (1957). Redondeando esa idea, tenemos así a Buñuel, Hitchcock, Bergman, Fairbanks, una conspicua y egregia constelación de nombres ilustres impactados e influenciados por la gran obra, por esta pequeña gran obra maestra, irresistible para espectadores y para gente de cine. Es una atractiva película, pero siempre en segundo plano comparada a las mayores epopeyas del director, un muy serio filme, sin embargo, es inevitable que palidezca junto a las otras obras mayores de Lang, es lo que tiene ser un genio del cine, pues con tantas y tan mayúsculas obras maestras en su haber, siendo ésta una seria y firme propuesta, no es el clímax de la producción del cineasta. Necesaria película, necesario revisarla, obligada para el seguidor del mejor cine.