Gran filme del
director norteamericano Frank Borzage, cineasta no demasiado reconocido pero
que con razón se tiene ganado el respeto como director de la época solemne del cine,
el cine mudo, periodo en el que algunas obras de gran factura realizó. Para
este momento, Borzage, el director conocido como uno de los mayores exponentes cinematográficos
del melodrama, adapta una novela de Fannie Hurst, una historia trágica, de
arribismo, de amor frustrado, de remordimientos, e incluso algo de elementos
supernaturales, una película en la que el cineasta iba ya puliendo su definitivo
estilo. Algunos críticos aseveran que aún no alcanzaría su cima mayor, cúspide
que asimismo se afirma no llegaría hasta El
séptimo cielo (1927), u Hombres de
mañana (1934), pero lo cierto es que este director tenía ya bastante definidos
no pocos de sus nortes audiovisuales. Es la historia de Hester Bevins, una bella
jovencita provinciana, que anhela cambiar su pueblo por la ciudad, rechaza a un
pretendiente que la ama, va a buscar trabajo a Nueva York, convirtiéndose en
amante de un adinerado hombre mayor; pero la felicidad no era tan simple de
conseguir, y cuando regrese a su pueblo, encontrará a su antiguo amor, ciego,
que vuelve de la guerra, y ella deberá elegir qué hacer. Sin ser una obra
maestra, ni un ejercicio extraordinario, es un bastante decente filme mudo.
En Demopolis, un
apartado pueblo, vive Hester Bevins (Seena Owen), que con empeño desea salir
del campo, de la insípida pensión donde vive, e ir a vivir a la ciudad. Ella es
cortejada por Jerry Newcombe (Matt Moore), él va a verla, y le propone que se
casen, recibiendo una negativa, pues ella ambiciona una vida de lujos y solvencia
económica, algo que Jerry no puede ofrecerle. Hester consigue su cometido, se
va a Nueva York, cinco años pasan rápidamente, tiene un muy lujoso
departamento, donde ofrece ostentosas fiestas, conoce al magnate Charles G.
Wheeler (J. Barney Sherry), se vuelve su amante, y él la rodea de autos,
viajes, y todo el lujo que Hester siempre deseó. Pero en su soledad, ella se preguntaba
si en realidad esa era la felicidad que deseaba, y se acuerda de Jerry; luego de
viajar muy cerca de Demopolis, ella decide volver a su pueblo, encuentra a
Jerry, se reúnen, pero ella pronto vuelve a Nueva York. Hester sigue con su
vida desenfrenada, Jerry va a la guerra, donde pierde la visión, y ella,
descorazonada al regresar y encontrarlo ciego, e incluso con poco tiempo de
vida por delante, se casa con él -que ignora su situación-, con consentimiento
de Charles. Jerry muere, y Hester tiene alucinaciones con él, está atormentada,
ella regresa a vivir a Demopolis, retoma su antigua vida, trabajo y amigos, y terminan
los tormentos, ella recupera tranquilidad.



Es Borzage de
hecho un maestro del melodrama, y lo deja patente, sacrifica el virtuosismo técnico
en su película, como ya hemos visto, una obra sin mayores trucajes ni artilugios
técnicos, -al menos durante casi todo el filme, a excepción del final-, dando
preponderancia, otra vez, al drama, sin distraer la atención de lo retratado. Solamente
al final se quebrará esa planicie narrativa, con los planos superpuestos, un recurso
plenamente perteneciente al cine mudo, plasmando la locura, el horror, lo fantasmagórico,
el alma de Jerry vuelve, reclama a Hester que regrese a lo que ella realmente
es, ella, con su alma de crepé y satín, en el fondo nunca dejó de ser la chica
del campo, de provincia, probó las pecaminosas mieles de Babilonia, para luego volver
a su hogar. Como dice la leyenda que se aprecia en el filme, ella viajó a las entrañas
de Babilonia, y escapó de ella, escapó gracias a Jerry, a su verdadero amor, el
amor que lo cambió todo, tanto que ella al volver a Babilonia, a Nueva York y
a sus excesos, no volvió ya como la misma mujer, las orgías y fiestas
salvajes habían quedado atrás, el amor la redimió. Tenemos asimismo una virtud
narrativa, contrapone el cineasta dos momentos claves y opuestos, el goce, el
boato, el desenfreno de la vida de Hester en Nueba York, contra las penurias bélicas
de Jerry, esa contraposición narrativa, ese contraste entre un momento y otro, paralelamente
mostrados, es un siempre apreciable y efectivo recurso narrativo y expresivo, pues
al plasmar dos momentos opuestos de modo simultáneo se multiplica el efecto conseguido de lo que
se retrata, gracias a la antítesis; un recurso esgrimido por distintos cineastas,
en distintos momentos de la historia. Muy agradables e interesantes son algunas
composiciones, a parte de la primera ya mencionada, el plano que apertura el filme,
está la secuencia de ella, en el hospital, clamando en una ventana a Dios por
lo que considera una injusticia al tener a Jerry en tan lamentable situación; nuevamente
una ausencia, ahora potenciada por incluirse en el plano a un lisiado Jerry, él
hacia nosotros, mientras ella, de espaldas, clama ante un Dios que parece
ausente, nuevamente la ausencia se apodera del plano, en esas secuencias de una
composición y fuerza notables, distintas a las demás. Nuevamente una superposición
de planos cierra el filme, otra de las pocas excepciones donde se rompe la
linealidad técnica que gobierna el filme en general, aunque se siente algo
simple el final sin embargo, ella “paga su deuda”, paga su compromiso con
Jerry, injustamente desperdiciado ese amor, y si bien es algo tarde, pues él ha
muerto, ella puede recobrar su tranquilidad. Culmina de este modo un correcto
filme mudo, de muy poca circulación mediática, que sin ser una obra maestra, es
una obra seria, de un cineasta que se especializó en el melodrama, y tenemos
aquí un buen ejemplo de su arte, poco antes de alcanzar las que muchos
consideran sus mayores cumbres artísticas.

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