El gran
cineasta ruso de orígenes ucranianos Dovzhenko realizaría su quinto
largometraje, la segunda parte de su mayor aporte al sétimo arte, su Trilogía
de la Guerra, un año antes iniciada con la extraordinaria Zvenigora, y que un año después, en 1930, encontraría clausura con La Tierra. El director, que en la previa
cinta ya había dado atisbos de intervención en su obra desde la concepción
inicial, esto es, la elaboración del guión, supervisando directamente dicha elaboración,
en esta oportunidad ya no será un mero supervisor, sino que será directamente
el guionista, adquiriendo, desde luego y con todo lo que ese detalle implica en
un filme, más autoridad, autoría y dominio, una característica en su trabajo
que repetiría en La Tierra y ya en
muchas de sus mayores obras. El director continúa con una película muy
consecuente, hermanada a la antecesora, el estilo del director sigue plenamente
reconocible, las dosis de belleza visual, de poesía, quizás no fluyan con el
exuberante desenfreno que en la iniciadora de la triada, pero no desaparecen,
además de ahora apelar con mayor fuerza a la humanidad de sus personajes, es la
historia de un territorio ucraniano, después de la Primera Guerra Mundial, un
soldado regresa a su país, tras sobrevivir a un accidente en tren, encontrando
su patria celebrando un aniversario de su libertad, y rememorando sufrimientos.
Vemos
territorio ucraniano, una fuerte explosión nos introduce a un mundo donde vemos
a una madre de tres hijos con actitud atormentada, y sin esos mencionados
hijos, territorio devastado, donde un oficial supervisa los alrededores,
manosea a una lugareña. Sangrientos enfrentamientos se suceden, las tropas
rebeldes ucranianas resisten como pueden los ataques rusos, que incluso realizan
ofensivas con gases de la risa. Timosh (Semyon Svashenko), soldado ucraniano,
regresa del frente, viaja en tren junto a otros camaradas suyos, pero el tren
tiene terrible accidente y se estrella. Timosh sin embargo sobrevive, llega a
su tierra, donde hay algazara y desfiles celebrando la libertad ucraniana, los
siglos de lucha contra los rusos que costó esa libertad. Pero los enfrentamientos
no se detienen con los rusos, el soldado se encuentra con resistentes, también
un soldado del Ejército Rojo (Georgi Khorkov), otro soldado alemán (Amvrosi
Buchma), hay llamados para defender a la patria, todos son requeridos para la
noble causa, un arsenal de trabajadores se forma para resistir. Los pobladores resisten con dolor, padres,
hijos, esposos, todos parten dejando sus familias, Timosh es testigo de todo. Uno
a uno los héroes de la resistencia caen, van siendo fusilados, y finalmente Timosh
también es apresado, y es fusilado, pero las balas parecen no hacerle daño.
El sonido había
ya arribado al mundo del cine para cuando este filme se produjo, El Cantante de Jazz (1928) probablemente
sentó la mayor revolución en el séptimo arte, los cines de todo el mundo se
encontraban aún definiendo sus aristas audiovisuales finales, el horror de la
Primera Guerra Mundial parecía ir quedando atrás, pero en territorio del
antiguo Imperio Ruso, se acordaban de la Guerra Civil. En ese contexto, este
filme, tan reverenciado para Dovzhenko, nace como un encargo de las autoridades
rusas para conmemorar el aniversario de dicha guerra civil, y él, descendiente de
ucranianos, debía realizar singular labor, rodar ese homenaje, pero procurando
estar a la par con Eisenstein, y su poderosa vena socialista y revolucionaria
en su cine, exaltando la gloria rusa, la gloria de la masa, de la revolución,
era una herramienta ideológica primordial en la Rusia de entonces; una tesitura
para el descendiente de ucranianos que, combinada a su sensibilidad sin par,
nos produce el considerado mayor aporte cinematográfico suyo. Su filme comienza de manera similar a Zvenigora, intenciones y sentimientos claros desde el primer fotograma, ese inicial fotograma donde no hay humanos,
ausencia de humanos, solo ese alambrado de púas, quietud y luego una explosión,
inusitada violencia después de una inquietante y engañosa quietud. Luego la
madre, hierática, sola, mira abajo, rodeada de ausencia, hijos ausentes,
terrible ironía graficada, que se va sumando a la fuerza desplegada en esa
primera imagen. Terrible elipsis se aprecia después, la mujer, con su mirada al
suelo, con su soledad, en paralelo al otro personaje, un campesino con el
equino, ella golpea, azota inverosímilmente a sus hijos, a su vez que él golpea
a la bestia de carga, terrible paralelo esa elipsis. Una crudeza áspera,
inusual, roza incluso el surrealismo, casi un delirio, de unas escenas que
conforman rasgos generales de la cinta, que no desaparecerán, de un filme que
no encaja ciertamente con una cinta de guerra -o de exaltación de valores
bélicos- convencional en sus lineamientos, en lo que retrata. Observaremos
prontamente también un adelanto del dominio y manejo, la intención del montaje,
en esas primeras secuencias, hay un primer plano de un oficial que mira al espacio
fuera de campo, después vemos a una mujer campesina caer exánime en una tierra
yerma, el militar escribe “maté a un cuervo; el tiempo, maravilloso”, se
permuta esto con el cuerpo sin vida de la anciana. Observa después el militar al cielo
en gran contraluz, una oscura poesía pareciese ir fluyendo, como sombrías
ideas, la muerte y su amenaza ya pululan. Desde el comienzo, desde esa primera
secuencia, gratuitamente es insertada la explosión, se va generando esa entrada,
la absurda violencia, se va diagramando lo absurdo de esa violencia y demencia,
no hay un nexo o excusa para insertarlo, no es un filme panfletario o canónico
de propaganda política.
Luego viene uno
de las secuencias clave del filme, una secuencia inmortal de este ineludible
largometraje, tal vez la más poderosa que haya rodado este descomunal cineasta
ruso de orígenes ucranianos; como muchos maestros decían, un filme debe
reducirse en su expresión, debe ser proclive a poder simplificarse. Pues bien,
esa secuencia podría simplificar y ser extracto sintético del filme completo.
Es la prodigiosa secuencia del anciano soldado atacado con el gas de la risa, una
potencia que desborda, una de las más célebres secuencias, si la cinta está a
la altura de El Acorazado Potemkin (1925), esta secuencia estaría a la
altura de aquella en la escalera de Odessa, alcanzaba ya cotas mayúsculas Dovzhenko.
Todos sabemos cómo salieron las cosas, Eisenstein, más dogmático, más
convencional en su estilo de conciencia revolucionaria colectiva, encajó a la
perfección con el momento y sentir de su nación, fue abrazado como el
estandarte del cine ruso, su escalera de Odessa fue adoptada y enaltecida como
la secuencia más famosa y referenciada en la historia del cine; pero Dovzhenko
en su estilo ya nada tenía que envidiar, era su propio sentir, su propio
sentimiento lo que fluía mientras ensalzaba su patria. Sí, en Dovzhenko tenemos
el orgullo, la potencia de las imágenes de Eisenstein, pero con su particular
sensibilidad, con su enfoque distintivo, su poesía única, sus imágenes
poéticas, no hay cánones, no hay tanta rigidez en que sea un producto de
propaganda -desde luego, el filme de Eisenstein es mucho más que solo eso-, hay
algo más, hay un nivel más en esas imágenes, hay arte, el arte que se antepone
a todo, en su cine, el arte, la sensibilidad parecen ir más allá de toda otra
intención, el cine es un arte por encima de todo en él. El infinito absurdo es plasmado
con desgarrador realismo en la citada secuencia, el gas de la risa que desata
carcajadas del soldado en medio de los cadáveres, cadáveres mórbidamente
coronados con ominosas sonrisas, llega el enemigo, armado, no dispara, duda, “¿dónde
está el enemigo?”, pregunta; es patético, poderoso simbolismo, buena parte del
filme se encuentra ahí contenida, probablemente la secuencia más importante y
significativa, mas filosa y aguda del filme completo. Otra secuencia, la del
tren a punto de estrellarse, es ejemplar asimismo del folclore ucraniano, el
acordeón, un elemento muy representativo del pueblo antes parte del imperio
ruso, elemento imposible de pasar por alto, sobre todo en un cine que vive de
la imagen, como el de Dovzhenko, la
imagen tiene en él expresividad, tanto en este caso, como al igual que con los
equinos, abundantemente mostrados, en diversas situaciones, muchas veces en el
campo, también en situaciones bélicas. Por encima de la guerra, o de exaltar lo
que la quimérica gloria que algo como la guerra pueda despertar, el filme
exalta su nación. Tenemos una secuencia que plasma eso, un anciano, entre lágrimas,
un ciudadano llamando, convocando a su gente, al pueblo de Ucrania, a los
maestros, a los trabajadores, a los artistas, se nos habla de trescientos años
de yugo, el orgullo, la patria, la dignidad, la nación, elementos que lo ponen
a la altura de los otros maestros del cine soviético, Eisenstein, Vertov,
Pudovkin. Comparte con ellos el sentimiento de su cine, de su tierra, pero Dovzhenko
siempre deja que las imágenes hablen, hay
poco texto, el horror y dolor de la guerra son los transmisores, despoja su visión
de la mayor rigidez partidista, proselitista incluso, que pudiese tener el cine
de sus camaradas. Resulta interesante que casi no hay personajes, en esta película,
con respecto a Zvenigora, pierde
individualidad ese elemento, los invasores se deshumanizan en su colectivismo,
en la masa que representan, no hay rostros; pero hay más sentimiento, el
cineasta imprime más sentimiento en contrapeso, algunos consideran por eso a
este filme la obra cúspide del director, y desde luego, él también sentaría
escuela, dejaría influencia en posteriores cineastas, que continuaron su
poética impronta audiovisual.
Por encima de
lo que debía rendir homenaje a la Guerra Civil rusa, Dovzhenko prefiere rendir tributo a la libertad, al ser
humano, antes que la guerra retrata los males que ésta genera, el sufrimiento
de la gente, sufrimiento humano, eso es
lo que se exalta; lo exalta deplorándolo, lo exalta en su mundo cinematográfico,
un mundo donde una madre no tiene hijos, donde los golpea haciendo alegoría a
un hombre que golpea a un caballo, donde lo primero que vemos es algo que
explota sin motivo. Es la historia de Ucrania, y por consiguiente de un
imperio, el imperio ruso, claro, indivisible participación tienen los bolcheviques,
que entran en acción, trabajadores, sindicatos, la historia soviética y su
ineludible sentir colectivo, en esta oportunidad con cierto distanciamiento de
Ucrania. Y claro, la lucha colectiva es un rasgo de Rusia, un rasgo del que no
está exento ningún artista de la época, la lucha, la resistencia que representa
ese arsenal donde los últimos atisbos de rebelión ucraniana se almacenan, que tiene
en Timosh a su figura central, una figura
que es mostrada a nivel ya sobrehumano, desde su aparición, con su rostro
mostrado en momentos sin el menor desmaño, más bien aliñado, contrastado con
los sucios, sudorosos y desarreglados rostros de sus camaradas. Desde sus
primeras apariciones, incluso tras estrellarse el tren, y fenecer todos sus
camaradas, Timosh bromea sobre su sobrevivencia en el accidente, ya es
deslizada esa naturaleza suya que se confirmará en el final, él es más que un
soldado, él es la resistencia. Y
desde luego, él es más que un humano en la historia de Dovzhenko, ha
trascendido esa mera condición, es ahora una nación completa, es ahora un
sentimiento, una idea, un ideal que no morirá a balazos, ese extraordinario final
nos lo muestra invulnerable, descomunal secuencia final en que se plasma el
sentir de una nación, de una libertad que no puede ser vulnerada, que es, como
Timosh, indemne a balas. Una oscura atmósfera nos recuerda nuevamente la fuerte
dosis de expresionismo que el cineasta imprimía en sus trabajos, en el final encontramos
una secuencia que descolla, los fusilamientos sucesivos de los miembros de la
resistencia, las sombras que fluyen deformadas en las ejecuciones, momentos de fatal
demencia, despierta ese eco de expresionismo; sin embargo, el incontenible
delirio expresionista que desfilaba en Zvenigora
dejará espacio a algo más ahora, a centrarse más en la exaltación del pueblo
ucraniano, sin dejar de lado la tonalidad lóbrega, y por momentos de locura y
casi onirismo, como cuando el equino responde
al humano sus golpes con palabras. Al margen de la diferencia visual recién
apuntada entre la cinta inicial de la trilogía y la ahora comentada, es
irrecusable señalar que son largometrajes plenamente hermanados, consecuentes,
concisa su unidad, son parte de un todo, si la una descollaba más poesía y
fuerza visual, comparten aristas, a nivel de sensibilidad y también a nivel
técnico, detalles como el montaje, exaltación a su tierra, al orgullo nacional,
y esta cinta supera a su antecesora en apelar justamente al sentimiento humano.
Por lo demás, en esas poderosas secuencias de gran montaje apreciaremos los
otros recursos audiovisuales, picados, contrapicados, sombras y tibios halos
expresionistas. Las superposiciones de imágenes, y de secuencias, que fue parte
de una extraordinaria secuencia en Zvenigora
-el mencionado halo expresionista-, ahora no aparecerán, lo hacen a
cuentagotas, en una cinta donde muchas veces observaremos hieratismo en las
interpretaciones, simbolizando ausencia, como las mujeres y hombres ucranianos
en ciertos momentos, les falta algo, la guerra les quita algo de humanidad.
Como se mencionó, nuevamente imparte Dovzhenko una clase maestra de montaje,
elemento clave en esta trilogía y en el anterior filme, evidencia que es uno de
los puntos distintivos de su cine, un dómine en el tema. La secuencia de choque
del tren es una de las más palmarias en este sentido, una cátedra de montaje,
capturando desesperación, angustia, comprimiendo y dilatando los tiempos,
añadiendo premura. Ahondando en lo dicho anteriormente, ese es uno de los
rasgos mayores del filme, la ambigüedad, que plaga todo el filme, pues como se dijo,
siendo un encargo de autoridades rusas, exalta la dignidad ucraniana, pero más
que eso, más que tomar un bando, destaca el absurdo de la guerra. Ni siquiera
se encuentran visualmente bien diferenciados los soldados de un bando y otro, la
claridad en intención o filiación estricta en ese sentido del cineasta no es
tan vigorosa como el retrato de la miseria y del absurdo, no toma bandos con
tanta fuerza como exalta el sinsentido de esto, el sufrimiento; es más un himno
en contra de la guerra, es arte por encima de otras cosas, es lo que lo
diferencia de los otros autores rusos, tan cercanos pero a la vez tan distantes
con el cine de este gigante. Y a eso colabora la violencia gratuita observada
desde el comienzo, explosiones, crudeza, no hay una exaltación convencional de
los valores de la defensa bélica, no hay ese orgullo militar, es otra la vía
del director. Continuaba su camino la trilogía, un compendio del cine hasta ese
entonces, de expresionismo, del montaje ruso, del sentimiento, la identidad
colectiva rusa asimismo, un epítome de todas las virtudes del cine mudo en su
crepúsculo se manifestaba en el cineasta como una sublime despedida, pues
llegaba ya el sonido con El Cantante de
Jazz. Al año siguiente, Dovzhenko culminaría su gran tríptico, rodaría La tierra (1930), pero para muchos, ya
su cima artística había llegado, Arsenal
había visto la luz, el catalogado como el mayor logro cinematográfico de este
poeta audiovisual, una cinta más que necesaria.
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