Aborda Buñuel en el presente
filme una labor no muchas veces por él desempeñada, y no por que adapta una
obra literaria, sino porque adapta un texto de fama internacional, de amplio
reconocimiento, algo que no había hecho antes, y que solo veríamos como ejercicio
cercano en la posterior Robinson Crusoe
(1954). Cierta controversia rodeó a este filme, principalmente por el texto
adaptado, repleto y plagado de oscuridad, de personajes sórdidos, esclavos de
sus pasiones, como el primer texto del filme nos va indicando, seres que rozan
lo macabro, la muerte y el sexo, las poderosas obsesiones convirtieron a este
libro en algo poco menos que maldito para su época, fines de la primera mitad del
siglo XIX. Más de una adaptación tuvo la novela, con distintos estilos y enfoques,
pero la presente versión queda como una de las más valiosas, una de las mejor
conseguidas y que mejor capturó la esencia y espíritu de sus atormentados
protagonistas. El filme plasma parte de todo lo sucedido en el libro, como se
dijo mundialmente conocido, la historia de una familia, de conflictivas
relaciones afectuosas entre unos y otros, una mujer enamorada de un hombre de
animalesco carácter, tiempo atrás desaparecido, pero ahora está casada con
otro, y con quien ha engendrando un vástago; cuando el inicial individuo
reaparezca en la vida de la familia, grandes tempestades emocionales surgirán
entre todos los miembros del atormentado clan.
En una finca, en una noche
lluviosa, viven acomodadamente Eduardo (Ernesto Alonso), su esposa Catalina
(Irasema Dilian), y su hermana Isabel (Lilia Prado), sin mayores preocupaciones
y tranquilos. De pronto irrumpe violentamente Alejandro (Jorge Mistral), a la
fuerza entra en la casa, es hijo adoptivo de la familia que años atrás huyó, y
de inmediato Catalina se inquieta ante su impensada presencia, sin miramientos,
profesa sus sentimientos por él, ante la impotencia de su esposo. Pronto
emprenden paseos juntos, y pronto igualmente se sabe que Isabel también está
enamorada de él, y Alejandro, tras negarse Catalina a huir con él debido a su
embarazo, solo por despecho decide aceptar a Isabel como su mujer, pese a las
negativas de la nana María (Hortensia Santoveña). Pero los sentimientos de
ambos no han cambiado, mientras la impotencia y súplicas de Eduardo crecen, es
entonces que Catalina, incapaz de sacudirse su pasión, cae enferma ante la
insostenible situación. Alejandro va a vivir con Isabel a casa de Ricardo (Luis
Aceves Castañeda), familiar borracho que asiste impasible a los tormentos a los
que es sometida la joven, él aborrece a Alejandro, pero es incapaz de hacerle
frente. Casi como inevitable inercia, llega el momento del parto, y Catalina
muere al dar a luz a la criatura, trayendo grandes sufrimientos a Alejandro,
que se adentra en su tumba, se recuesta junto al cadáver, y que finalmente es
ultimado por Ricardo.
La economía y eficacia narrativa
de Buñuel queda pronto impresa en el filme, cuando la primera secuencia nos
muestre al impulsivo Alejandro irrumpiendo en la residencia aristócrata, pero
más aún, el tozudo personaje sin dudarlo rompe el cristal de la puerta, no
acepta negativas de la nana, su carácter es desde el primer instante salvaje, incontenible.
De igual modo vemos a su análoga femenina, a Catalina, que sin el menor
miramiento, profesa con sus palabras y sus acciones su casi animalesco amor por
él, los personajes son pronta y poderosamente delineados. Incluso en la propia
cara de su esposo, ella no pude reprimir profesar su amor por el hijo pródigo,
es desbordante su pasión, es una pasión violenta, destructiva, que solo puede
encontrar final consumación en eso, en destrucción, en muerte. Es pertinente
indicar que quien escribe no ha podido leer la obra original, la novela de Emily
Brontë, en el que con mucha probabilidad, y con las normales distancias del arte
literario al cinematográfico, se ha podido abordar con mayor riqueza de
detalles el origen, la procedencia de la naturaleza de cada personaje. Con eso
en consideración, solo podemos escuchar someramente cómo nacieron los extraños
sentimientos de Catalina, sentimientos truncos, siendo hermanos adoptivos, ella
al parecer siempre sintió esa impulsiva y ferviente pasión por Alejandro, pero
siendo adoptado, fue humillado y despreciado por la aristócrata familia, teniendo
ella que optar por casarse con Eduardo, al ver el desprecio del que Alejandro
era presa por sus orígenes miserables. Tenemos asimismo a Isabel, la frágil hermana
de Eduardo, que se conmueve por el sufrimiento de los animales, enamorada del férvido
Alejandro, no correspondida, sufriente, pero al no ser partícipe de la pasión,
no está condenada. Tenemos por acierto allí a Lilia Prado, que tras los
ejercicios en La Ilusión viaja en Tranvía (1954),
y su carnal impronta interpretativa, sus túrgidos atributos físicos, se
advierte como si hubiese sido la elección plena para el atormentado y fogoso
personaje de Catalina, y quizás con esa imagen en mente, se la advierte casi
desperdiciada en el inofensivo papel de la inocente Isabel. Otro personaje para
enriquecer esa bizarra fauna humana es Ricardo, el ebrio, un cobarde borracho,
impotente e inservible, también parte del sórdido abolengo de esa casa, que
refuerza el cúmulo de obsesiones, de patologías, en ese bizarro ecosistema
todos están expuestos a los salvajes impulsos que los dominan.
El núcleo de la cinta es el
destructivo e imposible romance entre Alejandro y Catalina, ambos son renegados,
almas gemelas que se reflejan una a la otra, y esto se concreta con mayor vigor
con las frases espetadas, “nuestro amor no es de este mundo”, se asevera, “amo
a Alejandro más que a la salvación de mi alma”, dice ella, severos y poderosos
son sus enunciados, sus diálogos, que denotan una pasión desbordante, y todo
sucede en las primeras secuencias. Incluso al preguntar Eduardo a su mujer si su
pasión cesaría al matar él a Alejandro, ella afirma que seguiría amándolo
después de la muerte, y así los personajes y sus complejidades se encuentran
bien dibujados ya. Es un destructivo pero seductor amor, un amor irrefrenable,
incontenible, que ningún otro humano puede entender, y esos diálogos nos ayudan
a entender cómo ese amor solo puede desembocar en la muerte, solo puede hallar
final realización y verse consumido en la muerte, como efectivamente termina
por suceder. Estamos frente a una variedad del amour fou, el amor loco, un tema que siempre sedujo a Buñuel, y a
los surrealistas en general, el amor que por uno u otro motivo se trunca, que no
se llega a dar, a consumar, o en todo caso es un amor que no se consuma como un
amor normal, que no tiene una realización máxima como lo tienen los normales
enamorados; hay ahora un oscuro solazarse, es en efecto un disfrute que solo
llegará a su cúspide con el fenecimiento, con la muerte, sentimiento auto
destructivo que consumirá a sus infortunados integrantes, que, como de
inmediato el rótulo inicial nos indica, no son individuos libres, ni
independientes, sino que son esclavos de sus pasiones, esas pasiones son las
que los mueven, los manipulan. Y Alejandro no se queda atrás respecto a la
fuerza de sus frases, al hablar sobre Isabel, dice “si me hiciera eso
(morderme), le arrancaría los dientes uno por uno”, asimismo se escucha “persígueme,
vuélveme loco, aparece”, otro diálogo demencial, la eficiencia en los diálogos
es algo que siempre caracterizó a los filmes del genio de Talanda, si bien en
este caso no colaboró con su mayor pilar en ese apartado, el gran Luis Alcoriza.
Eduardo completa a los protagonistas, Ernesto Alonso se siente cercano a su
otra colaboración buñueliana, la dos años posterior Ensayo de un Crimen (1955), con su caracterización frágil e
impotente, rozando la cobardía, y curiosamente se muestra desde los primeros
fotogramas como un entomólogo, vemos cómo Buñuel se va vertiendo a sí mismo de
inmediato en sus personajes.
En cuanto a la puesta en escena
en sí del filme, que es, como indiqué, lo que más puedo comentar, Buñuel emplea
positivamente una plástica oscuridad desde las primeras secuencias, umbría y
lluvia, los exteriores son invadidos por esa oscura furia de la naturaleza,
preludiando las oscuras y salvajes pasiones que dominan a los humanos. Más de
una vez veremos tormentas, umbrosas tempestades naturales, un gran recurso para
exteriorizar todo el violento salvajismo que sacude interiormente a los
personajes, presas de sus violentas pasiones, y esto tiene su extensión en la
espectral y fantasmagórica residencia de Ricardo, a la fuerza convertida en
hogar de la pareja Alejandro e Isabel, que también rezuma tinieblas, maldad. Es
muy interesante cómo Buñuel, que ha adquirido ya rodaje y experiencia
en tierras aztecas, tiene habilidad para diseminar, para derramar las sombras
por todo el ambiente en que se desenvuelven los protagonistas, reforzando
poderosamente la oscuridad de los caracteres, de las personalidades de los
personajes. Si algo hay lamentable en la cinta, eso sí, es el marcado abuso de
la música wagneriana, Tristán e Isolda. Pocas veces visto, el modo en que las
sublimes notas wagnerianas son utilizadas en momentos anodinos, un manoseo que
puede ofender a algún paladar aficionado del maestro alemán. El excesivamente
arbitrario uso de la célebre composición es algo de lo que Buñuel pronto se
sacudió responsabilidad, aseverando que él no participó en la inserción musical
en la sala de montaje, algo que se advierte como muy probable. Un acierto de
Buñuel, aunque tal vez el mérito no sea plenamente del genio de Talanda (si
bien el color estaba a punto de llegar a la filmografía de Buñuel, un año
después con Robinson Crusoe, no está
del todo dilucidada la elección cromática), viene a ser realizar el filme en
blanco y negro, alimentando el hermetismo y lo sombrío que plaga al ambiente y
a los personajes, el tono gótico que impregna al filme, y a la novela misma,
que la hizo digna de admiración para patriarcas de esa corriente artística. En
este oscuro mundo de tormentos, traumas, rencores y resentimientos, la
felicidad brilla por su ausencia, hay presencia de masoquismo psicológico, pues
los personajes parecen hallar refugio en ese tormento, en ese trémulo remolino
de sufrimiento, un sufrimiento para el que sin embargo no tienen elección. Si
algo se le puede achacar a la película es que finalmente parece que sus
personajes tienen mayor fuerza que el filme mismo, cuyo desarrollo y desenlace
finalmente parece que se van atenuando, perdiendo fuerza. En este caso, con la
temática tratada, y con lo indivisible que era la carnalidad del tópico, Buñuel
no tiene otra alternativa que mostrar besos en la pantalla, uno de esos
detalles que siempre evitó, y ahora, más
de un ósculo tuvo que retratar en sus encuadres, pero siempre disimulados, a su manera. Hay cierta tibieza
religiosa, un detalle es la nana que se santigua ante las afirmaciones que escucha
de Catalina, aunque en esta oportunidad el tema religioso se ve eclipsado, pues
las pasiones son todo lo que gobierna a personajes e historia misma. Tenemos un
surreal final, vaya colofón, acorde a la sordidez apreciada, una muerte sobre
otra, un cadáver encima del otro, la pareja está junta en la muerte, solo
entonces su amor está finalmente consumado, como ellos siempre lo supieron, y
como nos lo iban anunciando, y el director desliza un detalle de superposición
de una imagen, tibio surrealismo. Buñuel parece no haberse sentido gusto o
complacencia en demasía por este trabajo, como dejan entrever las pocas
palabras que dedica en sus memorias sobre este filme, pero sin embargo se
configura un apreciable trabajo del español, interesante adaptación de un
referencial texto, y a punto estaba ya de empezar a usar el color el ibérico; es
un trabajo quizás no entre lo mejor producido por el cineasta, pero
definitivamente necesario como parte de toda su filmografía.
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