sábado, 7 de octubre de 2017

Abismos de pasión (1953) - Luis Buñuel

Aborda Buñuel en el presente filme una labor no muchas veces por él desempeñada, y no por que adapta una obra literaria, sino porque adapta un texto de fama internacional, de amplio reconocimiento, algo que no había hecho antes, y que solo veríamos como ejercicio cercano en la posterior Robinson Crusoe (1954). Cierta controversia rodeó a este filme, principalmente por el texto adaptado, repleto y plagado de oscuridad, de personajes sórdidos, esclavos de sus pasiones, como el primer texto del filme nos va indicando, seres que rozan lo macabro, la muerte y el sexo, las poderosas obsesiones convirtieron a este libro en algo poco menos que maldito para su época, fines de la primera mitad del siglo XIX. Más de una adaptación tuvo la novela, con distintos estilos y enfoques, pero la presente versión queda como una de las más valiosas, una de las mejor conseguidas y que mejor capturó la esencia y espíritu de sus atormentados protagonistas. El filme plasma parte de todo lo sucedido en el libro, como se dijo mundialmente conocido, la historia de una familia, de conflictivas relaciones afectuosas entre unos y otros, una mujer enamorada de un hombre de animalesco carácter, tiempo atrás desaparecido, pero ahora está casada con otro, y con quien ha engendrando un vástago; cuando el inicial individuo reaparezca en la vida de la familia, grandes tempestades emocionales surgirán entre todos los miembros del atormentado clan.

                 


En una finca, en una noche lluviosa, viven acomodadamente Eduardo (Ernesto Alonso), su esposa Catalina (Irasema Dilian), y su hermana Isabel (Lilia Prado), sin mayores preocupaciones y tranquilos. De pronto irrumpe violentamente Alejandro (Jorge Mistral), a la fuerza entra en la casa, es hijo adoptivo de la familia que años atrás huyó, y de inmediato Catalina se inquieta ante su impensada presencia, sin miramientos, profesa sus sentimientos por él, ante la impotencia de su esposo. Pronto emprenden paseos juntos, y pronto igualmente se sabe que Isabel también está enamorada de él, y Alejandro, tras negarse Catalina a huir con él debido a su embarazo, solo por despecho decide aceptar a Isabel como su mujer, pese a las negativas de la nana María (Hortensia Santoveña). Pero los sentimientos de ambos no han cambiado, mientras la impotencia y súplicas de Eduardo crecen, es entonces que Catalina, incapaz de sacudirse su pasión, cae enferma ante la insostenible situación. Alejandro va a vivir con Isabel a casa de Ricardo (Luis Aceves Castañeda), familiar borracho que asiste impasible a los tormentos a los que es sometida la joven, él aborrece a Alejandro, pero es incapaz de hacerle frente. Casi como inevitable inercia, llega el momento del parto, y Catalina muere al dar a luz a la criatura, trayendo grandes sufrimientos a Alejandro, que se adentra en su tumba, se recuesta junto al cadáver, y que finalmente es ultimado por Ricardo.












La economía y eficacia narrativa de Buñuel queda pronto impresa en el filme, cuando la primera secuencia nos muestre al impulsivo Alejandro irrumpiendo en la residencia aristócrata, pero más aún, el tozudo personaje sin dudarlo rompe el cristal de la puerta, no acepta negativas de la nana, su carácter es desde el primer instante salvaje, incontenible. De igual modo vemos a su análoga femenina, a Catalina, que sin el menor miramiento, profesa con sus palabras y sus acciones su casi animalesco amor por él, los personajes son pronta y poderosamente delineados. Incluso en la propia cara de su esposo, ella no pude reprimir profesar su amor por el hijo pródigo, es desbordante su pasión, es una pasión violenta, destructiva, que solo puede encontrar final consumación en eso, en destrucción, en muerte. Es pertinente indicar que quien escribe no ha podido leer la obra original, la novela de Emily Brontë, en el que con mucha probabilidad, y con las normales distancias del arte literario al cinematográfico, se ha podido abordar con mayor riqueza de detalles el origen, la procedencia de la naturaleza de cada personaje. Con eso en consideración, solo podemos escuchar someramente cómo nacieron los extraños sentimientos de Catalina, sentimientos truncos, siendo hermanos adoptivos, ella al parecer siempre sintió esa impulsiva y ferviente pasión por Alejandro, pero siendo adoptado, fue humillado y despreciado por la aristócrata familia, teniendo ella que optar por casarse con Eduardo, al ver el desprecio del que Alejandro era presa por sus orígenes miserables. Tenemos asimismo a Isabel, la frágil hermana de Eduardo, que se conmueve por el sufrimiento de los animales, enamorada del férvido Alejandro, no correspondida, sufriente, pero al no ser partícipe de la pasión, no está condenada. Tenemos por acierto allí a Lilia Prado, que tras los ejercicios en La Ilusión viaja en Tranvía (1954), y su carnal impronta interpretativa, sus túrgidos atributos físicos, se advierte como si hubiese sido la elección plena para el atormentado y fogoso personaje de Catalina, y quizás con esa imagen en mente, se la advierte casi desperdiciada en el inofensivo papel de la inocente Isabel. Otro personaje para enriquecer esa bizarra fauna humana es Ricardo, el ebrio, un cobarde borracho, impotente e inservible, también parte del sórdido abolengo de esa casa, que refuerza el cúmulo de obsesiones, de patologías, en ese bizarro ecosistema todos están expuestos a los salvajes impulsos que los dominan.










El núcleo de la cinta es el destructivo e imposible romance entre Alejandro y Catalina, ambos son renegados, almas gemelas que se reflejan una a la otra, y esto se concreta con mayor vigor con las frases espetadas, “nuestro amor no es de este mundo”, se asevera, “amo a Alejandro más que a la salvación de mi alma”, dice ella, severos y poderosos son sus enunciados, sus diálogos, que denotan una pasión desbordante, y todo sucede en las primeras secuencias. Incluso al preguntar Eduardo a su mujer si su pasión cesaría al matar él a Alejandro, ella afirma que seguiría amándolo después de la muerte, y así los personajes y sus complejidades se encuentran bien dibujados ya. Es un destructivo pero seductor amor, un amor irrefrenable, incontenible, que ningún otro humano puede entender, y esos diálogos nos ayudan a entender cómo ese amor solo puede desembocar en la muerte, solo puede hallar final realización y verse consumido en la muerte, como efectivamente termina por suceder. Estamos frente a una variedad del amour fou, el amor loco, un tema que siempre sedujo a Buñuel, y a los surrealistas en general, el amor que por uno u otro motivo se trunca, que no se llega a dar, a consumar, o en todo caso es un amor que no se consuma como un amor normal, que no tiene una realización máxima como lo tienen los normales enamorados; hay ahora un oscuro solazarse, es en efecto un disfrute que solo llegará a su cúspide con el fenecimiento, con la muerte, sentimiento auto destructivo que consumirá a sus infortunados integrantes, que, como de inmediato el rótulo inicial nos indica, no son individuos libres, ni independientes, sino que son esclavos de sus pasiones, esas pasiones son las que los mueven, los manipulan. Y Alejandro no se queda atrás respecto a la fuerza de sus frases, al hablar sobre Isabel, dice “si me hiciera eso (morderme), le arrancaría los dientes uno por uno”, asimismo se escucha “persígueme, vuélveme loco, aparece”, otro diálogo demencial, la eficiencia en los diálogos es algo que siempre caracterizó a los filmes del genio de Talanda, si bien en este caso no colaboró con su mayor pilar en ese apartado, el gran Luis Alcoriza. Eduardo completa a los protagonistas, Ernesto Alonso se siente cercano a su otra colaboración buñueliana, la dos años posterior Ensayo de un Crimen (1955), con su caracterización frágil e impotente, rozando la cobardía, y curiosamente se muestra desde los primeros fotogramas como un entomólogo, vemos cómo Buñuel se va vertiendo a sí mismo de inmediato en sus personajes.









En cuanto a la puesta en escena en sí del filme, que es, como indiqué, lo que más puedo comentar, Buñuel emplea positivamente una plástica oscuridad desde las primeras secuencias, umbría y lluvia, los exteriores son invadidos por esa oscura furia de la naturaleza, preludiando las oscuras y salvajes pasiones que dominan a los humanos. Más de una vez veremos tormentas, umbrosas tempestades naturales, un gran recurso para exteriorizar todo el violento salvajismo que sacude interiormente a los personajes, presas de sus violentas pasiones, y esto tiene su extensión en la espectral y fantasmagórica residencia de Ricardo, a la fuerza convertida en hogar de la pareja Alejandro e Isabel, que también rezuma tinieblas, maldad. Es muy interesante cómo Buñuel, que ha adquirido ya rodaje y experiencia en tierras aztecas, tiene habilidad para diseminar, para derramar las sombras por todo el ambiente en que se desenvuelven los protagonistas, reforzando poderosamente la oscuridad de los caracteres, de las personalidades de los personajes. Si algo hay lamentable en la cinta, eso sí, es el marcado abuso de la música wagneriana, Tristán e Isolda. Pocas veces visto, el modo en que las sublimes notas wagnerianas son utilizadas en momentos anodinos, un manoseo que puede ofender a algún paladar aficionado del maestro alemán. El excesivamente arbitrario uso de la célebre composición es algo de lo que Buñuel pronto se sacudió responsabilidad, aseverando que él no participó en la inserción musical en la sala de montaje, algo que se advierte como muy probable. Un acierto de Buñuel, aunque tal vez el mérito no sea plenamente del genio de Talanda (si bien el color estaba a punto de llegar a la filmografía de Buñuel, un año después con Robinson Crusoe, no está del todo dilucidada la elección cromática), viene a ser realizar el filme en blanco y negro, alimentando el hermetismo y lo sombrío que plaga al ambiente y a los personajes, el tono gótico que impregna al filme, y a la novela misma, que la hizo digna de admiración para patriarcas de esa corriente artística. En este oscuro mundo de tormentos, traumas, rencores y resentimientos, la felicidad brilla por su ausencia, hay presencia de masoquismo psicológico, pues los personajes parecen hallar refugio en ese tormento, en ese trémulo remolino de sufrimiento, un sufrimiento para el que sin embargo no tienen elección. Si algo se le puede achacar a la película es que finalmente parece que sus personajes tienen mayor fuerza que el filme mismo, cuyo desarrollo y desenlace finalmente parece que se van atenuando, perdiendo fuerza. En este caso, con la temática tratada, y con lo indivisible que era la carnalidad del tópico, Buñuel no tiene otra alternativa que mostrar besos en la pantalla, uno de esos detalles que  siempre evitó, y ahora, más de un ósculo tuvo que retratar en sus encuadres, pero siempre disimulados, a su manera. Hay cierta tibieza religiosa, un detalle es la nana que se santigua ante las afirmaciones que escucha de Catalina, aunque en esta oportunidad el tema religioso se ve eclipsado, pues las pasiones son todo lo que gobierna a personajes e historia misma. Tenemos un surreal final, vaya colofón, acorde a la sordidez apreciada, una muerte sobre otra, un cadáver encima del otro, la pareja está junta en la muerte, solo entonces su amor está finalmente consumado, como ellos siempre lo supieron, y como nos lo iban anunciando, y el director desliza un detalle de superposición de una imagen, tibio surrealismo. Buñuel parece no haberse sentido gusto o complacencia en demasía por este trabajo, como dejan entrever las pocas palabras que dedica en sus memorias sobre este filme, pero sin embargo se configura un apreciable trabajo del español, interesante adaptación de un referencial texto, y a punto estaba ya de empezar a usar el color el ibérico; es un trabajo quizás no entre lo mejor producido por el cineasta, pero definitivamente necesario como parte de toda su filmografía. 













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