lunes, 12 de junio de 2017

La hija del engaño / Don Quintín el amargao (1951) - Luis Buñuel

Continuaba Luis Buñuel desarrollando su faceta cinematográfica mexicana, el momento de su carrera posterior a esa irrefrenable irrupción surreal de sus inicios, para generar lo que muchos  tildan de obras menores, obras que se hicieron para subsistir como, inclusive, hiciese el propio cineasta con el filme que ahora nos ocupa. La cinta está basada en una exitosa pieza teatral, obra de Carlos Arniches, que fuese adaptada por la célebre dupla de esposos guionistas, Luis y Janet Alcoriza, y que a su vez se basa en una cinta española ya existente previamente, en la que Buñuel también se involucró. Con las naturales transiciones y adaptaciones de una obra típicamente española a tierras y costumbres mexicanas, se nos narra la historia de Don Quintín Guzmán, un hombre conservador, que de pronto descubre que su esposa lo engaña, la descubre en pleno adulterio, y ella, en despecho, le dice que la hija de ambos que acaba de nacer, es en realidad producto de ese adulterio; el engañado sujeto le cree, y entrega a la niña a unos vecinos, pero años después, se enterará de la verdad sobre la niña, suscitándose inesperadas situaciones. Casi consensualmente considerada como una obra menor, inclusive siendo casi olvidada por su autor, la cinta ciertamente no se encuentra entre lo mejor del cineasta aragonés, pero servirá de mucho para el que quiera estudiar la obra del referencial director, en su estadio en tierras aztecas.

               


En un humilde domicilio, aparece Quintín Guzmán (Fernando Soler), con su esposa, que le regaña y reniega por la desesperante falta de dinero en el hogar. Quintín, ayudado por un amigo, emprende un viaje para ganar buen dinero, pero el tren donde iba a viajar sufre un contratiempo, regresa casi de inmediato a su hogar el hombre, encontrando a su esposa, que lo engaña con ese amigo. Quintín echa de casa a la mujer, y ella, en un momento, le grita que su hija no es suya, y ante eso el atormentado individuo termina por abandonar a la bebé en una casa aledaña. Quintín sigue su vida solo, rodeado únicamente por sus guardaespaldas, Angelito (Fernando Soto) y El Jonrón (Nacho Contla), ignorando súplicas de la madre de que le devuelva a la niña. El tiempo pasa, la niña se hace mujer, se llama Martha (Amparo Garrido), que un buen día conoce al joven Paco (Rubén Rojo), entre ellos fluye un rápido idilio. Martha vive con Lencho (Roberto Meyer), y la hija de éste, su hermana adoptiva Jovita (Alicia Caro); antes morir, la madre biológica de Martha confiesa a Quintín que la niña sí era su hija. El hombre emprende búsqueda, y logra dar con la casa donde Jovita vive; inicialmente difícil, ubica finalmente a la muchacha. Mientras Jovita tiene cierto éxito como cantante cabaretera, y pese a iniciales diferencias de Quintín con Paco, padre e hija, y yerno, se amistan y esperan el feliz nacimiento del primogénito.






Se aprecia un característico comienzo buñueliano del filme, cuando la cámara enfoque el detalle de una bombilla de luz, la misma que se fundirá pronto, y la cámara retrocede para mostrarnos la figura completa, el precario hogar de los Guzmán; en esa sencilla figura, el buen aragonés ya nos va deslizando la realidad del hogar, la miseria, la precariedad, el foco se quema, las necesidades apremian, el cineasta siempre hizo gala de efectiva economía y elocuencia narrativa. Desde los primeros instantes, asimismo, veremos un curioso desempeño de la cámara en el inicio del filme, se aprecia un singular desenvolvimiento de la lente, hay acercamientos y alejamientos, zooms que se suman a ciertos travellings generando una dinámica peculiar, atractiva, que lamentablemente se disipa y se pierde prontamente. Esos efímeros y llamativos despliegues de soltura en la cámara, son sorprendentemente la única muestra de algo diferente, algo distinto a narración visual convencional, pues conforme avancen los minutos, no apreciaremos otros instantes que quiebren esa tonalidad generalmente convencional que impregna todo el filme. A cuentagotas se recuperará ese singular comportamiento de la cámara, un cierto efecto tembloroso, trémulo, que en momentos resurgirá para engendrar comedia, o momentos tensos; pero lo dicho, a cuentagotas. Volviendo a ese punto, en una cinta en la que se sabe que el presupuesto no es algo que haya sobrado, Buñuel recurrió obligadamente a su economía narrativa, cuando en poco más de diez minutos ya se haya planteado el meollo del drama; sin mayores ornamentos -pues los recursos financieros no lo permitían-, ya estableció la primera parte de su convencional estructura narrativa, la introducción, el drama que atraviesan los Guzmán. Así, dentro de la plana estructura de la cinta, dentro de su linealidad narrativa y audiovisual, el recurso narrativo más notable, con distancia, viene a ser esa elipsis, ese gran salto temporal que se aplica automáticamente cuando el borracho padre adoptivo de Martha cierra las puertas de su alacena. Mientras oímos unos gritos y lamentos, instantáneamente luego, al abrirse la alacena, pasaron las décadas, la hace unos instantes bebita es ahora unan jovencita de veinte años, la madre adoptiva ha fenecido ya, el padre adoptivo ha envejecido, y la bebida empeora su estado. Dentro de una estructura narrativa plana y lineal, siendo esta una de las cintas más convencionales del realizador, ese recurso, sin ser demasiado vistoso ni extraordinario, es lo más saltante técnicamente hablando.







La obra se caracteriza por plasmar con transparencia el pueblo, los charros, las costumbres populares de la clase baja a la que pertenecen los protagonistas, considerando por supuesto, que la obra, originalmente española, se ha adaptado a los cánones mexicanos. Y así, entre otras figuras, en el personaje del Jonrón tenemos al típico machote mexicano, algo caricaturizada versión, como buena parte del filme. Importante figura dentro del ámbito mexicano, el estereotipo del viril charro, que quiere resolverlo prácticamente todo a balazos. Todo el costumbrismo español tiene que migrar a México, los célebres esposos Alcoriza de ese modo, cambian tierra española por el páramo mexicano en su historia (y en su vida real también, por cierto), con todas las figuras características y representativas de tierras aztecas. Y en cierta medida es este un filme que se puede considerar un remake, en días en que el término no estaba acuñado del todo, es una cinta en la que en muchas secuencias simplemente se mexicanizaron los diálogos para trasladar la historia de un contexto a otro. En ese transcurso, en esa mexicanización, parece extraviarse Buñuel, que asevera casi no recordar la producción de esta cinta, asegura que “nada le salió”, y que era un filme alimenticio, realizado con el fin de subsistir, de obtener sustento, situación bastante común en esta etapa del cineasta ibérico. Esa suavización del filme, sumada a la precariedad de la producción, la escasez de presupuesto, dieron como resultado una cinta bastante alejada de la mayoría de directrices del cineasta aragonés, configurando un largometraje, si bien no malo ni deficiente, sí entre lo menos saltante o más logrado del director español. De este modo, buena parte del filme, buena parte de los cánones originales españoles, se ven transmutados a las convenciones de la cinematografía mexicana, el drama se ve edulcorado y suavizado con situaciones cómicas. Se genera una singular mezcla de cine mexicano con hasta algunas dosis de western, tan caricaturizado como se ejemplifica en la escena de la discusión del Jonrón con otro sujeto en el bar, excelente ejemplo del liviano humor que se desliza en la cinta, un tibio humor que se encuentra correctamente dosificado en todo el metraje de la obra. Ese halo norteamericano se seguirá graficando, vemos bailarinas, cabarets, hasta a la joven Jovita, deseando triunfar como cabaretera, rodeada de shows nocturnos, y los charros que tibiamente hacen remembranza a los ausentes vaqueros.






También está la figura infaltable del borrachín, el padre adoptivo de Martha, perennemente ebrio, el despreciable abusivo, martirizando primero a su esposa hasta llevarla a la muerte, y después a la joven adoptiva; siempre con la botella de licor en la mano, y siempre dispuesto a golpear a las mujeres, es un elemento negativo, pero siempre presente en el boceto de la sociedad mexicana, y de casi todas en realidad. Es de Angelito, el guardaespaldas de Quintín, de quien viene buena parte de la hilaridad del filme, las picardías, los momentos de comicidad, en distintas circunstancias siempre tendrá la dosis graciosa que sirve para terminar de dar ese matiz general cómico al filme. Sigue colaborando con Fernando Soler, ilustre actor mexicano con quien tan buena colaboración y sinergia cinematográfica consiguió, como dan fe los reiterados filmes en que colaboraron ambos artistas. Soler cumple, el solvente actor mexicano demuestra porqué se convirtió en un pilar de esta etapa del cine de Buñuel, el actor que tenía mucho de director, de quien se decía se dirigía sí mismo, deja su sello de suficiencia interpretativa, siempre serio y distinguido. Renegaba Buñuel de los significativos cambios de un país a otro, renegaba del cambio del título original, de Quintín el Amargao, a La Hija del engaño, por intereses de productoras, Buñuel aseveraba que de haberse mantenido el título original, la concurrencia en el estreno y posteriores proyecciones del filme habría sido mucho mayor, pues el pueblo español hubiese acudido sabedor de que apreciaría una obra conocida y apreciada por ellos. Todo esto, sumado a resultados globales que no satisficieron al realizador, termina por configurar la pobre impresión que Buñuel tiene de esta cinta suya. Resulta curioso escuchar al personaje, a Quintín quejándose, “nada me sale”, sintiéndose casi como un eco, como un alter ego del director, que probablemente sintió durante el rodaje que muchas cosas efectivamente, no salían, y vemos al protagonista, renegando, reniega de su amargura, en medio de la alegría de una fiesta. En el final del filme, el cineasta casi pareciera querer sacudirse de la linealidad, el comportamiento de la cámara ya adquiere otros carices, con una casi deformidad de algunos planos, ciertamente un llamativo desempeño, tibio pero perenne en esa calle de asimismo singulares estructuras, que, por descabellado que pueda sonar, por un momento me pareció remitir a un eco de expresionismo. En esa secuencia colofón, el protagonista nos habla, habla a la cámara, casi el cineasta quiere salirse del molde, es como si, al haberse en cierta medida perdido el drama, al sentirse simple el final, muy facilista, algo simplón, un manotazo se advirtiera, como si el viejo Buñuel, el surrealista e incontenible, nos diera un guiño. Finaliza así la llamada cinta alimenticia de Buñuel, por unos considerada menor, pero por supuesto una obra digna de atención por parte del inmortal aragonés.